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La impostora

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La despegada, la esquiva, la ambiciosa, la que critica la frivolidad y cuando le cuartean el pecho se ofusca por ese escote que ya nunca más podrá lucir. La que no odia el sexo ni a los hombres, pero maldijo el sexo de los hombres. La que a veces, por diversas razones, ha odiado a unas cuantas mujeres. La que es objeto y sujeto. La que sujeta la vida y la muerte, siendo y no siendo al tiempo. La mala feminista pese a haber bebido de las mejores. La que leyó a Simone de Beauvoir. A Solnit. A Ursula K. Le Guin. A Marguerite Duras y sin embargo. A Rosa Montero, Marta Sanz, Emilia Pardo Bazán. A Virginia Woolf y sin embargo. A tantas otras y sin embargo. 

A la que llamaron frígida siendo adolescente, frígida por no estar dispuesta a someterse a los placeres de aquel tipo y tras aquellas palabras se escondió en un tarro: Xenia, te quiero. Xenia, ¿lo hacemos? Así. En una misma emanación. No quieres porque eres frígida.

La que metió esa palabra lacerante en el tarro de los desatinos. La que tardó en comprender que cuando algunos hombres recriminan frigidez y te dicen Vamos, déjate llevar –¿Dejarse llevar por quién? ¿A dónde? ¿Alguien lo sabe?– en realidad, siempre, en todo momento, se refieren a dejarte hacer y fondear el placer propio. 

La que en algún momento dijo a pesar de sentir no, de cavilar no, de querer no. A la que alguna vez le recitaron un no y quiso imponer un . La que reclama que le coman la boca aunque tenga sesenta, setenta; la que ejerce de señuelo de pesca, la arrabalera, la que a veces odió y pensó “ojalá te mueras”, la que quiso ser pez, pero no pudo; la que fue cazada y privada del mar para siempre, para nunca.

La que no ha permitido que un chico la invite porque no. La que ha reclamado que un chico la invite porque sí, mientras le permite que le retire la silla en un restaurante y le abra la puerta. La que sabe y no conoce

La mala madre, la melancólica, la madre nevera que mata a sus hijos de frío, la madre cocodrilo que los devora de tanto querer protegerlos, la madre caníbal, tantas madres moran en este cuerpo que una ya no sabe; la que pasó hambre porque un novio una vez dijo: no me gustan las niñas gorditas. La que no sabe si es feliz y por eso pregunta: ¿Es usted feliz? Esa misma que reclama que la coman mientras el cristal miserable de su tarro se degenera, la mamá fervorosa, la frágil en un comienzo, la frágil en el camino, desnaturalizada por la imposición de su fortaleza, ay, la que no quería pero ahora quiere. Ahora sí quiere. ¡Sí quiere! 

La que no tiene opinión y opina como si supiera. La irracional. La que contó los deditos en las manos de sus niños sin bajarse del potro: uno, dos, tres, cuatro, cinco. A la que se le cae el pelo y dice: me corto la melena porque soy moderna. La que dice: Dios mío. La que piensa: Dios, no me vales, no te quiero, no te creo, no te siento. No. 

La que celebra excitada que su cuerpo no haya muerto. La que se ha desprendido de las cadenas de satisfacer de por vida el placer ajeno, pero que alguna vez en su juventud fingió un orgasmo. La mujer deseante que no quiere ser salvada, ni tiene suficiente con ser deseada, cuya carne tiembla de nuevo, sorprendida. Ay. La que necesita la palabra para poder hallarse y el silencio para perderse.

La que desprecia el servilismo, la incompetencia, la chapuza, la mediocridad de las almas. La aduladora, la incapaz, la mezquina. La que se ahoga en las apariencias y a veces ha mentido. La que no ha permitido que un chico la invite porque no. La que ha reclamado que un chico la invite porque sí, mientras le permite que le retire la silla en un restaurante y le abra la puerta. La que sabe y no conoce.

Siento vergüenza de mi pensamiento carente de todo raciocinio: no puede existir bikini brasileño sin depilación brasileña. Esta mujer que escribe es una impostora, ya les prevengo

Todas esas mujeres que soy han ido hoy a un mercadillo de playa con su hija adolescente. Estamos de vacaciones. Mi hija se prueba un bikini brasileño, diminuto.

Pienso: va a tener que depilarse. Supongo que el lamento lo pronuncio en voz alta porque de no ser así no se entiende que la dependienta me mire con los ojos entrecerrados. La chica que tiene unos treinta, unos cuarenta, unos cuarenta y pico, qué sé yo, desliza la cortina del vestidor contiguo y me enseña un cartel hecho a mano: Todas somos bonitas. Todos los cuerpos son bonitos.

Siento vergüenza de mi pensamiento carente de todo raciocinio: no puede existir bikini brasileño sin depilación brasileña. Esta mujer que escribe es una impostora, ya les prevengo. Esta mujer que se recrea en la impostura se siente devastada en un mercadillo de playa con su hija adolescente. No se fíen de ella.

Llevo años despotricando de un mercado de productos femeninos con aranceles desorbitados por el simple hecho de ser para la mujer: cremas para no sentirte tan vieja, cremas para que no se note que eres tan joven, crema para la celulitis, para el contorno de ojos, para el contorno de labios, para las cartucheras. No es el deseo de estar bellas, sino la obligación de serlo por una tiranía ajena a nosotras mismas. Nos creemos estúpidamente poderosas al atraer, y acabamos, sin saberlo, sometidas a ese objeto de nuestro deseo. 

Sepan ustedes que la que escribe tiene un cuerpo troquelado a base de trabajo y de tesón, un cuerpo mantenido a base de horas de baile, de ciclo, de BodyCombat, de BodyBalance, de BodyPump, de BodyFlow, de ir caminando a todos lados. Sepan ustedes que esta mujer que escribe admira a las mujeres que deciden no depilarse y no esconderse por ello, pero no puede verse un vello fuera de lugar. Si lo descubre, vuela a coger una pinza como si hubiera sido pillada en falta, como si el vello fuera el ser y no el tener. Sepan también que esta mujer ha enterrado a la adolescente de quince años que se depiló las piernas por primera vez para no tener que volver a escuchar las humillaciones de sus compañeros. 

Me quedo sin palabras. Todas las mujeres que duermen en mí no están calladas, no. Están sin palabras. No las encuentran. Mi hija se pone el bikini. No se depila

Esta mujer que escribe hace toples, pero se esconde si le parece intuir a lo lejos algún conocido. Esta mujer que escribe admira a las mujeres que se liberaron de la esclavitud de la cosmética, pero es incapaz de ir a la oficina con la cara totalmente lavada. Eso sí. Se permite pequeñas rebeldías como anudarse dos trenzas en un mundo de trajes de chaqueta, melenas alisadas, zapatos de tacón y corbatas.

La chica me sonríe con sus ojos azules: todos los cuerpos son bonitos, dice el cartel floreado. Creo que no, que no hay bellezas universales ni desinteresadas, que todos los cuerpos no son bonitos porque la belleza es la frontera tirana y tópica de unos pocos que mencionaba Szymborska, ese loar el atractivo de una rosa a costa de la ortiga.

Me quedo sin palabras. Todas las mujeres que duermen en mí no están calladas, no. Están sin palabras. No las encuentran. Mi hija se pone el bikini. No se depila. Vamos a la playa de la mano las dos: la impostora y ella. Recuerdo cuando le escribí esta carta deseando que se pusiera el mundo por montera. Se la leo. Me la leo. Se la leo a todas esas mujeres que albergo dentro. Todas, sin excepción, guardan ahora silencio.

No tengo ni idea de qué es ser mujer. ¿Ustedes sí? Menos aún de qué es ser feminista porque a veces lo siento como una militancia ciega que se desmenuza con mis contradicciones, pero observo a mi hija labrar la arena a lo lejos y pienso que, al fin y al cabo, puede que no todo esté perdido.

La despegada, la esquiva, la ambiciosa, la que critica la frivolidad y cuando le cuartean el pecho se ofusca por ese escote que ya nunca más podrá lucir. La que no odia el sexo ni a los hombres, pero maldijo el sexo de los hombres. La que a veces, por diversas razones, ha odiado a unas cuantas mujeres. La que es objeto y sujeto. La que sujeta la vida y la muerte, siendo y no siendo al tiempo. La mala feminista pese a haber bebido de las mejores. La que leyó a Simone de Beauvoir. A Solnit. A Ursula K. Le Guin. A Marguerite Duras y sin embargo. A Rosa Montero, Marta Sanz, Emilia Pardo Bazán. A Virginia Woolf y sin embargo. A tantas otras y sin embargo. 

A la que llamaron frígida siendo adolescente, frígida por no estar dispuesta a someterse a los placeres de aquel tipo y tras aquellas palabras se escondió en un tarro: Xenia, te quiero. Xenia, ¿lo hacemos? Así. En una misma emanación. No quieres porque eres frígida.