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No sé cómo me aguantas, septiembre

Xenia García

13 de septiembre de 2023 21:12 h

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No sé cómo aguantas tantos jarambeles, joía. Eso le decía mi abuela materna hace años a la niña que fui –sin cursivas y en negrita, como hablaban las abuelas entonces– cuando me disfracé de adolescente un mes de septiembre (calculo que a finales de los ochenta) y me propuse reafirmarme en la abigarrada estética hippie. Mi abuela lo soltaba como un reproche hacia aquellos flecos y bisuterías que yo creía que me engalanaban: No sé cómo aguantas tantos jarambeles. E inmediatamente después ese joía, esas tres vocales que albergaban en su tilde todo un mundo de nostalgia por intuirme mayor ya, sin remedio, mayor y guerrera, mayor y contestataria, tan precipitada empezaba a parecerle la vida lejos del trozo de pan con chocolate, de los primeros pasos que di de su mano trabajada, de la primera nieta que signifiqué para ellos y que aprendió a ser nieta mientras ellos tanteaban su papel de abuelos. 

Había también tres tímidos golpes de admiración soldados a fuego a esas tres sílabas que me continuaría diciendo toda la vida cada vez que: Joía por irme de viaje, joía por lanzarme a estudiar una carrera, joía por silbar, por usar minifalda, por echarme un novio sin mencionar matrimonio alguno, por escaparme a Canadá a buscar el amor, por defender los derechos de los trabajadores. Y por supuesto, joía por opinar sobre asuntos que no eran de mujeres, que por aquel entonces se ceñían solo a las tareas domésticas, las invisibles, las que no dejaban huella ni tenían nombre y que había de repetir incansablemente cada día. Solo. Ay, opinar. En la opinión de las mujeres, inteligencia y soberbia siempre acababan por confundirse, así que mi abuela añadía la coletilla de joía de forma casi sistemática cuando me empeñaba en hacer o pensar lo que a una mujer nacida en los veinte no se le permitió nunca. Así aprendí yo a formarme una idea inicial del mundo que me rodeaba y a guardarme bien de no manifestarla. Así aprendimos muchas mujeres a ver, necesitando ver más, y luego más, mirando incansablemente, pero sintiendo un miedo atroz a compartir lo visto y lo vivido.

Como digo, solía ocurrir en septiembre, con el lento declive del bochorno. Yo escuchaba a menudo esas palabras en su musicalidad y ritmo, en el tono cantarín de las mujeres de mi casa como un poema deslavazado en el sopor de una siesta en verano, con la casa en silencio. También es verdad que sin pretender nunca desgranar el significado de algunos de sus vocablos para no mutilar la magia. Existían en ella y eso bastaba. El día que busqué jarambel en el diccionario y no la encontré, lejos de entristecerme, celebré que fuera un ejemplo de auténtica creación y rebeldía por parte de mi abuela. 

 

No sé qué pruebas nos deparará septiembre. Ya no sirve desear querer dejar de fumar, viajar más, leer mucho, cruzar los dedos para que los políticos no nos avergüencen demasiado en la apertura del curso, o tener suerte en la búsqueda de ese alquiler

Hay días en los que cualquier anécdota me lleva de paseo por mi infancia y por su mes de inicio escolar, que no era ni más ni menos que un ansiado comienzo de la vida en aquellos años. Septiembre me hace oler de nuevo mi particular magdalena de Proust a través de las palabras: a veces digo poyete y mi pulso da una cojetá de puro placer. Digo zarcillo. Digo calesitas. Digo recoge esa habitación que parece una zahúrda. Y lo digo con ese amor a la palabra que no es mía ni puede serlo ya, con el tímido placer de darle vida a lo sepultado por el polvo.

A veces digo joía. Unas ocasiones mis hijos me entienden y otras fingen hacerlo –para qué engañarnos– pero intuyo en sus ojos la complicidad de las raíces bien regadas. Alguna vez, incluso, he intentado desmenuzar el significado de estas expresiones para que ellos las digieran. Porque por más que se empecinen –y lo hacen– no es lo mismo leer un libro sentada en un bordillo que hacerlo en un poyete. Los jarambeles que a mí me interesaron desde niña son esos poyetes donde los libros y los cuadernos se deshojan, donde los zarcillos se decapitan y pierden su tuerca. Esos adornos fútiles que le colgamos a la realidad para convertirlos en poemas y en canciones de verano y que van conformando, sin saberlo, nuestra opinión sobre la vida.

Esos objetos aparentemente superficiales, transitorios en su existencia, cobijan a veces la esencia de lo que fuimos, somos y dejamos de ser. Septiembre ha sido para mí una sucesión encadenada de jarambeles, de nuevos andrajos que nos colgamos con el mentiroso propósito de adornarnos los días plagiados, como si ese acicalamiento no fuera la esencia misma de lo que nos sucede. Que el presente, ya se sabe, es lo único que siempre hemos tenido y septiembre pone nuestro contador a cero. No sé qué pruebas nos deparará éste, la verdad. Ya no sirve desear querer dejar de fumar, viajar más, leer mucho, cruzar los dedos para que nuestros políticos no nos avergüencen demasiado en la apertura del curso escolar, o tener suerte en la búsqueda de ese alquiler. Envejecen los septiembres sin remedio, así que mi propósito de año nuevo es desaprender lo aprendido y atreverme no solo a observar el mundo sino a opinarlo. Y escribir sobre mis jarambeles a partir de hoy en este rinconcito.

A ver si me aguantas, septiembre.

No sé cómo aguantas tantos jarambeles, joía. Eso le decía mi abuela materna hace años a la niña que fui –sin cursivas y en negrita, como hablaban las abuelas entonces– cuando me disfracé de adolescente un mes de septiembre (calculo que a finales de los ochenta) y me propuse reafirmarme en la abigarrada estética hippie. Mi abuela lo soltaba como un reproche hacia aquellos flecos y bisuterías que yo creía que me engalanaban: No sé cómo aguantas tantos jarambeles. E inmediatamente después ese joía, esas tres vocales que albergaban en su tilde todo un mundo de nostalgia por intuirme mayor ya, sin remedio, mayor y guerrera, mayor y contestataria, tan precipitada empezaba a parecerle la vida lejos del trozo de pan con chocolate, de los primeros pasos que di de su mano trabajada, de la primera nieta que signifiqué para ellos y que aprendió a ser nieta mientras ellos tanteaban su papel de abuelos. 

Había también tres tímidos golpes de admiración soldados a fuego a esas tres sílabas que me continuaría diciendo toda la vida cada vez que: Joía por irme de viaje, joía por lanzarme a estudiar una carrera, joía por silbar, por usar minifalda, por echarme un novio sin mencionar matrimonio alguno, por escaparme a Canadá a buscar el amor, por defender los derechos de los trabajadores. Y por supuesto, joía por opinar sobre asuntos que no eran de mujeres, que por aquel entonces se ceñían solo a las tareas domésticas, las invisibles, las que no dejaban huella ni tenían nombre y que había de repetir incansablemente cada día. Solo. Ay, opinar. En la opinión de las mujeres, inteligencia y soberbia siempre acababan por confundirse, así que mi abuela añadía la coletilla de joía de forma casi sistemática cuando me empeñaba en hacer o pensar lo que a una mujer nacida en los veinte no se le permitió nunca. Así aprendí yo a formarme una idea inicial del mundo que me rodeaba y a guardarme bien de no manifestarla. Así aprendimos muchas mujeres a ver, necesitando ver más, y luego más, mirando incansablemente, pero sintiendo un miedo atroz a compartir lo visto y lo vivido.