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Esto que nos pasa

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Vi niñas maniatadas con la mirada perdida. Vi tipos agarrando cabezas, cabezas pequeñas, diminutas, frágiles. Vi culpa en las víctimas, muy poca en la de los pederastas, ninguna en la iglesia. A veces la culpa de las niñas revoloteaba a mi lado, sobre todo por las noches, hablándome de sus historias. Vi preguntas flotando en el aire viciado: ¿Qué hice para que se fijara en mí? ¿Por qué no me resistí con más fuerza? ¿Con más firmeza? 

Vi gritos silenciosos, niñas arrancándose postillas para que ese dolor de la piel, infinitamente más liviano y superficial que el que le propinó el pederasta de turno, consiguiera restarle brillo a ese otro dolor profundo. Dolor sobre dolor. Vi niñas que dejaron de ser como las demás porque algo las hizo ser diferentes y muchos consintieron. Otros guardaron silencio. Vi mujeres de ocho, de nueve años. Vi niñas frágiles de cuarenta y cinco, de cincuenta. Vi infancias meciéndose en un columpio oxidado, tapándose la cabeza bajo la colcha al llegar la noche, rezando un padre nuestro y preguntándose dónde estaba Dios entonces, dónde estuvo todo el tiempo. Creo que Dios nunca les contestó.

¿Qué nombre le damos a esto? ¿A esto que nos pasa? 

Vi niñas dormidas en excursiones escolares con la falda subida, con la camiseta bajada. Sus padres cenaban tranquilos en casa. Trinchaban el filete de ternera al punto mientras miraban, distraídos, la tele. Le falta sal. Escuchaban el murmullo de fondo de saqueos, guerras, estafas, delincuentes, violadores en el telediario. Menos mal que nosotros no. 

Los ojos se me llenan de niñas que duermen mientras alguien las graba. Sobre el césped o en uno de los asientos traseros del autobús escolar. Duermen y alguien se frota las manos. Duermen y alguien subasta sus sueños. Duermen y alguien las consume, se masturba con la ilusión de las niñas. También las hay despiertas. Niñas atadas con cuerdas negras, mirando al vacío. El vacío es la cámara. Es el que consume esas imágenes. El que las comparte. Niñas contoneándose delante de móviles con barba, con voz ronca. Manos violando infancias. 

Cuando se lo contó a su madre, al cuestionamiento inicial de “¿estás segura?”, le siguió la orden de que se confesara ante el párroco porque pronto haría su primera comunión. Y ella estaba sucia. Tenía siete años. Algo habría hecho. Con siete años. ¿Acaso dijo no con la rotundidad necesaria? ¿Acaso gritó o arañó lo suficiente?

También vi a Patricia cuando me confesó haber sido violada siendo una niña. Me lo reveló al oído, al llegarle el turno para que le firmara un ejemplar de “Kudryavka”, después de hora y media hablando sobre pedofilia y pederastia al hilo de la novela. Tuvimos que hacer un receso. Como es de suponer, el caso de Patricia no engrosa ninguna de las estadísticas sobre abuso infantil (uno de cada cinco niños sufre alguna forma de violencia sexual; en más del 95% de los casos, el que abusa es un hombre; la mayoría de las víctimas son niñas) porque en su día se le arrebató la palabra. Vi el temblor instalado en su barbilla y el sonido pastoso de las bocas secas. Vi sus manos sudorosas tendiéndome un boli. Cuando se lo contó a su madre, al cuestionamiento inicial de “¿estás segura?”, le siguió la orden de que se confesara ante el párroco porque pronto haría su primera comunión. Y ella estaba sucia. Tenía siete años. Algo habría hecho. Con siete años. ¿Acaso dijo no con la rotundidad necesaria? ¿Acaso gritó o arañó lo suficiente? 

¿Qué nombre le damos a esto? ¿A esto que nos pasa? 

Patricia vivió con la culpa y la vergüenza de no haber sido lo suficientemente categórica. Tampoco pronunció jamás un sí, claro, pero este dato es irrelevante en el abuso infantil. Cada país regula la edad mínima de consentimiento sexual (suele estar entre los 14 y 18 años, en España a los 16), pero los niños que no han alcanzado la edad del consentimiento sexual no pueden consentir. No hace falta. Así que demasiado pronto fue demasiado tarde para Patricia, como escribió Marguerite Duras. Me lo cuenta con la aparente placidez que da el paso del tiempo, como si la violencia caducase en cierta forma y las secuelas no subsistieran toda la vida bajo la piel. 

Vi, entre los 100 libros más descargados de Amazon en el año 2010, “La guía del pedófilo para el amor y el placer: Código de conducta para los amantes de los niños”, un tutorial con descripción detallada sobre cómo acercarse a los niños y seducirlos sin ser descubiertos. Huelga apostillar aquí que las descargas las hacen personas, hombres en un 95% de los casos si aplicamos las estadísticas anteriores. 

Vi que al menos uno de cada cinco menores es víctima de violencia sexual durante la infancia. Por pura aritmética pesimista, si usted hace recuento de cuántos niños conoce, ya puede hacer el cálculo de cuántos de ellos podrían ser víctimas de abuso. Uno de cada cinco. Nuestros hijos, sobrinos, nietos, hermanos. 

Vi a personas a las que admiro y respeto afirmar que “Lolita” de Nabokov es una historia de amor. ¿Una historia de amor en lugar de una historia de violación y abusos? Tuvimos que ver a Lolita, tras la publicación de la novela y de ser llevada al cine, convirtiéndose en un adjetivo y a la RAE definiendo el término como una “adolescente seductora y provocativa”, mientras leíamos en la novela cómo Lolita lloraba amargamente por las noches después de que Humbert Humbert la violara. Escuché hablar de nínfulas en lugar de niñas violadas, como si la menor de edad ejerciera el control sobre el adulto por medio de la seducción, cuando es la niña la que está sometida a él. 

También vi monstruos que no eran monstruos, sino hombres con madre, con padre, con hermanos, con mujer e hijos. Vi hombres narcisistas sin remordimientos. Los vi en los colegios; en las iglesias (me falta espacio para insertar enlaces a noticias relacionadas); en la web oscura, la profunda y la luminosa; en asociaciones deportivas; en vecindarios como los suyos y los míos. 

El cartel, por más vueltas que le he dado a su lectura intentando olvidar todo lo visto, se asemeja más al eslógan del pedófilo que insiste en que los niños tienen derecho y capacidad de elegir, y por lo tanto, pueden demostrar el rechazo si no le gusta algo

Todo eso vi cuando quise escarbar un poco, cuando mis uñas se llenaron de la tierra espolvoreada sobre muchas de las infancias muertas. No se puede vivir todo el tiempo con el peso de tantas barbaries vistas, es cierto, y quizás nuestra lectura epidérmica de la realidad sea la razón para que una campaña como la que lanzó el Ayuntamiento de Almería recientemente viera la luz y escapara a todos los controles de ojos que miran o que debieran mirar. 

Y me pregunto: Si yo vi todo eso, ¿cómo ellos no vieron? 

El lema que acompaña a la imagen de un niño (repito, de un menor) “Si dices no, no es sexo, es agresión”, vinculando el sexo con menores a su consentimiento, parece más el cartel de una campaña de concienciación del Movimiento Activista Pedófilo que de una institución que pretenda prevenirlo. Se asemeja más a un canto del pedófilo que defiende su derecho a amar a los niños y su derecho de expresión alegando que cuando no hay violencia, explotación o prostitución, su preferencia sexual debe ser respetada. El cartel, por más vueltas que le he dado a su lectura intentando olvidar todo lo visto, se asemeja más al eslógan del pedófilo que insiste en que los niños tienen derecho y capacidad de elegir, y por lo tanto, pueden demostrar el rechazo si no le gusta algo. Ese cartel ha vestido las calles céntricas de Almería por error, tal y como declaró la alcaldesa Mª del Mar Vázquez. Por error

Una, que lleva más de dos décadas trabajando en comunicación corporativa e institucional y casi un centenar de campañas a cuestas, no puede comprender tantos errores dándose la mano en el mismo eje creativo: desacierto del que hace el briefing, del que redacta el informe técnico y adjudica (un 40% de ponderación se le daba al mensaje claro y novedoso, fundamentado y justificado en cuanto al concepto concreto de esta campaña “violencia sexual como prevención de la violencia de género”), del responsable de comunicación, del responsable municipal del contrato, del responsable de cuentas de la agencia adjudicataria (La Mina Publicidad), del creativo. 

¿Ninguno lo vio? ¿Qué nombre le damos a esto? ¿A esto que nos pasa?

Me pregunto si no tendríamos que reclamar una campaña de sensibilización para los que nos sensibilizan: para las agencias, los periodistas, los gabinetes, las corporaciones

Una, que continúa creyendo en la milonga que le contaron en la universidad sobre la función de los medios de comunicación en la sociedad, aquello de la información veraz y contrastada que repetimos hasta la extenuación, tampoco puede entender cómo la alcaldesa (PP) pide perdón por el error cometido públicamente y hay medios como ABC y La Razón que únicamente se centraron en el quién de forma errónea (otro error, vaya por Dios), apuntando con el dedo al Ministerio de Igualdad en lugar de al mencionado Ayuntamiento. Me pregunto qué habrá sentido ese niño de cada cinco que fue abusado al ver el cartel y presenciar el circo posterior. Me pregunto qué habrá sentido Patricia y todas esas niñas que yo vi. 

Para atreverse a sensibilizar, hay que sentir primero. Levantarse de la silla de la oficina, del sofá de tu casa y escuchar a ese colectivo sobre el que queremos sensibilizar. Pasar unos días con la ciudadanía para hacer una campaña sobre reducción de trámites administrativos. Hablar con una mujer maltratada. Con un indigente. Con un inmigrante. Con un parado. A lo mejor eso es lo que nos pasa, que nos levantamos poco. Porque entonces el problema es más endémico que un mero cartel erróneo. 

Me pregunto si no tendríamos que reclamar una campaña de sensibilización para los que nos sensibilizan: para las agencias, los periodistas, los gabinetes, las corporaciones. Porque para conmover, concienciar, enternecer, humanizar, emocionar o impresionar hay que saber –pero sobre todo querer– mirar primero. 

Vi niñas maniatadas con la mirada perdida. Vi tipos agarrando cabezas, cabezas pequeñas, diminutas, frágiles. Vi culpa en las víctimas, muy poca en la de los pederastas, ninguna en la iglesia. A veces la culpa de las niñas revoloteaba a mi lado, sobre todo por las noches, hablándome de sus historias. Vi preguntas flotando en el aire viciado: ¿Qué hice para que se fijara en mí? ¿Por qué no me resistí con más fuerza? ¿Con más firmeza? 

Vi gritos silenciosos, niñas arrancándose postillas para que ese dolor de la piel, infinitamente más liviano y superficial que el que le propinó el pederasta de turno, consiguiera restarle brillo a ese otro dolor profundo. Dolor sobre dolor. Vi niñas que dejaron de ser como las demás porque algo las hizo ser diferentes y muchos consintieron. Otros guardaron silencio. Vi mujeres de ocho, de nueve años. Vi niñas frágiles de cuarenta y cinco, de cincuenta. Vi infancias meciéndose en un columpio oxidado, tapándose la cabeza bajo la colcha al llegar la noche, rezando un padre nuestro y preguntándose dónde estaba Dios entonces, dónde estuvo todo el tiempo. Creo que Dios nunca les contestó.