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La horda dorada

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No me considero un turista, me declaro veraneante. Como desde los tiempos de Roma, los urbanitas emigramos en verano temporalmente a lugares más frescos. Mientras escribo estas letras, no paran de pasar sobre mi cabeza cientos, quizá miles de cigüeñas dándole la razón animal a este humano: todos migramos por algo, buscamos fresco o calor; sin ser experto ya digo que van para África. Quizá los romanos viajaban a la costa huyendo solo de las calores del estío, un servidor, miarma de nación, no huye solo de la caló; también de los que la dan, del agobio del día a día en un tiempo en el que uno, tire por donde tire, después de un año durito, se siente apalizado.

Estar de veraneo no es turismo, es otra cosa. Me siento cosmopolita, rodeado de la gente de mi pueblo adoptivo y su cultura, su acento y maneras de ser, de los demás veraneantes, en su mayoría norteños de España, gente educada, diversa, amable y respetuosa. Corre el aire. Nos encontramos cada verano y nos alegramos de vernos. Hacemos balance de nuestros inviernos vernáculos, compartimos noticias de familiares y amigos y, cómo no, compartimos nuestras visiones particulares de la vida, pero sin olvidarnos de vivirla a nuestro ritmo pausado, que, al fin y al cabo, es lo que estamos haciendo. Por cierto, también hay turistas. 

Las noticias insisten en que la cosa está bien otra vez este año, que millones de turistas han venido a nuestras costas, que el PIB turístico sube. El dueño de la taberna que hace de sede club de los veraneantes pone botellines helados de proximidad, aunque hay de otras marcas por si aparece algún odiador cervecero. Dice que esta semana que viene esto bajará. Entramos en conversación, por él que vengan más. Ese es el dilema. 

El turismo masivo de hoy se está degradando y debería someterse a una operación restaurativa; se podría llamar de cirugía turística

La práctica totalidad de este pueblo y la comarca vive del veraneo. En realidad, no sufren la turistificación de las ciudades y costas contrahechas. Las quejas de los turistófobos no las entienden y, sin proponérselo, se convierten en aliados de los depredadores a lo loco del turismo. Quizá habría que cambiar desde dentro la idea: no es tanto turismofobia como turismoplastia. Es decir, no es que desaparezcan, que echemos a los turistas, es que el turismo masivo de hoy se está degradando y debería someterse a una operación restaurativa; se podría llamar de cirugía turística, algo así como que haya planificación.

Aunque es cierto que aumenta el rechazo a las conductas de los ambulantes. John Ash y Louis Turner, dos grandes expertos, escribieron hace muchos años un libro diagnóstico del turismo de entonces, pero su título ya era muy elocuente: La  Horda Dorada. Ese es el problema: el turismo, como lo estamos empezando a sufrir, se está convirtiendo en una auténtica horda, no violenta en el sentido más extremo, salvo casos lamentablemente frecuentes, pero sí en el simbólico.

El tipo de ese turismo es el de gente maleducada, irrespetuosa con las personas que trabajan para ellos y con el lugar y la cultura que les dan hospitalidad. Su placer es solo ser turista, vestirse de turista, agotar su experiencia en su instante y con prisa, no aprender nada, no le interesa. Suelen venir apandillados con sus paisanos, incluso en patulea, frecuentemente desprecian a los lugareños y creen –y así actúan– que tienen más dinero que sus anfitriones. 

Los veraneantes seguimos a lo nuestro, charla, cerveza y aceitunas, abrazos a los que llegan y a los que se van

Unos gregarios protestan en un establecimiento vecino porque dicen que lo que les han puesto no es un calamar, que ellos están acostumbrados, saben, son expertos, y no es igual que el de su pueblo. Con el rabillo del ojo observo que se trata de un soberbio ejemplar de calamar de potera. Pero dan dinero. Ese es el otro problema sin solución. “Aguantamos –me dice mi amigo– porque si no, ¿de qué vamos  a vivir?” Suena de fondo una autoridad cualquiera de un lugar cualquiera en una tele cualquiera presumiendo de cifras en turistas al peso y en ingresos.

Para el responsable político, es un decir, apenas importa cómo se reparten esos ingresos, la precariedad y los bajos salarios, el deterioro del medio ambiente y el paisaje, los gastos excesivos en prestar servicios para las arcas locales. Además, para el gobernante del nivel que sea es como coger zapateros, clavas una cañita, la riegas y viene solo. Es lo más agradecido y lucido para un político.

Horda y dorada, pero hasta dónde. Los economistas de a pie, reunidos en mi taberna, dicen que hay gente pero poco numerario. Y afinan: los alquileres de pisos  y los hoteles son ya tan abusivos, que no les queda para más. Cerveza y un montón de montaditos, hielo y manojos gordos de yerbagüena, colas interminables en las panaderías. Y una posible hecatombe: cada día en más lugares no se admiten tarjetas de crédito.

Los veraneantes seguimos a lo nuestro, charla, cerveza, chochos y aceitunas, abrazos a los que llegan y a los que se van, ha empezado la Liga. Miramos un poco por encima a los turistas: no somos de esos. 

No me considero un turista, me declaro veraneante. Como desde los tiempos de Roma, los urbanitas emigramos en verano temporalmente a lugares más frescos. Mientras escribo estas letras, no paran de pasar sobre mi cabeza cientos, quizá miles de cigüeñas dándole la razón animal a este humano: todos migramos por algo, buscamos fresco o calor; sin ser experto ya digo que van para África. Quizá los romanos viajaban a la costa huyendo solo de las calores del estío, un servidor, miarma de nación, no huye solo de la caló; también de los que la dan, del agobio del día a día en un tiempo en el que uno, tire por donde tire, después de un año durito, se siente apalizado.

Estar de veraneo no es turismo, es otra cosa. Me siento cosmopolita, rodeado de la gente de mi pueblo adoptivo y su cultura, su acento y maneras de ser, de los demás veraneantes, en su mayoría norteños de España, gente educada, diversa, amable y respetuosa. Corre el aire. Nos encontramos cada verano y nos alegramos de vernos. Hacemos balance de nuestros inviernos vernáculos, compartimos noticias de familiares y amigos y, cómo no, compartimos nuestras visiones particulares de la vida, pero sin olvidarnos de vivirla a nuestro ritmo pausado, que, al fin y al cabo, es lo que estamos haciendo. Por cierto, también hay turistas.