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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Juan Diego, caballero de honor y de Bormujos

28 de abril de 2022 21:21 h

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Exageradamente bueno. Porque también le llegaba la exageración a la bondad, a la generosidad desmedida y casi estrafalaria. Desorbitado Juan Diego, el actor al que nunca le hizo falta el apellido, el sevillano de Bormujos que era feliz con los suyos y que cuando fue nombrado hijo adoptivo de Sevilla - la capital- me respondió así a un mensaje: “Si me viera mi madre, Coralito, si me viera Candelaria”. Capaz de convertirse en todos los personajes, obraba también el prodigio de nombrar el mundo, nos ponía nombres, como si un dios hacendoso hubiera prolongado la semana laboral para seguir creando el mundo.

A estas alturas, con media España lamentando su pérdida, habremos vuelto a recordar ese primer papel, fuera de escena, que le hizo famoso: la huelga de actores de 1975, que él abanderó cuando aún la dictadura mataba y, sobre todo, mataban sus paramilitares y criminales adeptos. Exigir derechos era tan natural para este hombre que siempre se supo un trabajador del oficio, como ese inmenso respeto que tenía a su profesión y a sus compañeros. Extraordinaria lealtad a los de los  principios -nunca dejó de llamar, de interesarse por sus amigos de la escuela sevillana- y a los recién llegados. Que le pregunten a Paco Tous que tembló cuando le dijeron que compartiría serie de televisión con “ese monstruo”- Los hombres de Paco- y hoy llora, huérfano de amigo, casi de padre.

Le temían porque no se callaba. Le temían porque era piadoso y, si inquebrantable en sus convicciones, respetuoso con las ajenas. Un capitán Trueno que no era sectario

Su militancia comunista temprana -en tiempo de balas y cárcel- cesó en los ochenta, pero nunca su espíritu crítico y aún menos (que tiemblen todas las castas) su orgullo de clase. Se pavoneaba de su origen de humilde niño de pueblo, de emigrante cargado de sueños a un Madrid que le hizo feliz porque le hizo ser exactamente el actor enamorado que fue cada minuto de su vida. Bordó a Franco -su amigo Echanove y él casi en tablas encarnando ambos al dictador en Dragon rapide y Gilda- pero aún más si cabe a ese señorito cruel y caprichoso de Los Santos inocentes, seguramente el ser más antagónico a sí mismo y uno de esos papeles inolvidables que le han hecho grande entre los grandes. El eco de sus personajes le acompañaba, aunque hubiera acabado el rodaje o la función: “a ver cuándo dejo ya al puñetero enano”, dijo de su particular versión de Franco.

Asiduo en los medios, atento siempre ya fuera reclamado por el diario más famoso o la radio más humilde, nunca se mordió la lengua ni calibró el posible alcance de sus palabras o adhesiones. Le temían porque no se callaba. Le temían porque era piadoso y, si inquebrantable en sus convicciones, respetuoso con las ajenas. Un capitán Trueno que no era sectario.

Amaba el teatro, aunque el cine le diera Goyas y la televisión mucha fama, porque amaba la artesanía exacta de los escenarios, las tramoyas, las manos erigiendo paraísos, las voces y los cuerpos a pelo frente al público. A Sevilla se vino, todo un mes, a estrenar un Calderón de la Barca con sus amigos de Repertorio (fusión entre los míticos Esperpento y Mediodía) con Juan Carlos Sánchez, con Paco Aguilera, con Perico Álvarez Ossorio. Cuando hace un año murió, de repente, Chus Cantero, teatrero y amigo, me escribió un mensaje: “Estoy chungo, Coralito, no puedo ir pero manda abrazos”. En su último wasap se interesaba por un homenaje a Caballero Bonald, “mi amigo Pepe”.

Le encantaba que la chavalería – ignorante de sus históricos y memorables éxitos, le parara por la calle para imitar su grito de guerra, como atrabiliario comisario de la serie con Tous y Nieto: “No me toques los cojones”. Se retorcía de risa, carcajadas de Pantagruel, y, si se ponía íntimo y tierno, te hablaba de Adán y de Diego, sus muy crecidos retoños, el benjamín hace 20 años: “ya ves, me tocaba ser abuelo y ando felicísimo cambiando pañales cuando Clara (Sanchís) está de gira”. Podía aparentar un enojo infinito en una discusión - como Yahvé un día de resaca- para luego cascarte un abrazo si habías discrepado, e invitar a otra ronda.

Hoy Juan Echanove lloraba en la radio cuando hablaba de su amigo. Precisamente hace un año me dijo en una entrevista lo que ha vuelto a decir hoy, que su escuela es la de Juan Diego, su maestro, “el tipo más decente de este país”.

Bravucón, justiciero, parlanchín, era el más riguroso de los profesionales. "Sólo quien cumple puede exigir", decía. Él podía

Sé que es cansinamente habitual que cuando se escribe un obituario el autor se cuele de polizonte en la semblanza del fallecido (Yo y el muerto, podrían titularse algunos)  pero, segura de que otros más íntimos y más cualificados ya han hablado de sus muchas grandezas, me permito traerlo a mi terreno. En 2011 publiqué mi primer libro de cuentos, relatos con personajes reales, que se abrían con Echanove y cerraban con él. Juan, Juanito, no pudo venir a la presentación, pero cuando invité a Echanove, al que entonces conocía un poco menos, enseguida me dijo que sí, convencido de se trataba de hechos ciertos y no ficción por ser, según él, tan exacto el relato de su amigo Juan Diego. Coralito y Juan Diego en Bormujos se llama el relato y ahí aparece como el caballero valiente, defensor de los débiles (con mayor afición si son damas) ante pendencieros y canallas. Ni Don Pelayo le igualaba en sentido del honor. Ni las Cuatro Internacionales en su convicción de que los parias del mundo debían mandar en la tierra. Ni todos los envites de la salud quebrada, los disgustos ni los desamores le quitaron un ápice de pasión, siempre se enamoraba como la vez primera, nunca un antiguo amor dejó de serlo. Trueno de voz y corazón tierno. “Coralito, si alguien me dice que soy entrañable le parto la cara”. Bravucón, justiciero, parlanchín, era el más riguroso de los profesionales. “Sólo quien cumple puede exigir”, decía. Él podía.

Las causas, todas las causas, hoy pierden un defensor que nada pidió nunca a cambio. Malandrines, se le habrá oído decir mientras se iba y perdía la ocasión para pronunciarse (pertinaz abajofirmante) a favor de la salud, de la educación, de las libertades y los derechos. Sevillano de pueblo, presumía de pertenecer a una tierra sabia, Andalucía, que tantas veces humillada, nunca había perdido la dignidad. Orgulloso caballero de la muy noble estirpe de los Nadie, que se hizo y nos hizo tan grandes.

Exageradamente bueno. Porque también le llegaba la exageración a la bondad, a la generosidad desmedida y casi estrafalaria. Desorbitado Juan Diego, el actor al que nunca le hizo falta el apellido, el sevillano de Bormujos que era feliz con los suyos y que cuando fue nombrado hijo adoptivo de Sevilla - la capital- me respondió así a un mensaje: “Si me viera mi madre, Coralito, si me viera Candelaria”. Capaz de convertirse en todos los personajes, obraba también el prodigio de nombrar el mundo, nos ponía nombres, como si un dios hacendoso hubiera prolongado la semana laboral para seguir creando el mundo.

A estas alturas, con media España lamentando su pérdida, habremos vuelto a recordar ese primer papel, fuera de escena, que le hizo famoso: la huelga de actores de 1975, que él abanderó cuando aún la dictadura mataba y, sobre todo, mataban sus paramilitares y criminales adeptos. Exigir derechos era tan natural para este hombre que siempre se supo un trabajador del oficio, como ese inmenso respeto que tenía a su profesión y a sus compañeros. Extraordinaria lealtad a los de los  principios -nunca dejó de llamar, de interesarse por sus amigos de la escuela sevillana- y a los recién llegados. Que le pregunten a Paco Tous que tembló cuando le dijeron que compartiría serie de televisión con “ese monstruo”- Los hombres de Paco- y hoy llora, huérfano de amigo, casi de padre.