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¡Los muebles, primero!

3 de febrero de 2021 21:34 h

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Les voy a contar un chiste. Una pareja de amantes clandestinos está en el domicilio de ella cuando, de pronto, irrumpe el marido, que ha regresado antes de lo previsto. El hombre salta de la cama y se esconde en un armario. Al poco se desata un incendio pavoroso y todos los habitantes del edificio corren de un lado a otro tratando de organizar una evacuación segura. Del armario sale una voz con tono impostado que quiere parecer neutro: “Los muebles, primero! ¡Los muebles, primero!”. Este cuento disparatado -que tanto me hizo reír de adolescente, imaginando al señor desnudo y desesperado por dar con un argumento convincente para salvarse sin que le descubrieran- ha resultado ser un reflejo veraz de lo que está ocurriendo con el orden de vacunación contra la Covid. Más que la mezquindad de quienes quebrantan o alteran la precedencia establecida, lo que sorprende es el catálogo de razonamientos peregrinos con los que intentan justificarlo, algunos cercanos al dadaísmo.

Un insulto tosco a la inteligencia, cuanto menos, aunque está visto que siempre hay gente dispuesta a creerse cualquier sandez, como las inauditas muchedumbres que se desgañitan con sus pancartas para alertar de que Bill Gates pretende trastornarnos los sentidos con microchips. Los casos más señeros de los pillados in fraganti han ido dimitiendo a regañadientes y entre gestos afectados de inmolación mártir, lamentando su condición de pobres piezas cobradas en la cacería inacabable de la refriega política. Casi todos -desde el alto militar al obispo, pasando por el rosario de alcaldes, consejeros, gerentes y demás fauna ventajista- han argüido que son víctimas desdichadas de malentendidos o asesoramientos equívocos y, asombrosamente, han sostenido que seguían a rajatabla el protocolo, igual que se dice tras un altercado de tráfico fruto de una conducción dudosa aquello de “yo iba por mi derecha”. Por buscar una excusa tonta y alegar algo, que ya se sabe que el que calla otorga.

Adelantarse a los trabajadores esenciales, a los que de verdad se juegan la vida, quedarse con dosis de un anciano frágil, y que con ese lapso de colarse puede morir; y demás manejos son de una miseria moral tal que resulta insoportable.

Una de la explicaciones más inverosímiles -y que, sin embargo, ha pasado inadvertida-- la ofreció la Delegación de Salud de la Junta en Granada después de vacunar a un centenar de administrativos, en un momento en el que las dosis ni siquiera habían llegado a la totalidad de los sanitarios de primera fila. Contó un portavoz que se les inmunizó en la tanda inicial por si tuvieran o tuviesen que relevar a los compañeros que causaran baja en los centros de salud. Ajá, que no se diga que son desprevenidos. De manera que los sustitutos van a la par que los sustituidos, y antes que los trabajadores de los hospitales y los colectivos de riesgo. ¿Y cuántos calculan que pueden indisponerse a la vez y faltar a su puesto? ¿Cien? Al parecer, el fundamento oficial de las autoridades para defender lo indefendible, con un aplomo que ni John Wayne, consiste en calificar a los empleados de un área de gestión burocrática en dependencias sin contacto con nadie como “personal de apoyo”, e incluirlos con esta percha en el grupo prioritario. Ea, siguiente pregunta.

Es una tesis similar a la del gerente del Hospital Sierrallana de Torrelavega, en Cantabria, quien asevera que los directivos son “primera línea”, también sin el menor titubeo, que estos cargos tienen muy interiorizado que vacilar es perder; y a la de su homólogo del Hospital de Riotinto, molesto encima por preguntas que considera “confidenciales”. Y hablando de John Wayne y su impagable seguridad en sí mismo, y de mantenerla y no enmendarla contra viento y marea, desembocamos por asociación de ideas en Isabel Díaz Ayuso, la presidenta de la Comunidad de Madrid, y su reflexión sobre si es pertinente vacunar de forma preferente a camareros y taxistas. Con esta mujer, que exhibe una soltura prodigiosa en la provocación irritante para apoderarse del terreno político sin hacer otra cosa que encadenar gansadas, hace tiempo que rebasé el margen para el sobresalto. Así que me voy a abstener de rezongar en vano. Seguro que es consciente de lo que hace y saca rédito.

Lo peor es que la ambigüedad enmarañada de la parte contratante de la primera parte contratante al estilo hermanos Marx, que han diseñado las autonomías, presta una cobertura para el dislate de amplio espectro. Si no fuera porque a estas alturas de la pandemia estamos abatidos y exhaustos, el material bufo que nos circunda daría para varios festivales de humor, de esos que antaño se celebraban en Lepe. Pero la caricatura del espabilado impudoroso de la tradición de la picaresca española se torna en esta ocasión muy amarga. Demasiada vileza. Adelantarse a los trabajadores esenciales, a los que de verdad se juegan la vida, quedarse con las dosis de un anciano frágil, de una persona que la necesita y que con ese lapso de colarse puede morir; enroscar los protocolos con piruetas insostenibles, aprovecharse de los privilegios en un diáfano abuso de poder y demás manejos son de una miseria moral tal que resulta insoportable. Dicen que en todas las épocas, la humanidad ha sabido combinar el chiste y la melancolía. No sé yo si ahora estamos para eso.         

 

 

Les voy a contar un chiste. Una pareja de amantes clandestinos está en el domicilio de ella cuando, de pronto, irrumpe el marido, que ha regresado antes de lo previsto. El hombre salta de la cama y se esconde en un armario. Al poco se desata un incendio pavoroso y todos los habitantes del edificio corren de un lado a otro tratando de organizar una evacuación segura. Del armario sale una voz con tono impostado que quiere parecer neutro: “Los muebles, primero! ¡Los muebles, primero!”. Este cuento disparatado -que tanto me hizo reír de adolescente, imaginando al señor desnudo y desesperado por dar con un argumento convincente para salvarse sin que le descubrieran- ha resultado ser un reflejo veraz de lo que está ocurriendo con el orden de vacunación contra la Covid. Más que la mezquindad de quienes quebrantan o alteran la precedencia establecida, lo que sorprende es el catálogo de razonamientos peregrinos con los que intentan justificarlo, algunos cercanos al dadaísmo.

Un insulto tosco a la inteligencia, cuanto menos, aunque está visto que siempre hay gente dispuesta a creerse cualquier sandez, como las inauditas muchedumbres que se desgañitan con sus pancartas para alertar de que Bill Gates pretende trastornarnos los sentidos con microchips. Los casos más señeros de los pillados in fraganti han ido dimitiendo a regañadientes y entre gestos afectados de inmolación mártir, lamentando su condición de pobres piezas cobradas en la cacería inacabable de la refriega política. Casi todos -desde el alto militar al obispo, pasando por el rosario de alcaldes, consejeros, gerentes y demás fauna ventajista- han argüido que son víctimas desdichadas de malentendidos o asesoramientos equívocos y, asombrosamente, han sostenido que seguían a rajatabla el protocolo, igual que se dice tras un altercado de tráfico fruto de una conducción dudosa aquello de “yo iba por mi derecha”. Por buscar una excusa tonta y alegar algo, que ya se sabe que el que calla otorga.