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El mundo de ayer

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No entiendo nada. Me sorprendo repitiendo esta frase cada vez más a menudo. No entiendo nada. Me invade una desesperanza cuando me asomo al panorama político y social que me provoca angustia y soledad.

Necesito disociarme. Me traslado a los acantilados de las Islas Orcadas del norte de Escocia gracias a las páginas del libro que estoy leyendo. Siento el viento fuerte en la cara y en el pelo, miro a las ovejas pastando, me sumerjo en aguas heladas, la hierba salvaje se agita y allí, tan lejos, rodeada de belleza y silencio, encuentro paz. 

Me acuerdo del librero que me recomendó esta novela un día en Almería, en la preciosa Librería Nobel. Me gusta hacer caso a los libreros, el tipo de personas que más confianza me inspiran, así que la compré sin saber nada de ella ni de la autora. Quisiera hoy darle las gracias y decirle que me está encantando, y que este recuerdo me devuelve la esperanza del mundo en el que creo. Me aferro a ese mundo como a un clavo ardiendo y quiero pensar que no pertenece a un tiempo pasado, que no está en vías de desaparecer. Pero lo dudo, ahora todo me genera dudas. Siento que tengo 100 años cuando un tipo ridículo como Alvise Pérez, un agitador sin proyecto alguno más que para sí mismo, sin ideas, sin programa y con tan solo un refrito de proclamas racistas, machistas y conspiranoicas, es adorado por miles de jóvenes: “Es el mejor”, “un crack”.

Movimientos neonazis y neofascistas vuelven a crecer de forma alarmante en Europa y aglutinan el voto de gente que solo necesita alguien a quien odiar, un enemigo externo al que culpar de todos sus males

Confieso que nunca le había escuchado hablar porque vivo apartada de ese submundo de Telegram en el que este personaje se ha hecho famoso. Pero ahora lo hago y me invade la vergüenza ajena. ¿Cómo es posible? ¿En qué momento? ¿Por qué?

Hay una ilustración de Javi Txuela con la que me siento muy identificada. Aparece una señora mayor, con el pelo blanco que dice: “En mis tiempos, odiar a los nazis era un consenso social”.

Tantas cosas que parecían ser de consenso social se desvanecen en el aire que confieso que estoy perdida. Como si la escala de valores con la que crecí y que forjó mi conciencia formara ya parte de otro siglo.

En mi barrio había neonazis, chavales con estética skinhead que se dedicaban a dar palizas a inmigrantes, mendigos o chicos con el pelo largo y ropa que en la época se asociaba a movimientos de izquierda. A veces, llevar una camiseta de un determinado grupo de música era suficiente para sufrir una agresión. En mi clase de primero de BUP había uno, era conocido por haber pegado una paliza a un chico chino. Eran mala gente. Todos lo sabíamos. Ahora parece ser que no está tan claro.

No tengo ganas de ver los programas con datos electorales, no tengo ganas de analistas ni de debates. Es demasiado duro, demasiado triste

Movimientos neonazis y neofascistas vuelven a crecer de forma alarmante en Europa y aglutinan el voto de gente que solo necesita alguien a quien odiar, un enemigo externo al que culpar de todos sus males. Y esto no es nuevo, siempre ha existido, pero los de mi generación crecimos en una sociedad en la que el consenso social protegía ciertos valores que creíamos inamovibles: la democracia, la verdad, la igualdad, la convivencia, el pensamiento... O eso creímos, o eso creí.

No tengo ganas de ver los programas con datos electorales, no tengo ganas de analistas ni de debates. Es demasiado duro, demasiado triste. Quiero volver al refugio de las páginas de mi libro, a un país lejano, a los faros de las islas por la noche, a los ferris que cruzan al amanecer, a los pastos y a los restos megalíticos, a cualquier lugar aislado que me devuelva la esperanza.

Acabo de llegar a casa. Cuando me encaminaba a bajar a un parking del centro de la ciudad para recoger mi coche, he visto a un hombre inmigrante durmiendo en la calle sobre unos cartones. Un chico se le ha acercado y le ha preguntado: ¿Necesita algo para comer? ¿Está bien? Y entonces he sentido crecer pequeños filamentos de hierba verde bajo mis pies y sobre el asfalto, una brisa fresca se ha cruzado por mi lado. He abierto de nuevo este documento para cambiar el final. Vuelvo a tener mi edad real, quiero confiar en el mañana, necesito hacerlo.

No entiendo nada. Me sorprendo repitiendo esta frase cada vez más a menudo. No entiendo nada. Me invade una desesperanza cuando me asomo al panorama político y social que me provoca angustia y soledad.

Necesito disociarme. Me traslado a los acantilados de las Islas Orcadas del norte de Escocia gracias a las páginas del libro que estoy leyendo. Siento el viento fuerte en la cara y en el pelo, miro a las ovejas pastando, me sumerjo en aguas heladas, la hierba salvaje se agita y allí, tan lejos, rodeada de belleza y silencio, encuentro paz.