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Más orgullosos que nunca

En la España que yo amo, las chicas con los chicos no tienen necesariamente por qué estar obligatoriamente juntos, lo siento por Los Bravos, con aquella carismática voz de Mike Kennedy quizá sonando melancólicamente en la playlist de Vox. En la España que yo amo, las chicas y los chicos pueden estar con quienes quieran, sin que un cura, un diputado o un decreto les digan a quien o a quienes acariciar por la calle. 

Fracasarán los ultramontanos en su cruzada contra la homosexualidad. Si ni siquiera el Sida pudo con sus ganas fieramente humanas de ser y de soñar con quienes les conmoviese el corazón o el deseo, no le arriendo la ganancia a ese otro virus del imaginario que tan rápidamente se contagia de un tiempo a esta parte, el de una España macho y viejuna, no necesariamente grande ni libre. 

Por más que habiliten una consulta en atención primaria para curarles de su condición con electrodos. Por más que pretendan silenciar la realidad en los colegios resucitando el consultorio de Elena Francis o sustituyan las banderas del arcoíris por las del color caqui: seguirán ahí, alegres y cómplices, en la salud o en la enfermedad, en la clandestinidad o en las libertades. Ahí, como les describió Federico, quizá asesinado por haber sido aquel niño que escribía nombre de niña en su almohada, o quizá también fuera el muchacho que se vestía de novia en la oscuridad del ropero, o el solitario de los casinos que bebía con asco el agua de la prostitución o un hombre de mirada verde que amó al hombre y quemó sus labios en silencio.

También de orgullo hetero, de aquellos tipos quizá demasiado torpes que intentamos salir del armario del patriarcado alcanfor para quitarnos de encima a Boney M y a aquel John Wayne, feo, fuerte y formal

Son días de orgullo, más que nunca. De orgullo LGTBIQ+ y de todas las iniciales que quieran añadir a sus siglas. De orgullo democrático por haber forjado una nación de naciones donde la visibilidad de las sexualidades es tan legítima como que nuestras fuerzas armadas desfilen con una cabra. 

Años y años de orgullo de mujer, por haber luchado para que no les haga falta la venia del marido o del padre para tener pasaporte, cuenta corriente o autorización para interrumpir su embarazo; aunque aún les quede faena para romper techos de cristal y obtener salarios iguales que los de sus compañeros de tajo o de oficina. Quizá por el simple hecho de que, según la Santa Biblia, nuestros antepasados les prestaron a la fuerza una costilla para nacer. 

También de orgullo hetero, de aquellos tipos quizá demasiado torpes que intentamos salir del armario del patriarcado alcanfor para quitarnos de encima a Boney M y a aquel John Wayne, feo, fuerte y formal; el viejo catecismo de que los hombres no lloran, chicos duros, chicos malos hasta para con sí mismos, para echarles un pulso a esos que cantan a diario la vieja tonadilla de la maté, la humillé, la oculté porque era mía.

Corren tiempos de orgullo sin prejuicios, ya sea por los MENA o por quienes sobreviven en los campos de fresa para siempre; por esa gente del color, de la fe o del idioma que sea que llevan ya mucho amasando el pan nuestro de cada día con los que ya estaban aquí antes. Incluso algunos apreciamos con cierta envidia como los que fueron migrantes y ya debiesen ser como cualquiera se han ganado el derecho a compartir este territorio con los que simplemente hemos nacido en él y no hemos tenido, afortunadamente, que cruzar desiertos y mares muertos, fronteras afiladas, leyes de Kafka.

Bastaba con oler sus discursos para saber por donde vendría su viento, ese oscuro levante de dogmatismo y soberbia, esa tramontana de miedo y de odio, que pone en tenguerengue el difícil aunque hermoso equilibrio que a cada instante ensaya la libertad

Ahora, aquellos que se llaman patriotas quieren acabar con mi patria profunda, la de un tiempo y un país diverso, en donde se hablan oficialmente varias lenguas --incluso de signos--, en donde ya sabemos que si alguien llama a la puerta de noche no será probablemente la policía política y en donde, mal que bien, intentamos ser felices aunque no tengamos siempre permiso para ello, como nos guiñó hace un mundo Mario Benedetti.

De un tiempo a esta parte, a poco que han tocado poder democrático, los conjuntos unívocos, los señoros aunque sean señoras, los acérrimos partidarios de cualquier tiempo pasado fue mejor, pretenden desembarazarse precisamente de las prácticas democráticas: hoy prohíben banderas, censuran a Virginia Woolf o un beso de cine. No engañan a nadie, bastaba con oler sus discursos para saber por donde vendría su viento, ese oscuro levante de dogmatismo y soberbia, esa tramontana de miedo y de odio, que pone en tenguerengue el difícil aunque hermoso equilibrio que a cada instante ensaya la libertad: esa señora estupenda que nunca será totalmente mía ni de nadie, que empieza y termina donde acaba o comienza el otro. O la otra. O les otres. O como quiera que guste nombrarse cada uno de esos 48 millones de gentío que espero que el próximo 23 de julio de 2023 tengan más razones que nunca para sentirse orgullosos de las urnas.

En la España que yo amo, las chicas con los chicos no tienen necesariamente por qué estar obligatoriamente juntos, lo siento por Los Bravos, con aquella carismática voz de Mike Kennedy quizá sonando melancólicamente en la playlist de Vox. En la España que yo amo, las chicas y los chicos pueden estar con quienes quieran, sin que un cura, un diputado o un decreto les digan a quien o a quienes acariciar por la calle. 

Fracasarán los ultramontanos en su cruzada contra la homosexualidad. Si ni siquiera el Sida pudo con sus ganas fieramente humanas de ser y de soñar con quienes les conmoviese el corazón o el deseo, no le arriendo la ganancia a ese otro virus del imaginario que tan rápidamente se contagia de un tiempo a esta parte, el de una España macho y viejuna, no necesariamente grande ni libre.