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Cuando murieron a Miguel Hernández

Encabezado de la sentencia que condena a Miguel Hernández a la pena de muerte.
17 de diciembre de 2024 06:01 h

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Están poniendo a caer de un burro al ministro de Cultura, Ernest Urtasun, por colegir que al poeta, reportero y dramaturgo Miguel Hernández lo mataron; en lugar de precisar que murió porque tenía el pechito cogido de tuberculosis en el Centro –o Reformatorio-- de Adultos de Alicante, que no era un balneario sino una de las prisiones más atroces del franquismo en dicha provincia.

La dictadura, tan incipiente como implacable, utilizó, en dicha demarcación donde habían matado los republicanos a José Antonio Primo de Rivera, numerosos enclaves para albergar hasta 30.000 presos por el simple delito de haber permanecido fieles durante la guerra civil al Gobierno legítimo del Frente Popular, elegido democráticamente apenas cinco meses antes del alzamiento faccioso.

Tan solo en la capital alicantina la geografía presidiaria incluyó, en aquel entonces, al campo de los Almendros, al castillo de Santa Bárbara, al de San Fernando, a la Plaza de Toros, al cine Ideal, al Instituto de Ciegos, al Instituto Meteorológico y al llamado “Campo de concentración” de San Ignacio, en una antigua Casa de Ejercicios de los Jesuitas en Benalúa.

Allí, tras su via crucis carcelario, la muerte encontró a Hernández con los ojos abiertos en una precaria enfermería y con la tuberculosis mordiéndole los pulmones. Entre el aserto del ministro y el coro a dos voces de los revisionistas de nuestra historia oficial y oficiosa, cabría darle la razón, como casi siempre, a Vicente Aleixandre, amigo del autor de “Vientos del pueblo”, el libro épico que insólitamente le dedicase: “A Miguel Hernández, lo murieron”, acertó a concluir nuestro Premio Nobel.

El 18 de enero de 1940, el siniestro Consejo de Guerra Permanente número 5 le condenó a muerte por un delito de “adhesión a la rebelión”, paradójicamente si se tiene en cuenta que los rebeldes, en realidad, fueron los vencedores de aquella masacre colectiva

Lo murieron, pero antes quisieron asesinarlo: el 18 de enero de 1940, el siniestro Consejo de Guerra Permanente número 5 le condenó a muerte por un delito de “adhesión a la rebelión”, paradójicamente si se tiene en cuenta que los rebeldes, en realidad, fueron los vencedores de aquella masacre colectiva que quisieron, como cantara Pedro Guerra, vencer de nuevo a los vencidos en la larga posguerra autárquica. El 18 de enero de 1940 le sentenciaron a la última pena y no precisamente porque obrasen delitos de sangre a sus espaldas sino porque “Miguel Hernández, de antecedentes izquierdistas, se incorporó voluntariamente en los primeros días del Alzamiento Nacional al 5 Regimiento de Milicias , pasando más tarde al Comisariado político de la Brigada de choque e interviniendo entre otros hechos en la acción contra el Santuario de Santa María de la Cabeza”. En esta última acción, por cierto, también ejerció como periodista, un “incrustado” como ahora llaman a los plumillas que cuentan las batallas desde uno de los dos ejércitos en liza.

Como agravante, en su caso, figuró ese oficio, sus numerosos poemas, crónicas y folletos “de propaganda revolucionaria y de excitación contra las personas de orden y contra el Movimiento Nacional haciéndose pasar por el poeta de la revolución”. La condena fue aprobada por el Auditor de Guerra de la Primera Región Militar el 30 de aquel mes de enero, pero quedó en suspenso, en espera del placet de Franco quien, a 25 de junio, conmutó su ejecución por treinta años de prisión, que hubieran quedado extinguidos ¡en 1969!. Pongamos que el autodenominado Caudillo se apiadó del autor de “Perito en lunas”, de pasado católico; aquel joven de Orihuela que trocó, a decir de Joan Pamies, la conciencia mágica por el compromiso político. O quizá es que no quiso que, en su orgía de sangre, el paredón de Hernández se sumara a la mala fama internacional que le había deparado el asuntillo aquel de Federico García Lorca que, puestos a ello, podrían pregonar ahora que no lo asesinaron sino que, simplemente, desapareció.

A Miguel, le dejaron agonizar sin prestarle los cuidados adecuados, como cabe deducir de las investigaciones de, entre muchos otros, José Luis Ferris; o de Jesucristo Riquelme y todos aquellos que se han aproximado a su legado vital de joven de 31 años, al que dejaron extinguirse sin piedad alguna

A Miguel, le dejaron agonizar sin prestarle los cuidados adecuados, como cabe deducir de las investigaciones de, entre muchos otros, José Luis Ferris; o de Jesucristo Riquelme y todos aquellos que se han aproximado a su legado vital de joven de 31 años, al que dejaron extinguirse sin piedad alguna: su viejo amigo, el párroco Luis Almarcha que ya estaba a punto de ser obispo, no quiso interceder para que le prestasen cuidados más adecuados a no ser que se arrepintiese de sus pecados comunistas y retornara, con todas las de la Ley, al redil de la Santa Madre. Todo lo más, Hernández aceptó los sacramentos para casarse por la Iglesia con Josefina Manresa, con quien ya se había casado por lo civil en uno de aquellos matrimonios laicos a los que también mató el franquismo. De no haberlo hecho así, a aquella que se moría de casta y de sencilla le hubieran ido mucho peor las cosas de lo que le fueron, y ya es decir.

Si Georges Brassens quería morir por sus ideas, pero lentamente, de muerte natural, Miguel Hernández lo hizo. Lo dejaron agonizar a cuenta gotas, entre versos escritos en papel higiénico, cántaros de leche en donde ocultar sus palabras. En rigor, se lo cargaron. Como están finiquitando lo que supuso el régimen aquel del abuelito que inauguraba pantanos y que pescaba en el “Azor”, esa caricatura siniestra a la que, en una insólita conquista del relato, sus partidarios están intentando convertir a uno de los mayores asesinos de la historia. Y eso que la historia ha tenido demasiados asesinos, de cualquier ideología. Y demasiadas víctimas, también de cualquier credo, como aquel enorme escritor inacabado, que había jugado al fútbol y que quiso ser torero: muerto y asesinado al mismo tiempo. En cualquier caso, usando la humillante terminología de la época, le dieron café.

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