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Mierda, mucha mierda y reuma democrático

José Manuel Villarejo atiende a los medios a su salida este jueves de la Audiencia Nacional.

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Le tengo un gran afecto y reconocimiento. Es buena persona y ha triunfado en la vida. Las últimas veces que lo vi, andaba con dificultad. Así lleva muchos años, con unos dolores terribles en sus piernas. Un día, su mujer me confesó que lo estaba pasando mal: las piernas, niño. Son las consecuencias de haber estado toda su niñez trabajando en una cochinera, en donde el estiércol le llegaba a las corvas. Tanta humedad, tanta mierda en los pies, te acaban pasando factura. Es la reuma, ese mal indefinido que tanto duele y tan mal se cura.

José Manuel Villarejo, el policía rico, dice que las cloacas del Estado no generan la mierda sino que sirven para sacarla del sistema. Algo parecido dijo Felipe González: la democracia se defiende también en los desagües, sostenía, o algo parecido.

Ni uno ni el otro deberían perder la oportunidad de visitar Roma –si están menesterosos o miedosos, pueden ir a Itálica, la patria bética de dos de los grandes emperadores de Roma, que está más cerca–. La cloaca máxima en Roma –y en Itálica, la magna– servían para que los romanos pudieran evacuar los detritos de la república y el imperio, sí, pero con una característica particular: era mierda en el subsuelo, en la oscuridad. A Julio César, sin embargo, lo mataron a la luz del día.

Soy de los que están convencidos de que la democracia hay que defenderla a la luz del día, con luz y taquígrafos; la claridad es su virtud y no la oscuridad. También lo es el control de sus poderes. Su negación es lo oculto e incontrolable, la antesala del autoritarismo. Sin luz ni control no hay democracia.

En estos días, merodeamos procesalmente y mediáticamente por las riberas de las cloacas del Estado, una infraestructura ciertamente oscura, opaca; dudo mucho que el poder judicial aclare y la Fiscalía empuje mucho más de lo que la propia oscuridad del Estado se permite a sí misma. Se percibe un aire intimidatorio, fétido, que no deja respirar a casi nadie; el teléfono de los spinners del poder siempre llama dos veces, intimidando con lo que pudiera saberse, con la inconveniencia de la previsible torrentera. Estas cloacas –mi mamá diría tajeas–, si solo fuera un problema doméstico de cañerías, las dejarían níquel, con eficacia y profesionalidad, el noble y esforzado cuerpo de varilleros de Sevilla, con mi vecino Baldomero al frente, infelizmente desaparecido en manos de las modernidades técnicas de hoy.

Pero hay tanta mierda en las cloacas que supuran y en la superficie, la visible, está conformándose un espeso manto de estiércol porcino líquido, aunque sin las propiedades fertilizantes para la agricultura de los excrementos de tan virtuoso animal. El patio patrio es hoy una zahúrda en donde se camina con dificultad y chapotea casi todo el mundo, algunos refocilándose, pero de forma destacada, porque sería exigible otro compromiso, el aristocrático cuerpo de periodistas e informadores, opinadores y analistas de todo pelo.

Tanta mierda hay, tanta humedad y putrefacción en el ambiente, no solo en el subsuelo, que la democracia española lo pagará caro. No creo que acabe sin más ni pronto todo lo que se observa, intuye y hiede sin esforzarse mucho de nariz, más bien parece que, como denunció Norberto Bobbio durante los peores años de la mafia y corrupción política italiana, la podredumbre del sistema se esté adueñando de todo y arrample tanto con la supervivencia de los mortales y precarios como con la comodidad de los instalados. Se está haciendo estructural.

Según don Norberto, “la enfermedad mortal de la democracia es la corrupción por prácticas ilegales y a veces criminales, las relaciones ocultas e inconfesables que, como un río subterráneo –la gran cloaca–, aflora periódicamente en escándalos clamorosos”. Son, añade, “amenazas mortales, como los comportamientos desviados de los servicios de seguridad y la desestabilización de las instituciones por parte de los propios servidores del Estado”. Sean policías, políticos, jueces, fiscales o, por supuesto, periodistas mesiánicos o misioneros.

“La democracia, sigo con Bobbio, es un poder visible, cuyos actos se llevan a cabo ante el público y bajo la supervisión de la opinión pública”, pero ¿qué pasa cuando la opinión pública y publicada está en manos precisamente de la oscuridad, es decir, de los agentes cloaqueros del Estado y sus intimidados servidores mediáticos?

Como a mi admirado amigo, tantos años de estiércol hasta la pantorrilla pasan factura, en los huesos y en los músculos, llegando incluso hasta el cerebro; nadie se va a salvar, nos está quedando un país precioso, en todo caso, lleno de reumáticos de sus extremidades y de su dignidad; se aprecian ya andares democráticos nada garbosos, más bien desbaratados. Maurice Joly, citado por mi sabio jurista y periodista italiano, afirmó que las instituciones de un país libre no pueden durar por mucho tiempo si no actúan a plena luz.

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