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¿Inseguridad Jurídica o Seguridad Humana? El derecho a ser unx mismx
Cuando le dimos la bienvenida a la nueva ley trans, lo quisimos hacer aportando un análisis sosegado de los distintos intereses en juego que se hiciera eco de los temores que en nuestro entorno, así como en otros, está suscitando el debate en torno al principio de autodeterminación de género. Hemos seguido insistiendo en aras de tender puentes en la lógica de la proporcionalidad que, en todo caso, obliga a que la restricción de derechos se fundamente siempre y solo en la persecución de intereses legítimos a través de las medidas menos onerosas posibles para el derecho que quedaría limitado. En los últimos debates que ha suscitado el texto que debiera conducir al proyecto de ley para la igualdad de las personas trans se afirma, sin embargo, una objeción de perfiles más ambiguos. Emerge de entre las tinieblas el fantasma de la inseguridad jurídica que, de acuerdo con alguno de los sectores críticos al texto, provocaría la autodeterminación, entendida como principio que permite que el único criterio, a la hora de decidir el cambio de 'sexo' registral con respecto al heterónomamente asignado al nacer, sea el de la identidad sentida por las personas, sin que sea por tanto necesario aportar evidencia médica, física o comportamental de tipo alguno. Lo cierto es que, desafortunadamente, el temor se apunta sin que se aporten argumentos lo suficientemente claros que permitan a la ciudadanía entender la envergadura del riesgo. La falta de precisión tampoco permite valorar la posibilidad de atender a lo que tal vez fueran preocupaciones legítimas con medios que no sacrifiquen ese derecho a la identidad de género que los organismos de derechos humanos ya han reconocido, o que lo limiten lo menos posible.
Teóricamente, el principio de seguridad jurídica atendería a la necesidad de asegurar claridad, comprensibilidad y certeza en el tráfico jurídico. La seguridad jurídica es contraria a las imprecisiones o ambigüedades de tal calado que impidan un cabal entendimiento del entramado de derechos y obligaciones que se pueden derivar de nuestra conducta. Todo ello, claro está, sin perjuicio de que ningún ordenamiento jurídico pueda jamás prever la infinita riqueza de la casuística, razón por la que todos inevitablemente acaban recurriendo a conceptos jurídicos indeterminados que solo dicha casuística y los operadores jurídicos llamados a interpretar tales conceptos pueden ir concretando. La “suficiente madurez” a la que aludía el TC en su sentencia 99/2019 (otorgando a los menores de edad el derecho al cambio de sexo registral bajo la legislación actual), o la “capacidad suficiente” a la que se refiere el actual anteproyecto a los mismos efectos, lo son, como también lo fue en su día el criterio del “buen padre de familia” o lo sigue siendo el del “interés superior del menor”.
El problema surge cuando nos preguntamos por cómo en concreto se ve comprometida la seguridad jurídica con el derecho a la autodefinición de género y al cambio registral del sexo. Y es que, en realidad, como ya han afirmado otras voces de juristas, este conflicto parece mas hipotético que real. A fin de cuentas, el texto de la ley en ciernes prevé, de forma clara, que la rectificación registral permita a la persona ejercer todos los derechos inherentes a su nueva condición; que no se altere la titularidad de los derechos y obligaciones jurídicas que pudieran corresponder a la persona con anterioridad a la inscripción del cambio registral; que se conservará el mismo número de DNI, de forma que quede garantizada la identificación de la persona y que el Registro Civil se encargará de noticiar de oficio el cambio de sexo y, en su caso, de nombre producido a las autoridades y organismos que reglamentariamente se determine.
No alcanzamos a entender de qué forma estaríamos ante el triunfo del “mero deseo”. La expresión parece sugerir que la autodefinición de la identidad de género la relegaría a una opción más que pueda escoger la persona de forma frívola
Tampoco nos aportan pistas relevantes las experiencias de nuestro entorno jurídico, aunque, dicho sea de paso, hubiera sido interesante que la crítica hiciera referencia a la casuística y envergadura real de los problemas que la autodeterminación está presentando en aquellos países que ya la han adoptado, más allá de lo anecdótico. Ciertamente, nos consta, el principio de seguridad jurídica ha sido usado en algunos ordenamientos, como el italiano, para restringir el derecho a la identidad de género, pero lo ha hecho fundamentalmente para preservar la naturaleza heterosexual del matrimonio. Y aunque no sea en sentido estricto necesario (el que se exija que un matrimonio esté conformado por personas de distinto sexo no prejuzga la definición, a efectos legales, de lo que se deba entender por el “sexo” de la persona), según la Corte de Casación italiana, la autodeterminación de género crearía ambigüedades de género al introducir formas familiares no reconocidas en el derecho italiano. En todo caso, puesto que en España la aceptación del matrimonio igualitario supuso el afortunado abandono de este rasgo de la matriz heterosexual del derecho, no debíamos ni siquiera plantearnos la posibilidad de semejante obstáculo.
Por ello nos inclinamos por pensar que la alusión a la seguridad jurídica está en realidad relacionada con un temor más radical acerca de la subjetividad jurídica. A ello nos conduce quienes, al criticar el proyecto de ley, se refieren a un dogma de la voluntad o a un triunfo del “mero deseo” que, ajeno a cualquier substrato material relacionado con categoría ‘sexo’ generaría la denunciada inseguridad jurídica en un ordenamiento y un aparato administrativo, como los nuestros que, para el logro de distinto objetivos, siguen aludiendo al 'sexo' de sus ciudadanxs. Y sin embargo tampoco alcanzamos a entender de qué forma estaríamos ante el triunfo del “mero deseo”. La expresión parece sugerir que la autodefinición de la identidad de género -de acuerdo con el principio de autodeterminación -, la relegaría a una opción más que pueda escoger la persona caprichosamente, de forma más o menos frívola (cuando no netamente fraudulenta) en una sociedad mercantilista. Esa misma sociedad que, en el altar de la libertad de elección, sacrifica los cuerpos y funciones sexuales y reproductivas sobre todo de las mujeres, ignorando los severos condicionamientos estructurales que limitan el abanico y el significado de opciones elegibles.
Cuesta trabajo creer que la condición trans sea la expresión de un capricho. Los índices de discriminación laboral, sanitario y educativo; de agresiones físicas y sexuales y las tasas de suicidios de las personas trans nos hablan de otra realidad
Sin embargo, como afirman, entre otrxs, lxs representantes de la Federación Estatal de Lesbianas, Gais, Trans y Bisexuales (FELGTB), ser trans no se elige. En realidad cuesta trabajo creer, ante las estadísticas que arrojan estudios como el que en 2020 publicara la Agencia de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, que la condición trans sea la expresión de un capricho. Los índices de discriminación en el ámbito laboral, sanitario y educativo; los de agresiones físicas y sexuales y las tasas de suicidios e intentos de suicidio de las personas trans nos hablan de otra realidad. Nos hablan de la realidad de una identidad profundamente vivida -que probablemente descansa en cierto sustrato biológico- y que más allá de eso y en todo caso lo es hasta tal punto que ni la discriminación, marginalización y violencia que las personas trans experimentan a resultas del cocktail de patriarcado, machismo y transfobia logran reprimir. Puestos a hacer shopping o incluso trampas ¿de verdad no hay nada menos oneroso que “elegir” ser trans?
En otras palabras, frente a los oscuros contornos de la amenaza de la inseguridad jurídica que para las personas cis conllevaría la autodeterminación de sexo legal, hay contornos muy claros de lo que en términos de seguridad humana comporta seguir negando este derecho a las personas trans. Y es que lejos de agotarse en el ámbito de la autonomía y libertad de elección -conceptos tan esenciales como desafortunadamente distorsionados por la lógica mercantilista de los tiempos-, la autodeterminación de género no encuentra su único fundamento en el principio de libertad sino que es una exigencia del principio de igualdad. Nos lo recuerda el Tribunal de Justicia de la UE en su jurisprudencia. Pensémoslo solo un momento. La mayor parte de la ciudadanía ya goza de ese derecho al reconocimiento legal de su identidad de género pues las personas cis, de hecho, tienen una identidad legal que ya corresponde a su identidad de genero. Esa congruencia que no vivimos como privilegio quienes nunca tuvimos la necesidad de cambiar el marcador de género que se nos asignó al nacer, es a la que aspiran las personas trans. ¿Cómo podemos, sin vulnerar el principio de igualdad y no discriminación del artículo 14 de nuestra Constitución negarles lo que el resto tiene “by default”, “no questions asked” cuando lo que está en juego es, ni más ni menos, que su seguridad humana?
Cuando le dimos la bienvenida a la nueva ley trans, lo quisimos hacer aportando un análisis sosegado de los distintos intereses en juego que se hiciera eco de los temores que en nuestro entorno, así como en otros, está suscitando el debate en torno al principio de autodeterminación de género. Hemos seguido insistiendo en aras de tender puentes en la lógica de la proporcionalidad que, en todo caso, obliga a que la restricción de derechos se fundamente siempre y solo en la persecución de intereses legítimos a través de las medidas menos onerosas posibles para el derecho que quedaría limitado. En los últimos debates que ha suscitado el texto que debiera conducir al proyecto de ley para la igualdad de las personas trans se afirma, sin embargo, una objeción de perfiles más ambiguos. Emerge de entre las tinieblas el fantasma de la inseguridad jurídica que, de acuerdo con alguno de los sectores críticos al texto, provocaría la autodeterminación, entendida como principio que permite que el único criterio, a la hora de decidir el cambio de 'sexo' registral con respecto al heterónomamente asignado al nacer, sea el de la identidad sentida por las personas, sin que sea por tanto necesario aportar evidencia médica, física o comportamental de tipo alguno. Lo cierto es que, desafortunadamente, el temor se apunta sin que se aporten argumentos lo suficientemente claros que permitan a la ciudadanía entender la envergadura del riesgo. La falta de precisión tampoco permite valorar la posibilidad de atender a lo que tal vez fueran preocupaciones legítimas con medios que no sacrifiquen ese derecho a la identidad de género que los organismos de derechos humanos ya han reconocido, o que lo limiten lo menos posible.
Teóricamente, el principio de seguridad jurídica atendería a la necesidad de asegurar claridad, comprensibilidad y certeza en el tráfico jurídico. La seguridad jurídica es contraria a las imprecisiones o ambigüedades de tal calado que impidan un cabal entendimiento del entramado de derechos y obligaciones que se pueden derivar de nuestra conducta. Todo ello, claro está, sin perjuicio de que ningún ordenamiento jurídico pueda jamás prever la infinita riqueza de la casuística, razón por la que todos inevitablemente acaban recurriendo a conceptos jurídicos indeterminados que solo dicha casuística y los operadores jurídicos llamados a interpretar tales conceptos pueden ir concretando. La “suficiente madurez” a la que aludía el TC en su sentencia 99/2019 (otorgando a los menores de edad el derecho al cambio de sexo registral bajo la legislación actual), o la “capacidad suficiente” a la que se refiere el actual anteproyecto a los mismos efectos, lo son, como también lo fue en su día el criterio del “buen padre de familia” o lo sigue siendo el del “interés superior del menor”.