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Un paso más en el odio a los menores
Cuando la pandemia todavía ocupaba la mayor parte de la actualidad informativa, la Junta de Andalucía aprovechó para cerrar el último centro de menores infractores que quedaba de gestión pública. En realidad, suponía la consumación de un proceso iniciado con los gobiernos socialistas, aunque siempre de manera más paulatina, poquito a poco, como estilaban, hasta que ya no había vuelta atrás. Finalmente, el mes pasado, el Gobierno de Moreno Bonilla concluyó los pasos para privatizar por completo el sistema de Justicia juvenil en Andalucía. Eso ocurría a la vez que nos enterábamos de cómo en Madrid, y también en Valencia, chicas menores tuteladas por la Comunidad eran captadas para su explotación sexual, en un infierno que pasaba igualmente por convertirlas en adictas a las drogas.
En Andalucía no han faltado tampoco escándalos de graves consecuencias, incluida la muerte del joven Ilias Tahiris en un centro de menores infractores, que desde el Gobierno se trató de minimizar con informaciones tergiversadas, hasta que actuó el Defensor del Pueblo. La muerte de Tahiris y la explotación de esas chicas habría provocado que cualquier gestor con un mínimo de sensibilidad hiciera todo lo necesario para garantizar la protección de los menores a su cargo, un sector especialmente delicado. Sin embargo, entregar la gestión de estos centros a los intereses de mercado denota una salvaje falta de humanidad.
El cierre y la privatización de estos centros ha arrojado a los menores y a sus familias a un periplo de mayor inestabilidad y falta de atención, al tiempo que las plantillas se han visto, de un día para otro (a veces de manera literal), despojadas de sus puestos y trasladadas de forma aleatoria a otras instituciones. Aquí pueden leer el testimonio en primera persona de una de esas trabajadoras. Semejante desprecio a los profesionales que cuidan a los menores más vulnerables sí es marca de la casa Moreno Bonilla. Y duele, además, porque desde que Imbroda ocupa su cargo como consejero de Educación se está llegando a situaciones inimaginables.
En lo peor de la pandemia Imbroda abandonó al alumnado sordo, al que dejó sin intérpretes para seguir telemáticamente las clases durante los meses escolares del confinamiento. En la actualidad, ese maltrato lo ha hecho extensivo incluso a las PTIS (Personal Técnico de Integración Social), profesionales de los centros educativos al cuidado de las niñas y niños con necesidades especiales. Imbroda y su jefe se niegan a considerarlas personal esencial; por el contrario las quieren convertir en “complementarias”. La inquina ha alcanzado tal extremo que, para acallar las protestas, a ellas también las trasladan, y si hace falta a horas de distancia de su puesto habitual. Les castiga, sí, pero además ocasiona intensos trastornos a unos menores particularmente vulnerables que, a lo largo de los cursos, ya habían generado un vínculo con su cuidadora, repentinamente desplazada.
Yo no salgo de mi asombro, no me quiero acostumbrar. La Junta y varias de sus Consejerías están en manos de individuos que, por encima de cualquier otra consideración, siempre pondrán el beneficio económico, incluso cuando se trate de niñas y niños. No representan a la mayoría de la ciudadanía andaluza, eso es obvio, por mucho que se hayan adueñado de materias tan sensibles. No les frenan ni las protestas, ni los parones ni las huelgas y manifestaciones. Y aun así, pretenden adelantar las elecciones autonómicas, seguros de una victoria más holgada, quién sabe si metiendo a Vox en el Gobierno. ¿De verdad lo vamos a permitir? Para mí, en las próximas elecciones se vota por algo más que la pura gestión política y económica. Votaremos por la vida.
Cuando la pandemia todavía ocupaba la mayor parte de la actualidad informativa, la Junta de Andalucía aprovechó para cerrar el último centro de menores infractores que quedaba de gestión pública. En realidad, suponía la consumación de un proceso iniciado con los gobiernos socialistas, aunque siempre de manera más paulatina, poquito a poco, como estilaban, hasta que ya no había vuelta atrás. Finalmente, el mes pasado, el Gobierno de Moreno Bonilla concluyó los pasos para privatizar por completo el sistema de Justicia juvenil en Andalucía. Eso ocurría a la vez que nos enterábamos de cómo en Madrid, y también en Valencia, chicas menores tuteladas por la Comunidad eran captadas para su explotación sexual, en un infierno que pasaba igualmente por convertirlas en adictas a las drogas.
En Andalucía no han faltado tampoco escándalos de graves consecuencias, incluida la muerte del joven Ilias Tahiris en un centro de menores infractores, que desde el Gobierno se trató de minimizar con informaciones tergiversadas, hasta que actuó el Defensor del Pueblo. La muerte de Tahiris y la explotación de esas chicas habría provocado que cualquier gestor con un mínimo de sensibilidad hiciera todo lo necesario para garantizar la protección de los menores a su cargo, un sector especialmente delicado. Sin embargo, entregar la gestión de estos centros a los intereses de mercado denota una salvaje falta de humanidad.