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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

Mateo 6:3

26 de junio de 2024 19:57 h

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Últimamente mi ánimo andurrea alicaído, arrastrándose por las calles con un cansancio crónico al que nunca le presto la atención debida porque –¿saben?– yo puedo con todo y hay que trabajar, escribir no sé qué cosa, entregar esta otra, ir al gimnasio equis veces a la semana –donde equis nunca es suficiente para tu hernia discal ni para tu escoliosis de nosécuantos grados–, caminar los 9.000 pasos diarios y a ser posible superarlos con creces, tener las uñas presentables, mantener las canas a raya, responder amablemente a los requerimientos en la oficina y en el hogar, hacer la compra, adecentar la casa, conversar con los niños, preocuparme por ellos si los veo tristes, no olvidar a las amigas, a los padres, sentirme mujer a ratos y engatusar mi libido, sentirme niña a ratos y engatusar mi homo ludens, cuidar a la pareja –ese bastión en estos tiempos– y por supuesto, mostrar algo de interés por el autocuidado, pero sin caer en una oda al ego, en ese yo-mi-me-conmigo que obedece a la tiranía del “Sé feliz”.

Y no cabe queja alguna porque, ¿saben?: Yo lo tengo todo.

Vivir tiene que ser algo más que el agotamiento provocado por ese nadar contra corriente, hasta que tu cuerpo muta en unos brazos caídos y sientes la liberación de tomar la firme decisión de rendirte

Hace unos días me asaltaban estos pensamientos en una clase de ciclo cuando la garganta se me cerró. Los síntomas, desgraciadamente, les resultarán familiares a muchos lectores: a mí me recordó a un diluvio hacia dentro. Un diluvio de esos de los que no puedes resguardarte porque te cala los órganos, los empapa y los rebosa hasta deformarlos. Tanto llueve, y durante tanto tiempo, que pierdes momentáneamente tus referencias y te acostumbras a llover por dentro y se te acelera el pulso, te sudan las palmas de las manos, esas manos temblorosas, y las náuseas y el dolor en el pecho no te dejan respirar ni subir a la superficie y piensas, de pronto, que esto tiene que ser morirse, pero tienes una lavadora tendida y en quince minutos tienes que recoger a tu hija del baile, se lo has prometido, así que no puedes morirte ahora, así sin más, no puedes, y menos aún en una clase de ciclo, por lo que abandonas la sesión ante la mirada estupefacta de la monitora y corres a recomponer tu disfraz y tu máscara en el baño del gimnasio.

Quieres creer que vivir tiene que ser algo más que capear la vida y sus tempestades: ahora una muerte, ahora una enfermedad, un año luchando contra Hacienda, otra enfermedad, ahora violencia vicaria y entonces ver a tus hijos sufrir, ahora esa amiga a la que quieres diagnosticada de cáncer. Vivir tiene que ser algo más que el agotamiento provocado por ese nadar contra corriente, hasta que tu cuerpo muta en unos brazos caídos y sientes la liberación de tomar la firme decisión de rendirte.

¿Cómo puede alguien que lo tiene todo sentirse así? 

Una se explota a sí misma y cree que se está realizando, le digo a mi médica de familia evocando a Byung-Chul Han y La Sociedad del Cansancio.

La doctora no me mira, anda a sus cosas, aunque sus cosas debiera ser yo ahora, o eso me digo, y me escucha con un tic nervioso en la pierna derecha que vapulea la pata de la mesa, supongo que porque dispone de dos minutos por paciente y puede ser que con mi disertación ya haya consumido los primeros treinta segundos. No la conozco. Es la primera vez que nos vemos. Mi médica se jubiló hace unos meses y se despidió de mí con un “no aguanto más esto”. Esto era la atención primaria en la sanidad pública. Desde entonces, intento eludir el periplo al centro de salud para los pequeños dolores del vivir, pero últimamente la noche que somos, que soy, no me deja hacer la vista gorda con las pequeñas miserias cotidianas.

–¿Qué le pasa?

Se lo cuento. Acelera el ritmo de la pierna. Me prescribe una analítica para etiquetar mi cansancio y unas pastillitas para la tristeza: Con esto seguro que se encuentra mejor.

Pero –le insisto– ¿no le ha pasado alguna vez que aunque el césped esté frondoso pese al seco verano, aunque el frigorífico esté lleno y el apartamento esté precioso y la declaración de Hacienda no le haya salido a pagar, aunque esa amiga del cole la haya invitado unos días a la playa y el niño esté sano y fuerte y haya sacado unas notas impresionantes en lo que usted sigue llamando selectividad, y a pesar de que su hija progrese adecuadamente –preciosa, sana, un regalo de criatura– y aunque su marido la quiera y usted tenga un sueldo digno –máxime cuando echa un vistazo a los salarios miserables del entorno– no le pasa que aunque aquella operación saliera de lujo y usted esté recuperada y apenas se le note el bocado en el pecho derecho, y aunque se haya librado de la radio y de la quimio, aunque todo eso ocurra y únicamente existan razones para estar feliz, para sentirse bien y agradecida, usted solo sienta piedras en la garganta? ¿No le ha pasado? 

Le pido a mi médica que por favor me derive al especialista. Por favor. Por favor. La doctora permanece en silencio hasta que argumenta que les han prohibido derivar a nadie a salud mental porque están colapsados

Le hablo de ese quiebro del ánimo sin mediar razón aparente, las ganas de llorar que no están en tus ojos, sino en el bazo, en el hígado, en el ventrículo izquierdo del corazón, detrás de las orejas, en la cicatriz del pecho derecho o en el grosor del endometrio que ahora tiene que ser biopsiado con aquella palabra impronunciable asomando de nuevo. Esas ganas de llorar que son cicatrices.

Hace poco quedé con una amiga a la que hacía años que no veía y me confesó que unos meses atrás intentó quitarse la vida. Me entristeció ver en su mirada más vergüenza y humillación que desconsuelo. Su último pensamiento, antes de saltar, fue que la vida cansa. Y que la vida duele. Y que su vida no era suya desde hacía mucho tiempo. Eso mismo le había dicho a su médico de atención primaria varias veces, el mismo médico de atención primaria que le recetó Valium, Orfidal, Lexatín, Diazepam o Lorazepam para las ganas de vivir. Ella, al parecer, lo tenía todo, como quizás pensarán de los 4.097 fallecidos en 2022 por la segunda causa de muerte externa en España, el suicidio. Mi amiga lo tenía todo, excepto dinero para pagarse un psicólogo.

Le digo a mi doctora que no quiero una píldora que adormezca mi tristeza o mi ansiedad, que prefiero tener herramientas para sobrellevarla, que por favor me derive al especialista. Por favor. Por favor. La doctora permanece en silencio hasta que argumenta que les han prohibido derivar a nadie a salud mental porque están colapsados. Tenemos que tratarlos en atención primaria, continúa.

Ahora sí que me mira. En 2022, entre el 40% y el 60% de los motivos de consulta en atención primaria estaban relacionados con patologías mentales.

La doctora me dice que con media pastillita bastaría. Alarga la mano, toma el bolso que pende de un solo asa sobre el respaldo de su silla y saca un blíster que me enseña. ¿Ve? No tiene que calcular nada. Basta partirla por la mitad, como una línea de puntos. Siga el caminito trazado. El caminito que nos tienden.

Escribo esto supurando pudor, no crean. Espero que disculpen el desahogo a falta de psicólogo clínico. Y pienso que quizás de esto va la vida: de cargar con un bolso pesado, grande, pero sin llevar en él las piedrecitas que nos encontrábamos en la orilla del mar cuando jugábamos a saltar las olas con el único propósito de mojarnos la vida, de cargar un bolso que ahora guarda unas píldoras azules, blancas, amarillas, para abrir la garganta y poder seguir funcionando. Una pastilla que nos haga creer que sobrevivir es lo mismo que vivir.

Insisto: ¿No le pasa?

Silencio.

No, no me pasa, dice por fin. Tómese la pastilla.

En España, de media, hay un psicólogo clínico por cada 16.667 habitantes. En Andalucía, uno por cada 33.333 habitantes. Hablamos de dos millones de personas que consumen ansiolíticos a diario, según el Ministerio de Sanidad; hablamos de más de tres millones que padecen depresión, según la Sociedad Española de Psiquiatría. Hablamos, también, de doparse para asumir un trabajo alienante o precario, doparse para enfrentar un ERTE, doparse para soportar un acoso laboral, doparse para el desamor, para afrontar la muerte de un ser querido, doparnos para afrontar el cáncer, el envejecimiento. Doparnos para la vida, para no dejar de producir en esta modernidad líquida, pero garantizando que junto a los tranquilizantes de nuestra mano izquierda, estén siempre a punto los estimulantes en la derecha.

Como aquellas enseñanzas que algunos tenemos grabadas a fuego: “Que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha; así tu limosna quedará en secreto; y tu Padre, que ve en lo secreto, te recompensará en público” (Mateo 6:3).

Últimamente mi ánimo andurrea alicaído, arrastrándose por las calles con un cansancio crónico al que nunca le presto la atención debida porque –¿saben?– yo puedo con todo y hay que trabajar, escribir no sé qué cosa, entregar esta otra, ir al gimnasio equis veces a la semana –donde equis nunca es suficiente para tu hernia discal ni para tu escoliosis de nosécuantos grados–, caminar los 9.000 pasos diarios y a ser posible superarlos con creces, tener las uñas presentables, mantener las canas a raya, responder amablemente a los requerimientos en la oficina y en el hogar, hacer la compra, adecentar la casa, conversar con los niños, preocuparme por ellos si los veo tristes, no olvidar a las amigas, a los padres, sentirme mujer a ratos y engatusar mi libido, sentirme niña a ratos y engatusar mi homo ludens, cuidar a la pareja –ese bastión en estos tiempos– y por supuesto, mostrar algo de interés por el autocuidado, pero sin caer en una oda al ego, en ese yo-mi-me-conmigo que obedece a la tiranía del “Sé feliz”.

Y no cabe queja alguna porque, ¿saben?: Yo lo tengo todo.