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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Ortega Smith no es Marinetti

4 de enero de 2024 01:34 h

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Ahora que la nueva inquisición quema en efigie al hereje Pedro Sánchez, como fuegos artificiales de año nuevo, debo confesar que sigo varado en los últimos días del año pasado que se sigue pareciendo demasiado al actual. Seguro que han visto la escena. O la han oído. Ocurrió en el Ayuntamiento de Madrid, el rompeolas de todas las Españas o España dentro de España o el rompeolas dentro de los rompeolas. Javier Ortega Smith, portavoz de Vox, termina su intervención y se le otorga la palabra a un concejal del Partido Popular. En el interín, ese buen mozo que a mí me recuerda a Pedro Picapiedra se aproxima con la jovialidad de un delantero de rugby al edil de Más Madrid Eduardo Rubiño. Y le arroja a la cara una botella de agua o de cocacola, según diferentes versiones del sorprendente caso.

“Y ahora, llora”.

Esa frase final, ese estrambote, me dio la clave de un déjà vu personal. Ahora estoy convencido de que podría haber sido Ortega Smith el que intentaba mangarme los bocadillos en el Instituto, cincuenta años atrás: el ladrón de pedruscos gibraltareños, el yoyas de Ferraz que no quiso mirar por un segundo a una mujer inmigrante que lleva veinte años en silla de ruedas por un disparo de su cuñado. Era Ortega Smith o un cualquiera como él: macho alfa de forocoches, machote de chiste de cuartel, faltón y chiquilicuatre, faraón de una ciudad fantasma, chufla de reglamento, bocachanclas. Sin acritud, por supuesto.

También a la izquierda, a menudo, le sobra caspa sobre los hombros de su comportamiento

“Y ahora, llora”, me soltaba aquel otro energúmeno, medio siglo atrás, antes de que aprendiera a responder a sus amenazas y a sus golpes. Bullying le llaman ahora a esa chulería de matón de barrio que esconde sus propias debilidades en las debilidades ajenas. Bullying le llaman, pero a lo peor el partido de Ortega Smith también lo niega: ni hay plusmarca de muerte de mujeres, ni los polos se derriten como una nevera antigua, ni hay niños y niñas a los que zurran en el cole, porque eso es impropio de la civilización cristiana.  

Sería engañarnos al solitario si maliciáramos que ese pronto ramplón, macerado entre novatadas universitarias y despedidas de soltero, es privativo de la derecha extrema o de la mediopensionista. También a la izquierda, a menudo, le sobra caspa sobre los hombros de su comportamiento, como cuando un fulano de cuyo nombre no pienso acordarme le palmeó los mofletes al alcalde de Madrid. La delgada línea que les diferencia es que aquel petimetre está ya fuera del partido y del Ayuntamiento. Ortega Smith, sin embargo, persiste. En los tercios familiares, en el municipio y en el sindicato. Como persiste su Vox en grito, en el instituto de mis recuerdos o en cualquier esquina de cualquier barrio donde la chulería se imponga a la ley y a los buenos modales. 

Esa especie de bigfoot de la caballería rusticana de la derecha extrema –dicho sea desde el cariño– presumiblemente quiera arrebatarle el liderazgo del partido retro a su amigo Santiago Abascal, que no hace mucho, en la idílica argentina de Millei, profetizó que “habrá un momento en que el pueblo querrá colgar de los pies a Pedro Sanchez”. El hecho de que así mataran los italianos a Benito Mussolini vendría a constituir una prueba empírica de que en la cúpula de este partido no hay fascistas, sino boludos. 

No digo yo que Vox carezca de referentes intelectuales de altura, pero dudo que tengan la épica de aquella delantera mítica del fascismo italiano

Los fascistas eran gente seria: como una cabra, pero seria. Escribían novelas sesudas, obras de teatro maravillosamente inexplicables, poemas intensos y composiciones tan energéticas como un pack de doce latas de red bull. De la arquitectura, mejor no hablamos. No digo yo que Vox carezca de referentes intelectuales de altura, pero dudo que tengan la épica de aquella delantera mítica del fascismo italiano: Gabrielle d´Annunzio, Curzo Malaparte, Luigi Pirandello, Giuseppe Ungaretti y Ezra Pound como fichaje estrella  en el mercado de invierno de los camisas negras. 

Lo más probable es que, atendiendo a su lenguaje corporal, Ortega Smith los haya leído con fruición y seguro que tiene encuadernadas en tela azul sus obras completas en algunas de las bibliotecas de su casa. No obstante, conocemos sus preferencias intelectuales por José Antonio Primo de Rivera, el fundador de Falange Española, que venía a ser como el partido fascista pero pasado por misa de doce:  “Un magnífico abogado, un magnífico patriota, un gran ideólogo político, que en su tiempo supo dar respuesta a las necesidades que se le requerían en aquel momento, que se enfrentó, como nos estamos enfrentando todos, a los enemigos de la patria”, así definió Ortega Smith al protomártir de la cruzada nacional, hace unos años. 

Seguro que en su habitación de estudiante había un póster de Sylvester Stallone con la leyenda “La dialéctica de los puños y de las pistolas”, una célebre frase de José Antonio. La misma que exhibió en el Ayuntamiento de Madrid hace unos días. La misma que él, o su sosias, o cualquiera de los campeones de la testosterona, le impelían a expropiarme el bocata de mi adolescencia.  

Por ahora, la futura ley de amnistía nos ha indultado a todos de tenerlo en algunas de las vicepresidencias del Gobierno

Y no me refiero a los entrañables gamberros de Umbral o a los pijoaparte de Marsé, sino a esa panda de golfos que sigue asolando institutos o callejones, ferias de pueblo, hogares conyugales, esos que imponen su supuesta hombría de forajidos de un western de serie B: “Y ahora, llora”.

En su novela Caronte aguarda, Fernando Savater le hacía decir a uno de sus personajes que el fascismo seguía siendo revolucionario porque no es sensato; mientras que la socialdemocracia estribaba y estriba en algo tan conservador como el uso del sentido común. Será por ello que no me imagino a Ortega Smith abrazando el futurismo de Fillippo Tommasso Marinetti, sino más bien el pasadismo de los chistes de tartajas, mariquitas, cojos y bizcos, del que parecen estar trenzada la retórica de su partido.

En cualquier caso, por ahora, la futura ley de amnistía nos ha indultado a todos de tenerlo en algunas de las vicepresidencias del Gobierno o inclusive, ¿quién sabe?, en el ministerio del Interior. Mis compañeros de instituto deben estar tan contentos como cuando, cinco décadas atrás, perdimos finalmente de vista a aquel otro Ortega Smith cuya violencia nos enseñó sin embargo, ayer y ahora, a luchar por las libertades. Y por los bocadillos. 

Ahora que la nueva inquisición quema en efigie al hereje Pedro Sánchez, como fuegos artificiales de año nuevo, debo confesar que sigo varado en los últimos días del año pasado que se sigue pareciendo demasiado al actual. Seguro que han visto la escena. O la han oído. Ocurrió en el Ayuntamiento de Madrid, el rompeolas de todas las Españas o España dentro de España o el rompeolas dentro de los rompeolas. Javier Ortega Smith, portavoz de Vox, termina su intervención y se le otorga la palabra a un concejal del Partido Popular. En el interín, ese buen mozo que a mí me recuerda a Pedro Picapiedra se aproxima con la jovialidad de un delantero de rugby al edil de Más Madrid Eduardo Rubiño. Y le arroja a la cara una botella de agua o de cocacola, según diferentes versiones del sorprendente caso.

“Y ahora, llora”.