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Un impuesto para Tío Gilito

Las ministras Nadia Calviño, Isabel Rodríguez y María Jesús Montero en rueda de prensa.
1 de agosto de 2022 21:22 h

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A Tío Gilito, aquel simpático avaro que crease la factoría Walt Disney, no le llega la camisa al cuerpo. A partir del anunciado impuesto temporal por parte del Gobierno a los márgenes y ventas de los bancos y de las energéticas, se les han abierto las carnes a los parqués de España. A ellos mismos o a sus voceros, que durante décadas han venido sosteniendo que la presión fiscal ahuyenta a los capitales, disuade a los inversores y atrae al comunismo bolivariano. Como si ya entonces, en ese pasado idílico y sin ese IVA que va a seguir sin aplicárseles, no existieran Suiza, Andorra, las Islas del Canal o la falta de armonización fiscal en nuestro propio país. 

Los mismos que decían que subir el salario mínimo interprofesional iba a quebrar a las empresas y multiplicar el desempleo. Otrosí digo del ingreso mínimo vital, un máster en vagancia. Los que ahora se oponen a que las pensiones suban con arreglo al IPC o a que La Moncloa no luzca corbata porque hace feo en las reuniones del G-8.

Pobrecitos, por ejemplo, los cinco grandes bancos del país que tan solo han logrado en el primer semestre del año un beneficio total de 10.295 millones de euros. Lo mismo no tienen calderilla para pagar las tasas, para echarle un cable ahora a un Estado que antes supo ser generoso con las entidades financieras. Las mismas que, durante una de las épocas económicamente más terribles de nuestra historia, la que siguió al crack del 2008, se dedicaron a ser montes sin piedad, fábricas de desahucios, campeonas mundiales del embargo. Lo único que hicieron por el resto de la sociedad fue permitir que en sus cajeros durmieran los sin techo. 

Fue precisamente entonces, justo después de que España regalara 54.353 millones de euros como rescate a la banca, tras la crisis de Lehman Brothers, cuando las entidades financieras no solo no devolvieron nunca la mayor parte de esa tajada, sino que se dedicaron a cerrar sucursales –9.700 oficinas desde 2016– o a despedir empleados –82.000 en una década—. Por no hablar de la conversión de sus clientes en analfabetos digitales, en su mayoría dulces ancianitos, que tendrán que cursar un módulo de ingeniería para poder sacar dinero de la cartilla cuando las ventanillas estén cerradas para tan complejo trámite. El músculo financiero debe ser una rara operación matemática, que implica que se adelgacen sus plantillas para lucir palmito, bíceps y tableta de chocolate en el Ibex. Ya se anuncia un reportaje, en papel cuché y en exclusiva, de la boda entre los tipos de interés y las primas de riesgo.  

Por no hablar de las energéticas, que no son el primo de Zumosol ni el Red Bull de nuestra sociedad, sino las que están multiplicando sus ingresos a golpe de facturas de la luz y del gas, como eucaliptos que dejaran secos al resto de los árboles patrios. Son las que tienen la custodia compartida de la inflación, la montaña rusa de nuestro poder adquisitivo, los cortes en el suministro de los barrios pobres, que ahora denuncian las asociaciones pro derechos humanos. Luz más luz, dijo Goethe. Pero tendría que haber añadido: “No a este precio”. Entre las comisiones de la banca y el chantaje de las bombillas, Robin Hood se ha convertido al neoliberalismo salvaje y roba a los pobres para darle el botín a los ricos. No le llaméis capitalismo a lo que solo es mangancia, idiotas.  

El nuevo impuesto que ha anunciado el Gobierno y que hace sonar a porfía la campana de los supercicutas solo se aplicará durante 2023 y 2024, a aquellas empresas que ganen una morterada por encima de 1000 millones de euros anuales. Un 2 por ciento tan solo, no hablamos del IVA, ni siquiera de beneficios, sino que tan solo gravará los intereses, comisiones y márgenes del negocio, esa letra pequeña que casi nadie lee hasta que repercute en nuestra cuenta corriente. El misterio estribará en si les terminará interesando afrontar las sanciones y repercutir dichas tasas en los precios finales que soporta la ciudadanía. A fin de cuentas, recordadlo, Tío Gilito siempre buscaba la forma de engañar al Pato Donald.

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