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Contra la ley Celaá. Como siempre
Los profetas ya están en condiciones óptimas de decirnos cómo vamos a acabar con la Ley Celaá, aunque no están dispuestos ni en condiciones de decirnos cómo estamos con la Ley Wert. No les ha dado tiempo, cosas de una profesión tan difícil como socorrida y bien retribuida.
Como es habitual en unos tiempos en donde se sobrevaloran los consensos y minusvaloran las mayorías democráticas, la derecha organizada del Estado ya ha empezado a deslegitimar la mayoría parlamentaria que ha aprobado la nueva ley de educación. Una actitud muy trumpista, último perfil de la derecha mesetaria. Dicen que no ha habido consenso, que la mayoría reforzada que exige toda ley orgánica, por reserva de ley, no es suficiente pero sí lo fue la mayoría absoluta mariana –cinco votos más que ahora–, la que aprobó las cosas de Wert, luego huido con su lira sin contemplar el incendio de su obra. Dejó atrás hasta una huelga general de la comunidad educativa y el compromiso político de la oposición parlamentaria de reformar dicha ley en el momento en que hubiera una mayoría para hacerlo. Es lo que ha ocurrido.
La aprobación, por un partido, solo y en soledad, de una ley que entonces no tuvo ningún consenso, parece más apropiada para la derecha eterna que otra ley, aprobada por mayoría absoluta y con siete partidos a favor, algunos absteniéndose y la carcunda de derechas en contra, como siempre que hubo ocasión para un acontecimiento semejante.
La oposición se ha exhibido también en la calle, tienen todo el derecho. La oposición escrita y argumentaria sobre las maldades sin verificar de la ley se mezclan con el dato estremecedor de que las cosas de Cantora han superado a cualquier otro interés patrio televisado o no. Quizá eso tenga que ver con el fracaso educacional del Estado, sin hacer distinciones entre que la ley fuera de uno o del otro, pero quizá ahí esté el intríngulis de toda ley, en que la gente prefiera Cantora a un análisis sosegado de lo que dice la ley y no sobre lo que dicen los de siempre que dice la ley. Pero es imposible luchar contra el pantonismo ilustrado, televisado, motorizado y abanderado del Estado.
Que no hay consenso, nunca lo hubo. ¿O sí? La derecha levantisca y callejera ha olvidado quizá la espantá in extremis de Dolores de Cospedal cuando, por fin, había un mediano criterio para llegar a un Pacto sobre la Educación, a propuesta del ministro Gabilondo. Pero ni por esas, el PP no estaba dispuesto a un consenso como el que ahora reclama. Cosas del escorpión.
Y esto viene de largo, aún vive el cardenal Cisneros en las mentes de la carcunda española mesetaria: religión y lengua, únicas, por supuesto. A ello se une, en estos tiempos, el negocio de la educación, en términos de escuela privada o concertada, pagada por todos mientras que la pública, un pacto y compromiso constitucional, se queda siempre en la precariedad de cualquier avatar crítico, económico, ideológico o pandémico.
Insisto, no es solo de ahora. Lo mejor de la II República fue su apuesta y compromiso con la educación. Pero hasta ahí podríamos llegar. ¿Una educación pública, gratuita, laica, mixta, unificada y respetuosa con las lenguas maternas? Fue el gran proyecto republicano, 27.000 escuelas, maestros, muchas maestras. Con la Iglesia y la carcunda en contra como ahora. Llegada la derecha al poder, en 1933, comenzó la etapa “rectificadora”, desmontando los avances educativos de la República. Después, ya se sabe, golpe de Estado y todo al garete; lo supieron de verdad las maestras y maestros, represaliados y masacrados por el franquismo y el falangismo, a chivatazo limpio de curas y caciques. Los maestros y maestras enemigos públicos de su España.
Ninguna ley, empero, por muy orgánica que sea, puede superar el mandato de la Constitución ni la jurisprudencia insistente del TC. Otra cosa es que la interpretación de la Constitución se pretenda apropiar, desde la óptica del cardenal Cisneros, antes citado, y desde el interés económico de la derecha que ve en la educación un negocio, en la privada, las concertadas, un privilegio para ellos; y la Iglesia, que pretende no solo ganar dinero sino que el Estado financie su proselitismo y adoctrinamiento aunque con ello se desmerezca el derecho constitucional de todos a una educación pública y, al menos, aconfesional.
Religión, lengua, negocio, clasismo, privilegios. Poco ha progresado la España mesetaria desde Cisneros. Ni siquiera el cardenal Cañizares, émulo del inquisidor y primado de España –al que no llega a los talones como hombre de Estado–, ha podido disimular su enfado ante una ley que, en todo caso y mejorable, es un progreso. Pero al menos, Cañizares no tiene cañones.
Los profetas ya están en condiciones óptimas de decirnos cómo vamos a acabar con la Ley Celaá, aunque no están dispuestos ni en condiciones de decirnos cómo estamos con la Ley Wert. No les ha dado tiempo, cosas de una profesión tan difícil como socorrida y bien retribuida.
Como es habitual en unos tiempos en donde se sobrevaloran los consensos y minusvaloran las mayorías democráticas, la derecha organizada del Estado ya ha empezado a deslegitimar la mayoría parlamentaria que ha aprobado la nueva ley de educación. Una actitud muy trumpista, último perfil de la derecha mesetaria. Dicen que no ha habido consenso, que la mayoría reforzada que exige toda ley orgánica, por reserva de ley, no es suficiente pero sí lo fue la mayoría absoluta mariana –cinco votos más que ahora–, la que aprobó las cosas de Wert, luego huido con su lira sin contemplar el incendio de su obra. Dejó atrás hasta una huelga general de la comunidad educativa y el compromiso político de la oposición parlamentaria de reformar dicha ley en el momento en que hubiera una mayoría para hacerlo. Es lo que ha ocurrido.