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8M: Huelga contra el sistema, no cosmética
La desigualdad hombre-mujer es tan clamorosa y ancestral, son tantas y tan básicas las necesidades de equiparación (salario, tiempo, derechos) entre géneros que esperanza cómo toma cuerpo, este 2018, el 8 de marzo con la huelga del Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Me aferro al calificativo porque no es un Día de la Mujer en que damos gracias a Dios por habernos creado así como Marta Sánchez se lo da por hacerla española, sino la jornada para reivindicar que, junto a la vida privada, individual y/o familiar, tenemos una dimensión colectiva, social, laboral en la que sufrimos una discriminación con la que hay que acabar.
La desvergüenza de pagarnos menos por el mismo trabajo (en España entre un 14 y 30% de diferencia), el menosprecio del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy diciendo: “No nos metamos en eso”, los escalofriantes datos de maltrato con sus peores consecuencias, violaciones y feminicidios, las campañas actualmente virales en que las víctimas de acosos y abusos, superando pavores, denuncian... nos traen a las vísperas del 8 de marzo más prometedor en décadas.
El reto inminente, es convertir la expectativa en realidad. Porque, como siempre, las mujeres, para conquistar nuestro objetivo, tendremos que hacer un esfuerzo extra. Ese día no bastará bajar los brazos en el trabajo asalariado -o freelancista-, sino que las madres tendrán que buscar dónde, con quién dejar a los hijos sin impedir que otras mujeres -maestras, cuidadoras, abuelas- puedan a su vez parar.
Pero hay otro desafío, menos evidente, incluso invisibilizado: debemos vincular la reclamación de derechos sociales y laborales de las mujeres inter-clase (desde los puestos menos cualificados a los más altos) del mundo desarrollado con la exigencia de justicia ya con ese 70% de pobres del planeta, hermanas nuestras.
En las manifestaciones, recordemos a las porteadoras, como mulas en frontera sur, las migrantes en balsas en el Estrecho que naufragan o, si se salvan, acaban muchas prostituidas en Europa, incluso menores, las huidas de guerras como la de Siria que cumple siete años o el Daesh y Boko Haram que esclavizan, violan y queman vivas, las que cumplen los requisitos del artículo 14 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos pero ven denegado su estatuto de refugiadas, las madres o hijas que piden en vano reunificar a sus familias o quienes se sacrifican quedándose en aldeas de miseria o en conflictos bélicos pagando a los traficantes un pasaje para hijos de los que muchas veces no vuelven a saber más.
Las mujeres exigimos la dignidad y derechos que merecemos como mitad de la población mundial. Pero ya que de los 3.460 millones de pobres del total de 7.000 millones de habitantes del planeta, el 70 por ciento son mujeres, nuestra fuerza numérica brota de una masa de explotadas.
A partir de la escalofriante noticia de abusos sexuales de directivos de Oxfam, Save the Children, Cruz Roja o Médicos Sin Fronteras que acaba de emerger -cuyos responsables deben ser juzgados y pagar como todo criminal- expertas como Itziar Ruiz Jiménez y Ana Fernández analizan que el perverso machismo no es que salpique el sistema, sino que es su médula.
Por eso, las batallas sectoriales que vayamos librando han de tener como horizonte cambiar todo el entramado capitalista de dominadores y dominados. Una pirámide cuyo vértice ocupan mayoritariamente machos -tan testosterónicos como Trump, Putin, Erdogan, Xi Jinping- pero donde las mujeres que llegan -Angela Merkel, Theresa May, Christine Lagarde- tampoco apuestan por paradigmas más colaborativos, sostenibles, ni pacíficos. De modo que la brecha ricos y pobres crece hasta el escándalo de que el 1% más opulento posee tanto como el resto.
España existe sobre la falla en que chocan la Europa que, pese a la crisis, es burbuja de confort y el África con las tres cuartas partes de los 48 países más pobres del planeta y la mitad de las cincuenta guerras. La Comisión Española de Ayuda al Refugiado (CEAR) acaba de avisar de que medio millón de personas cruzan de Libia a Argelia para llegar desde Marruecos a nuestro país, saltando vallas o por mar.
Ante el 8 de marzo tenemos que hacer bandera de Véronique Nzazi, la madre del niño congoleño Samuel que apareció muerto en Barbate, también ahogada, Rehan, la madre de Aylan y Galip Kurdi de 3 y 5 años, naufragada, las siete congoleñas muertas este septiembre al bloquear la Guardia Civil su patera, las anónimas del infinito recuento de pateras en el Estrecho (equis migrantes, de ellos tantas mujeres, tantas embarazadas), Ilham Ben Chrif, Souad Zniter, Souad El Khatabi, Turia, Karima, Busrha, Zhora, porteadoras aplastadas en el Tarajal.
O ganamos juntas o todas perderemos. El cambio debe ser sustancial, no cosmético.
La desigualdad hombre-mujer es tan clamorosa y ancestral, son tantas y tan básicas las necesidades de equiparación (salario, tiempo, derechos) entre géneros que esperanza cómo toma cuerpo, este 2018, el 8 de marzo con la huelga del Día Internacional de la Mujer Trabajadora. Me aferro al calificativo porque no es un Día de la Mujer en que damos gracias a Dios por habernos creado así como Marta Sánchez se lo da por hacerla española, sino la jornada para reivindicar que, junto a la vida privada, individual y/o familiar, tenemos una dimensión colectiva, social, laboral en la que sufrimos una discriminación con la que hay que acabar.
La desvergüenza de pagarnos menos por el mismo trabajo (en España entre un 14 y 30% de diferencia), el menosprecio del presidente del Gobierno, Mariano Rajoy diciendo: “No nos metamos en eso”, los escalofriantes datos de maltrato con sus peores consecuencias, violaciones y feminicidios, las campañas actualmente virales en que las víctimas de acosos y abusos, superando pavores, denuncian... nos traen a las vísperas del 8 de marzo más prometedor en décadas.