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Igualdad en zigzag, igualdad herida

Cuando el pasado mes de enero Syriza ganó las elecciones griegas y formó un gobierno que se consideraba progresista y transformador sin ni una mujer en su gabinete, la opinión pública española fue de las más críticas de Europa. Es cierto que parte de esa crítica era interesada en tanto en cuanto venía desde las filas del Partido Popular para identificar a Syriza con Podemos. Y que sin duda era cínica ya que desde que el PP gobierna España incumple sistemáticamente el principio de paridad recogido en la Ley de Igualdad de 2007, lo que explica que España haya perdido 17 puestos en el índice de igualdad de género del Foro Económico Mundial desde 2011.

Pero una parte importante del enfado de la ciudadanía española era genuino, y no muy alejado de la censura que muchas personas ejercen cuando ven mesas de debate, tertulias o listas electorales formadas solo o mayoritariamente por hombres. Algo ha cambiado en este país, y cosas que antes se veían normales, ya no lo son tanto. Es cierto que la misoginia y el antifeminismo siguen ocupando un espacio muy importante de esa misma opinión pública pero esas demostraciones son más censuradas que jaleadas y siempre se puede decir aquello de “ladran, luego cabalgamos”.

El impulso dado por el primer gobierno Zapatero en leyes esenciales para avanzar en igualdad de género ha dejado más de lo que creíamos, a pesar de que fue el mismo presidente Zapatero el que comenzó a horadar su obra en su segunda legislatura, al crear y al poco tiempo prescindir de un Ministerio de Igualdad que sólo suponía el 0,03% de los Presupuestos Generales del Estado, o con su viraje a la austeridad en mayo de 2010, cuando ya sabíamos que ese tipo de políticas sencillamente matan la igualdad.

Aquellas innovaciones legales y sociales que el mismo Zapatero hizo quedar en pura cosmética, junto con cambios que venían produciéndose de más atrás, vinculados especialmente con el sorpasso de las mujeres a los hombres en educación y la incorporación, precaria en muchos casos pero imparable siempre, de las mujeres al empleo, han ido calando en la epidermis de nuestra sociedad. Y eso ha hecho que hoy nos arropen valores más igualitarios y respetuosos con las mujeres y sus proyectos vitales que hace dos e incluso, una década.

No obstante, eso no quita que haya retrocesos graves que afectan a las oportunidades y posibilidades reales de las mujeres de ganar en autonomía y libertad de elegir y vivir una vida digna. Por poner solo un par de ejemplos, la violencia de género, que sigue siendo un auténtico terrorismo machista, y el aumento de la brecha salarial y la precarización de las condiciones de empleo de las mujeres, hacen que no se garantice su autonomía, ni el vivir una vida libre de violencia.

Por una parte, las raíces de la violencia machista, ahora como antes, se cultivan desde la infancia con la construcción de estereotipos sexistas y van tomando cuerpo a lo largo del ciclo vital con la cosificación de las mujeres y su falta de autonomía. Creíamos que los avances en co-educación y en valores en igualdad habían criado chicos y chicas que ya no reproducirían el machismo de las generaciones previas. Pero las encuestas y los estudios nos muestran que todavía hay un importante porcentaje de adolescentes y jóvenes que ven normales conductas violentas y de control mientras que las nuevas masculinidades vinculadas al respeto y la corresponsabilidad apenas despegan, aunque ya sean palpables en algunos grupos.

Y es que incidir solo en uno de los espacios en los que se educa la persona no es suficiente. A las televisiones, los juegos, los videojuegos… e internet se les ha permitido fomentar la hipersexualización de la infancia y la construcción de estereotipos sexistas como base primaria de organización social y de poder. Igualmente, las familias se quedaron casi intactas, sólo con incentivos menores a ser más igualitarias, y que no han avanzado desde que se pusieron en marcha como el permiso de paternidad que se quedó en 13 días, o la fiscalidad individual que a pesar de los anuncios sigue sin legislarse.

Por otra parte, la precarización de las condiciones de vida y de trabajo que afecta a amplias capas de una población cada vez más desigual, se ceba de manera específica con las mujeres a través de la intensificación de su trabajo. La disminución de la renta disponible de las familias y, sobre todo, los recortes en gasto social suponen una reprivatización de los cuidados que hace que las mujeres estén asumiendo el coste de los ajustes a costa de su bienestar, oportunidades y autonomía.

La igualdad, en definitiva, avanza como un camino zigzagueante y con demasiadas vueltas atrás y eso nos obliga a tomar medidas urgentes para tratar de enderezarlo.

En primer lugar, obligar a cumplir la Ley de Igualdad de 2007, al tiempo que evaluarla y modificar aquellos aspectos que no han tenido el impacto deseado o previsto. Especialmente, los que inciden en avanzar en una organización social el cuidado que nos aleje del convencimiento y la realidad de que los cuidados son cosas exclusivamente de mujeres.

En segundo lugar, incidir de verdad y no de palabra en el principio de transversalidad ya contemplado en la ley de 2007 para que todas las leyes, políticas públicas y partidas presupuestarias tengan un análisis de impacto de género, de verdad, y no el paripé al que asistimos y que a algunas nos está dejando afónicas.

Y en tercer lugar, hay que acabar urgentemente con las medidas de austeridad y poner bridas a los mercados. En el centro de nuestro modelo económico deben estar las personas y su bienestar. Las mujeres siempre hemos sido las garantes últimas de la provisión y expansión del bienestar de las personas, es por eso que la austeridad está llevando al agotamiento y extenuación de muchas mujeres y está matando los pocos pero importantes logros que habíamos conseguido en igualdad.

Así que este 8 de marzo hay que decir alto y claro que la austeridad mata la igualdad y que el compromiso con ésta no puede ser tan solo cosmético-electoralista o parcial, o quedarse aparcado hasta no hacer otras conquistas. Es necesario que la consecución de la igualdad se convierta en el norte de todas las políticas y que los valores que las sustentan sirvan de soporte continuo para toda nuestra acción personal y social.

 

Cuando el pasado mes de enero Syriza ganó las elecciones griegas y formó un gobierno que se consideraba progresista y transformador sin ni una mujer en su gabinete, la opinión pública española fue de las más críticas de Europa. Es cierto que parte de esa crítica era interesada en tanto en cuanto venía desde las filas del Partido Popular para identificar a Syriza con Podemos. Y que sin duda era cínica ya que desde que el PP gobierna España incumple sistemáticamente el principio de paridad recogido en la Ley de Igualdad de 2007, lo que explica que España haya perdido 17 puestos en el índice de igualdad de género del Foro Económico Mundial desde 2011.

Pero una parte importante del enfado de la ciudadanía española era genuino, y no muy alejado de la censura que muchas personas ejercen cuando ven mesas de debate, tertulias o listas electorales formadas solo o mayoritariamente por hombres. Algo ha cambiado en este país, y cosas que antes se veían normales, ya no lo son tanto. Es cierto que la misoginia y el antifeminismo siguen ocupando un espacio muy importante de esa misma opinión pública pero esas demostraciones son más censuradas que jaleadas y siempre se puede decir aquello de “ladran, luego cabalgamos”.