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Opinión - Cada día un Vietnam. Por Esther Palomera

Qué hacer con un partido nazi

25 de abril de 2021 21:04 h

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Después de la algarada facciosa provocada por la extrema derecha en el debate electoral celebrado en la Cadena SER, uno podría pensar que, por fin, habremos perdido la virginidad, la ingenuidad, nos habremos dado cuenta de la verdadera faz del fascismo cuando se desenvuelve en espacios democráticos. Pero, qué va. No hubo que esperar mucho, ese mismo día y más, al día siguiente, los medios capitalinos sinfónicos hacían equilibrios imposibles por situar a Vox en el mismo plano tumultuario que Unidas Podemos y su líder, Pablo Iglesias.

Sea porque se comulga directamente con las ideas de la extrema derecha, algo nada improbable, sea porque desde los think tanks del Estado profundo se anima a contraponer a un partido democrático que no gusta, otro fascista, lo cierto es que, desde años, muchos medios de comunicación están blanqueando el devenir político del fascismo.

Es una dieta, no de ayuno intermitente precisamente, sino de dosis minúsculas pero constantes, de la lengua, su neolengua, la apropiación de unas palabras, la muerte de otras, o su cambio semántico. Las palabras, sostiene Kemplerer, pueden actuar como dosis ínfimas de arsénico. Parece que no surten efecto pero, a la larga, te van intoxicando lentamente a fuerza de ser repetidas millones de veces, en otros millones de portadas, titulares y editoriales.

En Alemania, los nazis, mientras se nutrían ellos y sumaban adeptos con su retórica militarista y goebbeliana, “se jactaban de forma abierta de aprovechar los derechos otorgados por la Constitución únicamente cuando atacaban sin miramiento las instituciones –los partidos democráticos lo son– y las principales ideas del Estado utilizando todos los recursos”, decía también Kemplerer en La lengua del Tercer Reich.

Los demócratas, periodistas o no, seguimos en el mismo debate sobre qué hacer con un partido fascista. En el centro, la libertad de expresión, un derecho constitucional, democrático, que no se da en cautividad y, por tanto, está ausente donde el totalitarismo nazi, fascista o franquista ha podido anidar alguna vez.

No es fácil. Tengo algunas respuestas; la ignorancia, la he sufrido como minoría política; no es tan difícil, el periodismo la practica con maestría cuando conviene, solo hay que navegar un rato por páginas y ondas para comprobarlo. Podría ser, pero parece que la consigna profunda lo impide; otra, imprescindible, sería combatir sus ideas, con datos y argumentos pero con nuestras reglas y no con las del fascismo.

La idea más fácil es que con el fascismo no se debate sino se combate y punto. Pero es más complejo. En todo caso, dos ideas deberían surgir con vigor tras lo acontecido esta semana pasada: una, que la equidistancia es una manera cobarde de no combatir el fascismo; otra, que no se puede poner en un mismo plano político a un partido fascista que a otros democráticos por muy antipático que nos pueda parecer su líder, por muy contrarias que nos puedan parecer sus ideas, por muy inconveniente e incómodo que le pueda parecer al dueño de la imprenta.

Después de la algarada facciosa provocada por la extrema derecha en el debate electoral celebrado en la Cadena SER, uno podría pensar que, por fin, habremos perdido la virginidad, la ingenuidad, nos habremos dado cuenta de la verdadera faz del fascismo cuando se desenvuelve en espacios democráticos. Pero, qué va. No hubo que esperar mucho, ese mismo día y más, al día siguiente, los medios capitalinos sinfónicos hacían equilibrios imposibles por situar a Vox en el mismo plano tumultuario que Unidas Podemos y su líder, Pablo Iglesias.

Sea porque se comulga directamente con las ideas de la extrema derecha, algo nada improbable, sea porque desde los think tanks del Estado profundo se anima a contraponer a un partido democrático que no gusta, otro fascista, lo cierto es que, desde años, muchos medios de comunicación están blanqueando el devenir político del fascismo.