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La locomotora de Vox
Lo ha vuelto a hacer. Durante los fastos del 28-F, Juan Manuel Moreno Bonilla ha achicado una vez más el alma cafre de Vox, lo ha enmarcado sin titubeos en el bloque constitucional, ha encerrado en una confusa nebulosa las amenazas cristalinas de ruptura y ha quitado hierro a todos y cada uno de sus desatinos programáticos. Igual que esas madres que en Nochebuena se afanan por disculpar y reducir a simples bravatas (de fondo noble) los embates iracundos del hijo al que se le suele subir el vino y se empeña en reventar la cena. Hace dos años, al negociar la carambola que le llevó a la Junta --pese a batir la peor marca del PP de la autonomía--, el presidente trató de cubrir con una pátina de sensatez a sus aliados, hasta el punto casi cómico de pasarse la campaña de las generales que vinieron después maquillando las baladronadas ultras para que Vox pareciera un partido cabal y razonable. Como cualquier otro.
A estas alturas del mandato, con los presupuestos aprobados y despejado el riesgo de que la legislatura se desplome, Moreno Bonilla no tiene necesidad de enmascarar las ideas de sus socios que abrasan la convivencia. Es más, es tan gratuito como peligroso. La estabilidad de los gobiernos depende más de la ausencia de una alternativa organizada capaz de relevarlos que de su solidez. Le pasa a Pedro Sánchez en la Moncloa y también a él en San Telmo, donde los materiales que azarosamente le situaron allí acusan una evidente fatiga, con Ciudadanos derrumbándose ante nuestros ojos. La garantía de que llegue a rozar los cuatro años preceptivos reside en el desbarajuste de la oposición, con un PSOE enzarzado en venganzas suicidas, y el síndrome del Frente Popular de Judea de La Vida de Brian que, como una maldición bíblica, aqueja de manera crónica y sin remedio a todo lo que transita a su izquierda.
Con los presupuestos aprobados y sin el riesgo de que la legislatura se desplome, Moreno Bonilla no tiene necesidad de enmascarar las ideas de sus socios que abrasan la convivencia.
Tapar los dislates de Vox, endulzarlos, camuflarlos, o buscar recurrentemente el contrapunto de Pablo Iglesias como si fuera la unidad de medida para homologar las conductas cuestionadas, es echar leña a una locomotora que va a toda máquina y que ya quiere ser Gobierno. Lo dijo en los medios Macarena Olona, quien se perfila como futura candidata, tras un bullicioso mitin contra las autonomías que se celebró de forma simultánea a la entrega de medallas en el Maestranza, que si esto no es provocación y jactancia, yo ya no sé. El lance ha pasado inadvertido, como una chiquillada, pero es una carga de profundidad contra la Constitución misma porque, lejos de ser un planteamiento jacobino de cariz conceptual, lo que Vox puso en escena es la exaltación de una España radial desde Madrid, a la manera grande y libre, dispuesta a desecar el actual modelo territorial. Como ha preconizado siempre.
Desde el comienzo de la legislatura he venido observando con inquietud una corriente de opinión que tiende a restar importancia a las barrabasadas que predica Vox, que horadan el corazón del sistema. Bien porque los consideran cascarón de huevo y, en consecuencia, irrelevantes; bien porque piensan que aceptar lo regresivo es un coste político lógico y menor. Aunque muchas de sus exigencias, reflejadas en acuerdos por escrito, carecen de encaje estatutario o legal, los andaluces hemos presenciado la quiebra de los consensos sobre igualdad, violencia machista y memoria histórica. Hemos visto, por citar unos cuantos hitos, la obcecación maníaca de desmantelar la red de protección a la mujer, cómo al frente de las políticas públicas de sexualidad se colocaba a una antiabortista traída directamente del Obispado de Córdoba (una autoridad en la materia); llamar buscahuesos a quienes intentan sacar a sus familiares de la cunetas e, incluso, mandar a tomar por culo a la presidenta del Parlamento, con la inusitada mansedumbre de la aludida.
En todo esto hay mucho de cálculo y astucia, por supuesto, y eso es lo alarmante. El profesor de la Universidad de Georgia (EE UU) Cas Mudde sostiene en una entrevista a este diario que la extrema derecha ha conseguido determinar de qué hablamos y cómo hablamos de ello, al tiempo que alerta de las consecuencias fatales que acarrea que los partidos conservadores tradicionales se amolden a la agenda ultra. Como el huevo de la serpiente de la película de Ingmar Bergman, cuya cáscara deja traslucir lo que crece en su interior, en Andalucía se adivina un futuro poco halagüeño en avances y libertades si las encuestas más recientes aciertan y Vox se erige en apoyo preferente a un hipotético ejecutivo del PP. Lo de socios externos se les ha quedado pequeño y aspiran a gestionar. Y estas son palabras mayores.
Lo ha vuelto a hacer. Durante los fastos del 28-F, Juan Manuel Moreno Bonilla ha achicado una vez más el alma cafre de Vox, lo ha enmarcado sin titubeos en el bloque constitucional, ha encerrado en una confusa nebulosa las amenazas cristalinas de ruptura y ha quitado hierro a todos y cada uno de sus desatinos programáticos. Igual que esas madres que en Nochebuena se afanan por disculpar y reducir a simples bravatas (de fondo noble) los embates iracundos del hijo al que se le suele subir el vino y se empeña en reventar la cena. Hace dos años, al negociar la carambola que le llevó a la Junta --pese a batir la peor marca del PP de la autonomía--, el presidente trató de cubrir con una pátina de sensatez a sus aliados, hasta el punto casi cómico de pasarse la campaña de las generales que vinieron después maquillando las baladronadas ultras para que Vox pareciera un partido cabal y razonable. Como cualquier otro.
A estas alturas del mandato, con los presupuestos aprobados y despejado el riesgo de que la legislatura se desplome, Moreno Bonilla no tiene necesidad de enmascarar las ideas de sus socios que abrasan la convivencia. Es más, es tan gratuito como peligroso. La estabilidad de los gobiernos depende más de la ausencia de una alternativa organizada capaz de relevarlos que de su solidez. Le pasa a Pedro Sánchez en la Moncloa y también a él en San Telmo, donde los materiales que azarosamente le situaron allí acusan una evidente fatiga, con Ciudadanos derrumbándose ante nuestros ojos. La garantía de que llegue a rozar los cuatro años preceptivos reside en el desbarajuste de la oposición, con un PSOE enzarzado en venganzas suicidas, y el síndrome del Frente Popular de Judea de La Vida de Brian que, como una maldición bíblica, aqueja de manera crónica y sin remedio a todo lo que transita a su izquierda.