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Patriotas por cuenta ajena

6 de enero de 2021 19:30 h

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Cada vez que dicen patria, pienso en el pueblo y me pongo a temblar. Los versos de Carlos Cano sobre la guerra de Las Malvinas ilustran perfectamente el escalofrío que cualquier persona decente tiene derecho a sufrir cuando cualquiera –persona, partido, estado o cosa—se erige en único propietario de la tierra que compartes.

Vivimos un tiempo en el que –como ya anunciara Joan Manuel Serrat en su canción Salam Rashid--, hay quien envuelve las porras en banderas. Así ocurrió siempre. Y, ahora, más. Gibraltar ha sido siempre un buen recurso para sacarle brillo al detector de patriotas y de vendepatrias. Los primeros otorgaban ambos títulos, porque resultaba impensable que ningún español de bien aceptara que Gibraltar siguiera perteneciendo a la pérfida Albión que, en efecto, sostiene un imperio pérfido, como todos los imperios y por mucho que el inglés nos haya regalado al menos a William Shakespeare, a Charles Dickens, a Dora Carrington, a Charles Chaplin, a Virginia Wolf, a nuestro Gerald Brenan, a Los Beatles, a Mary Quant o a John

Galliano, entre muchos otros bucaneros del talento. Durante trescientos años, los patriotas oficiales de este país han fracasado en su intento de reconquistar el Peñón, pero han tenido un éxito formidable a la hora de fastidiarle la vida a sus compatriotas, convecinos de ese doble anacronismo histórico que, entre Londres y Madrid, nos sigue anclando al siglo XVIII. Todavía, el Campo de Gibraltar recuerda que, bajo el mandato de aquel ministro José Manuel García Margallo, orgulloso émulo de Fernando María de Castiella al grito sempiterno de Gibraltar Español, el Gobierno le reclamaba patriotismo (sic) a los matuteros que cruzaban la Verja con unos cuantos cartones de tabaco que, paradójicamente, hasta hacía unos años, vendía Tabacalera y Altadis a los contrabandistas gibraltareños que volvían a ponerlos en circulación aprovechando la diferencia de aranceles.

Imbuidos por dicha corriente de pensamiento, son miles los españoles que le harán caso a las bravuconadas de Vox, llamando traidor a un gobierno que ha logrado, por primera vez en doscientos años, recuperar parte del control, aunque sea remoto, de lo que ocurre en el istmo anexionado --sin resistencia, por cierto-- por las fuerzas de Su Graciosa Majestad, en 1815, en tiempos del españolísimo rey Fernando VII que, tras abolir la Constitución de Cádiz, aceptó que las tropas británicas se quedaran en la zona desmilitarizada donde se había permitido que colocaran un hospital de campaña para combatir la fiebre amarilla.

En 1908, el ejército británico levantó la Verja actual sobre dicho territorio sin que la España del ultraespañolista Antonio Maura y del “rey político” Alfonso XIII moviera un dedo para evitarlo. Fue entonces cuando se delimitó bajo la bandera de la Unión Jack un total de 106 hectáreas de las 156 de la zona española desmilitarizada. Los ingleses empezaron a construir el aeropuerto en 1938, en plena guerra civil española y en una zona del Estrecho controlada por el franquismo que recibía ayuda bajo cuerda de sus correligionarios gibraltareños y del gobernador británico de la Roca. Era la época en que el Rey Eduardo VIII de Inglaterra había abdicado en 1936 para casarse luego con la divorciada Wallis Simpson en casa del espía nazi Charles Bedaux para ser recibidos luego por Hitler en Berlín. Y del conde Ciano, ni hablamos. Ni de la secuela de ministros franquistas sobornados para convencer a Franco de que no permitiera al führer que sus ejércitos cruzaran la Península para reconquistar la Roca en la proyectada y nunca ejecutada Operación Félix.

En 1953, el generalísimo Francisco Franco, el de España una, grande y libre, le abre la puerta a la construcción de bases norteamericanas en suelo español, durante la Guerra Fría. “Quien se aclama el Salvador/ de España nos la ha vendido”, denunciaba Rafael Alberti, disfrazado de Juan Panadero, en su poema Rotal Oriental Spain. Mientras toda esa larga serie de supuestas traiciones a la españolidad se cometían desde el poder político y desde las respectivas jefaturas de Estado de nuestro país, ¿qué regalaban a la población del Campo de Gibraltar, a los hijos, nietos, bisnietos y tataranietos de los exiliados del Peñón en 1704?

Durante el siglo XVIII, a muchos campogibraltareños de nacimiento o de adopción, se les permitió ejercer de corsarios, eso sí. Durante el siglo XIX, cuando ya no había asedios contra un Peñón donde se refugiaban todos los fugitivos del cainismo ibérico de las dos últimas centurias –desde Torrijos a Angel María de Lera--, se contabilizaban, según el profesor Rafael Sánchez Mantero, alrededor de cien mil contrabandistas en toda Andalucía.

El resto, la pesca, las huertas, la Brigadilla, los arrieros, el corcho de La Almoraima o de los marqueses de Larios. Y enfrente, la Brigadilla y todos los ejércitos que no han ganado una guerra en dos siglos, salvo que fuera en contra de los propios españoles: incluyendo a Sidi Ifni y a la del Sáhara, aquella provincia española que abandonamos patrióticamente cuando el Caudillo estaba a punto de espicharla y Juan Carlos I estrenaba trono. ¿Hemos oído la palabra traición por boca de quienes parecen tener su uso exclusivo?

Así fue siempre: en 1915, nació el filósofo Adolfo Sánchez Vázquez, en la calle Ríos de Algeciras. Cuando me habló de su infancia, solía recordar que en aquel momento, en aquella ciudad que también es la mía, sólo se podía nacer entre quienes se dedicaban al contrabando y quienes se dedicaban a perseguirles. Y él creció entre los segundos, aunque eligió la causa de los primeros.

Cuando Franco cerró la Verja, en 1969, se prometieron pingües beneficios para la parte española del viejo contencioso. Así, a través de un formidable plan de desarrollo, se llenó de chimeneas una Bahía que hubiera podido ser una prolongación natural del turismo que empezaba a llenar la Costa del Sol. Aunque, en realidad, no tengo muy claro si hubiera sido mejor.

En aquella década, Monseñor Antonio Añoveros, aquel obispo demócrata, mandó a sus curas, monjas y allegados, a realizar un estudio sociológico pedestre sobre las cotas de marginación de la zona. Su proporción, en torno al 20 por ciento de la población, sigue siendo la misma de ahora, cincuenta años después, con un 33 por ciento de paro en La Línea y una economía sumergida que no sólo alcanza a los ilícitos y al hortera narcotráfico del mundo cani.

¿Algún patriota cerca para acabar con todo esto, o al menos intentarlo, para darle una opción de supervivencia económica a La Línea de la Concepción, para que el urbanismo atroz no siga suponiendo o una constante gallina de los huevos de oro para unos cuantos bolsillos, para que los vertidos industriales y urbanos convirtiesen en una cloaca a una de las Bahías más hermosas del mundo?

Hoy por hoy, un ferrocarril birrioso que incumple sistemáticamente los plazos de modernización del corredor mediterráneo, sigue estrangulando el crecimiento del puerto de Algeciras que hubiera podido derrocar a Rotterdam como locomotora portuaria europea si el patriotismo español hubiera asumido que la patria bien entendida puede empezar perfectamente por mejorar las comunicaciones. O la educación pública, sin ir más lejos.

Supongo que todo esto es menos importante que unos cuantos gibraltarólogos --que llevan perdiendo a Gibraltar todos los días desde hace tres siglos--, piensen que se ha vulnerado la parte contratante de la segunda parte por algo tan deleznable como no amargar la vida cotidiana a 300.000 españoles y 33.000 yanitos. El patriotismo por cuenta ajena prefiere quedarse en retaguardia escribiendo encendidos discursos y marchas triunfales, mientras la gloriosa infantería la palma.

La épica resulta útil pero a menudo se basa en falsedades: “El PP dejó un acuerdo con la UE que permitía aprovechar el Brexit para negociar la cosoberanía, plan de inversiones y régimen fiscal especial para el Campo y el Peñón. Una vez más, lo ha malogrado”, apostilló Pablo Casado, presidente del Partido Popular, tras el Acuerdo de Nochevieja.

Se refería presumiblemente a la hoja de ruta que habría marcado el por otra parte eficiente ministerio de Alfonso María Dastis, justo cuando se desencadenó el Brexit tras el referéndum de 2016. Dos años más tarde, habría de adoptarse el compromiso de los memorandos con los que habría que desarrollar la relación futura de Gibraltar con su entorno tras el Acuerdo de Retirada y cuya negociación aún está pendiente de cerrar. Y justo cuando se iniciaba esa fase, Mariano Rajoy, en sus últimos meses de Gobierno, pasó de proclamar en 2016 que “Gibraltar es español, con Brexit o sin Brexit”, a confesar con su conocida capacidad retórica y tras un Consejo Europeo celebrado en marzo de 2018, que “en las conversaciones con Gibraltar no se va a tratar el tema de la soberanía porque una cosa es el Brexit y otra que nosotros mantengamos, como no podía ser de otra manera y como todo el mundo entiende es nuestra posición; pero estamos ahora hablando del Brexit y el tema de la soberanía no se trata aquí”.

El video que contenía sus declaraciones de entonces fue repicado ayer por las redes sociales, mientras no sólo corría como la pólvora un retuit de Josep Piqué, ministro de Exteriores durante el segundo mandato de José María Aznar, proclamando “Well Done!” a un mensaje de la actual ministra Arancha González Laya por la misma vía, en el que anunciaba el principio de

acuerdo con el Reino Unido sobre Gibraltar, definiéndolo como “un tiempo de esperanza. Una nueva relación. Derribamos barreras para construir prosperidad compartida. Principios irrenunciables, compromiso con ciudadanos”. También en este asunto, Pablo Casado parece más cerca de Santiago Abascal que de los vintage Piqué y Rajoy. Pero también se empeña en situarse en las antípodas de los muy actuales Juan Manuel Moreno Bonilla, presidente de la Junta de Andalucía, o José Ignacio Landaluce, senador del PP y alcalde de Algeciras. Todos estos últimos han apostado por la real politik. Y porque el movimiento de la patria se demuestre andando, sin fastidiar demasiado al vecindario.

Las directrices iniciales se han incumplido todas y si es cierto que todo eso figuraba entre los propósitos de los negociadores, cuesta viajar de las musas al teatro. Al menos, el 4 de marzo de 2019 fueron los diputados españoles del PP y del PSOE quienes lograron que el Parlamento Europeo aprobara el reglamento de exención de visados para después del Brexit en el cual se calificaba como colonia al Peñón, algo que no sirve de mucho pero que no había ocurrido hasta entonces.

Bien está que parte de nuestra diplomacia en la sombra, los eruditos a la violeta del Peñon, se dediquen a estos juegos de palabras. Pero que no jueguen con las cosas de comer. Al menos hasta que exista un compromiso para que los españoles de este lado del frente, se les garantice aquí el trabajo y la dignidad que obtienen bajo la pérfida Albión y los escorpiones de la Roca. Sería un bonito regalo de Reyes Magos.

Cada vez que dicen patria, pienso en el pueblo y me pongo a temblar. Los versos de Carlos Cano sobre la guerra de Las Malvinas ilustran perfectamente el escalofrío que cualquier persona decente tiene derecho a sufrir cuando cualquiera –persona, partido, estado o cosa—se erige en único propietario de la tierra que compartes.

Vivimos un tiempo en el que –como ya anunciara Joan Manuel Serrat en su canción Salam Rashid--, hay quien envuelve las porras en banderas. Así ocurrió siempre. Y, ahora, más. Gibraltar ha sido siempre un buen recurso para sacarle brillo al detector de patriotas y de vendepatrias. Los primeros otorgaban ambos títulos, porque resultaba impensable que ningún español de bien aceptara que Gibraltar siguiera perteneciendo a la pérfida Albión que, en efecto, sostiene un imperio pérfido, como todos los imperios y por mucho que el inglés nos haya regalado al menos a William Shakespeare, a Charles Dickens, a Dora Carrington, a Charles Chaplin, a Virginia Wolf, a nuestro Gerald Brenan, a Los Beatles, a Mary Quant o a John