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OPINIÓN | 'Hablando de federalismos, soberanías e interdependencias', J. Subirats

La ley y la trampa

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Antes de que encarcelaran a los raperos o exiliasen a los yotubers, cuando Albert Boadella tenía que picar billetes por La Torna y en los cines prohibían “El Imperio de los Sentidos”, cuando la democracia estrenaba su propia censura, el legendario Chicho Sánchez Ferlosio tuvo problemas frecuentes con Eduardo Manostijeras, lo que probablemente le llevaría a ingeniar su canción “La Ley”, que no gustó nada entre togas y puñetas: “¿Quién quitara eso/que acosa al súbdito y derriba al rey?/¿Quién quitara eso/Que no me deja ignorar la ley?/Señor juez no le quiero faltar/pero a mí ya no hay rito ni símbolo/que me haga creer/que la ley es la ley./La ley, la ley/y mira lo que dice el juez./La ley, la ley/y da con el martillo el juez./La ley, la ley/y mueve la peluca el juez/La ley, la ley/Ley, la ley, la ley”.

Cuarenta y cinco años después, los jueces siguen moviendo su ajada peluca y seguimos sin creer que la ley es la ley, porque no la sentimos así. No todo en democracia es democrático, eso se sabe. Por ejemplo, el ejército: aunque defienda las libertades públicas hasta que se canse de hacerlo, ni sus órdenes ni su graduación se establecen por sufragio universal o por vía asamblearia. Sin embargo, nada impide que la justicia lo sea, aunque sus jueces no: largas oposiciones, extracción pudiente en gran parte, ideología conservadora, etcétera.

El debate sobre el Consejo General del Poder Judicial demuestra a las claras como las ruedas de la democracia están llenas de palitos que le impiden rodar adecuadamente y un sector de la opinión pública parece preferir que sean ellos quienes se nombren a sí mismos, antes que seguir pasando parcialmente por el filtro de las Cortes Generales. Por no hablar de la Audiencia Nacional, heredera del Tribunal de Orden Público y, para muchos, una anomalía democrática.

Las recientes sentencias del Tribunal Constitucional sobre los ERE pone, de momento, a las claras, cómo el poder judicial arrambla con el legislativo

Las recientes sentencias del Tribunal Constitucional sobre los ERE –que ahora los jueces quieren que pase por la foto finish de la Unión Europea-- pone, de momento, a las claras, cómo el poder judicial arrambla con el legislativo. La presencia de un juez en La Moncloa para deducir testimonio del presidente del Gobierno en calidad de marido supone un duelo a primera sangre entre dicho poder y el ejecutivo.

Ahora, hay jueces que se niegan a aplicar la ley de amnistía o a aplicarla tal y como ha salido de su horno del Parlamento: cualquier otro juez, si realmente hubiese asistido a todas las clases de Derecho, debería estar abriéndoles diligencias previas por prevaricación. En cualquier caso, Montesquieu debe estar camino de la UCI en este país y no sólo en Estados Unidos o en Venezuela.

Por no hablar del largo brazo de la ley: los Mossos d'Esquadra, a quienes se escapó Wally Puigdemont, se escudan ahora en que sus denuncias por la Ley Mordaza no termina de ejecutarlas Interior, mientras que los socios del Gobierno se preguntan por qué este no deroga simplemente esa ley autoritaria a casi todos los efectos. El Sindicato Unificado de Policía pretende que una organización parafascista, Desokupa, forme a sus agentes: deben estar dándose pellizcos para despertar de tamaña pesadilla los pioneros del SUP, aquellos que se enfrentaron a riesgo de su libertad y de su placa a la estructura militar de la policía posfranquista hasta que lograron que les civilizaran.

Tampoco el Gobierno tiene por qué ser inocente pero en un Estado de Derecho debería demostrarse primero que es culpable. Probablemente no exista lawfare, pero seguro que hay un sinónimo español para identificar lo que está ocurriendo: progresistas y reaccionarios se intercambian acusaciones de golpe de estado judicial e incluso se habla de ello en los mentideros mediáticos del extranjero.

No sabemos por qué es presuntamente punible el trasiego de mascarillas del caso Koldo y no el del hermano de Isabel Díaz Ayuso, cuyo nombre ya incluso hemos olvidado

Los que asistimos a la refriega desde la puñetera calle, carecemos de elementos para otorgarles la razón a unos o a otros. No sabemos por qué es presuntamente punible el trasiego de mascarillas del caso Koldo y no el del hermano de Isabel Díaz Ayuso, cuyo nombre ya incluso hemos olvidado.

Creemos, en todo caso, que deben investigarse los posibles trapicheos de Begoña Gómez, que todos sabemos que no es Begoño como pretendía la caverna pero está casada en régimen de gananciales con el inquilino de La Moncloa. Pero también debe ponerse la lupa en los de Eva Cárdenas, que así se llama la discreta –hasta hace dos meses-- mujer de Alberto Núñez Pasado, pero a la que ahora acusan los pescadores gallegos de construir una vivienda ilegal. O los de su cuñada, o los de su prima. Que caiga todo el peso de la ley sobre hermanos, padres y espíritus santos. Pero que caiga con pruebas, no con recortes de prensa y delaciones de tirar la piedra y esconder la mano.

El común de los mortales aprendió leyes en el refranero como la vieja maldición de “tengas pleitos y los ganes”, muy anterior a la política de tasas judiciales de Alberto Ruiz Gallardón que felizmente quedó anulada por el Constitucional en el caso de las personas físicas. También aprendimos a leer su letra pequeña en el cine: “El juez de la horca”, por ejemplo, “Doce hombres sin piedad” --que ahora se titula “Doce sin piedad” lo mismo que la corrección política ha retitulado “Diez negritos” por “Y no quedó ninguno”--. Pero seguimos sabiendo que los robagallinas lo tienen más crudo en el banquillo con uno de esos meritorios pero explotados abogados de oficio que un narco o un delincuente de cuello blanco que puedan correr con los gastos de dos promociones de litigantes de Harvard de una sola tacada.

La justicia española investiga si es terrorismo un infarto en el aeropuerto del Prat, pero ha dado carpetazo a los que la palmaron en la playa de Ceuta junto al Tarajal o a la vera de la valla de Melilla

La justicia española investiga si es terrorismo un infarto en el aeropuerto del Prat, pero ha dado carpetazo a los que la palmaron en la playa de Ceuta junto al Tarajal o a la vera de la valla de Melilla. Persigue a los líderes de Podemos hasta archivar la causa cuando ya está políticamente amortizada, pero se distrae a la hora de examinar las muertes bajo custodia policial o penitenciaria, sin cámaras que vigilen ni comisario Villarejo que grabe.

Así las cosas, sigo escuchando aquella vieja canción de Chicho Sánchez Ferlosio: “La ley, la ley,/agarra la balanza juez./La ley, la ley,/remángate la toga juez./La ley, la ley/y sácate la venda juez”.

Malicio que debiéramos ser los fuera de la ley quienes tendríamos que quitarnos la venda y exigir que la justicia se la ponga. Que sea ciega y no bizca. Democrática y no al servicio de aquellos que hacen las trampas y no la ley. Para evitar que nos volvamos anti-sistema, lo más legal sería que los jueces fueran legales.

Antes de que encarcelaran a los raperos o exiliasen a los yotubers, cuando Albert Boadella tenía que picar billetes por La Torna y en los cines prohibían “El Imperio de los Sentidos”, cuando la democracia estrenaba su propia censura, el legendario Chicho Sánchez Ferlosio tuvo problemas frecuentes con Eduardo Manostijeras, lo que probablemente le llevaría a ingeniar su canción “La Ley”, que no gustó nada entre togas y puñetas: “¿Quién quitara eso/que acosa al súbdito y derriba al rey?/¿Quién quitara eso/Que no me deja ignorar la ley?/Señor juez no le quiero faltar/pero a mí ya no hay rito ni símbolo/que me haga creer/que la ley es la ley./La ley, la ley/y mira lo que dice el juez./La ley, la ley/y da con el martillo el juez./La ley, la ley/y mueve la peluca el juez/La ley, la ley/Ley, la ley, la ley”.

Cuarenta y cinco años después, los jueces siguen moviendo su ajada peluca y seguimos sin creer que la ley es la ley, porque no la sentimos así. No todo en democracia es democrático, eso se sabe. Por ejemplo, el ejército: aunque defienda las libertades públicas hasta que se canse de hacerlo, ni sus órdenes ni su graduación se establecen por sufragio universal o por vía asamblearia. Sin embargo, nada impide que la justicia lo sea, aunque sus jueces no: largas oposiciones, extracción pudiente en gran parte, ideología conservadora, etcétera.