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Pedir peras a un ficus
“Yo le pedí peras a un olmo / y el poresito me las dio”, le escuché hace mucho cantar a un flamenco. No sé cómo seguía aquella letra, pues me quedé absorta en ese inicio, salido de una garganta desgarrada de ternura, que habla del amor de quien entrega hasta lo que no puede darte.
En los días señalaítos del pasado agosto –casi nadie en las ciudades, mes inhábil en los juzgados-, cuando sucedió que un juez paró la tala de un ficus centenario en el barrio sevillano de Triana, esta soleá se me vino a los labios y la estuve cantiñeando para mis adentros. Y es que, a ese árbol de 110 años, monumento natural del que ahora solo queda un muñón tenebroso, le hemos pedido peros. Y el poresito nos los ha dado. De repente, ese magnífico ejemplar se ha puesto a dar unos frutos extraños, de piel astringente y corazón sabroso. Les vengo a hablar de ellos.
Hay quienes piensan que hay que elegir entre matar al árbol o que el árbol nos mate a nosotros de un ramazo. Como si acaso no existiera una medida para que los árboles no supongan un peligro: se llama mantenimiento
El primer fruto –amargo- que ha dado este ficus es duro como una piedra. Como una piedra de toque, que permite calibrar el compromiso real de las ciudades con el medioambiente, el clima y la presencia, benefactora y en condiciones de seguridad, del arbolado. Para que cargarse un ejemplar centenario, emblemático para un barrio, vivo, sano y dador de sombra, oxígeno, pájaros repiones y frescor en la ciudad de los 45 grados no sea un disparate del tamaño de Chicago, quien otorga la licencia para ello ha de estar totalmente seguro de que no hay más remedio. Acabar con algo así no puede ser una de las posibles opciones, sino la última de ellas. Ha de asegurarse por completo de que no existe ninguna otra manera de garantizar la seguridad de las personas y del entorno del que forma parte, protegido en su conjunto como bien de interés cultural. Esta certeza se obtiene mediante estudios interdisciplinares objetivos, realizados por expertos independientes. Y eso es lo que parece faltar en este caso, según sostienen quienes presentaron el recurso que ha sido admitido a trámite. Como saben, la Justicia ha paralizado cautelarmente la tala del árbol.
Si abrimos esta fruta áspera, comprobamos que dentro contiene las pepitas de la discordia. Falsas dicotomías, por ejemplo. Hay quienes piensan que hay que elegir entre matar al árbol o que el árbol nos mate a nosotros de un ramazo. Como si acaso no existiera una medida para que los árboles no supongan un peligro: se llama mantenimiento. El argumento de que no puede haber árboles en las ciudades porque suponen un riesgo para los viandantes, además de condenarnos al desierto urbano, se revela como falaz. Les invito a visitar Berna, por ejemplo, o Frankfurt, o Londres, para comprobarlo. Por otra parte, nos consta que la ciencia y la técnica han avanzado una barbaridad, tanto como para mandar un cacharro galáctico a Marte, o como para evitar que las raíces de los grandes ejemplares fastidien calzadas y edificios. Realizar mantenimientos periódicos o colocar barreras anti-raíces cuesta dinero, pero por fin comenzamos a aprender que sale mucho más caro acabar con la naturaleza que preservarla. Hace algo más de un año leíamos en la prensa local que la parroquia donde está emplazado el árbol se mostraba dispuesta a ceder al Ayuntamiento ese espacio. Si la propiedad no quiere o no puede hacerse cargo del ejemplar, hay soluciones para repensar la alianza entre el árbol y quienes se cobijan bajo su sombra. Varias iniciativas ciudadanas de ese barrio así lo han expresado.
La opinión pública ha comenzado a fijarse, quizá por vez primera, en los árboles que tiene alrededor. O, mejor dicho, ha comenzado a ver la sombra que no hay, los árboles que faltan
En los días que han seguido a la crisis del ficus de San Jacinto, ha madurado una fruta extraña: la de la reflexión y la conciencia social sobre el valor incalculable de la naturaleza en las ciudades -en parques, plazas, calles, arriates de nuestros patios, espadañas, ríos, azoteas…-. No solo en Sevilla, también en el resto de España (le leíamos el pasado lunes a Juan Cobos Wilkins que en Huelva han conseguido impedir la tala de otro ejemplar en la Plaza Niña) y también en el extranjero (también leíamos el mismo lunes la cobertura que hacía al caso del ficus sevillano el diario francés Liberation). La opinión pública ha comenzado a fijarse, quizá por vez primera, en los árboles que tiene alrededor. O, mejor dicho, ha comenzado a ver la sombra que no hay, los árboles que faltan, y a reclamar una política de protección del arbolado en sus ciudades. La imagen del ficus histórico, a punto de ser reducido a tocón, ha sido una campaña de sensibilización –de esas de efecto shock- de la importancia de la coexistencia de la naturaleza y las personas en las ciudades.
Quizá por vez primera, no pocas personas han visto como algo importante la conservación, con garantías de seguridad, de la naturaleza como algo valioso en sí mismo. El término “ecologistas”, empleado por algunos como un cliché e incluso como una caricatura, ha dejado de funcionar, como dejó de funcionar hace tiempo el del “feministas” con matiz despectivo. Pero es que, además de ser consciente del valor que la naturaleza tiene en sí misma, buena parte de la opinión pública se ha parado a pensar en los beneficios de la misma para sus vidas y en la vertebración de las ciudades. El urbanismo no es solo una manera de organizar el espacio, sino los vínculos que se establecen en él. No son las mismas las gentes que se crían en una ciudad de plazas duras, sin asientos ni fuentes, que conciben las calles como mero lugar de tránsito que las que crecen conversando a la sombra de los árboles de la plazoleta.
Los grandes retos de las ciudades actuales pasan por el clima, la sostenibilidad, la mitigación de la contaminación, los bienes comunes y la coexistencia con la naturaleza
Los grandes retos de las ciudades actuales pasan por el clima, la sostenibilidad, la mitigación de la contaminación, los bienes comunes y la coexistencia con la naturaleza. Algunos de estos retos no son fáciles, pero cada vez más personas piden soluciones conjuntas e innovadoras. Si no –eso advirtió Lorca- vendrán las iguanas vivas a morder a los hombres que no sueñan. Y, eso, duele.
En algunas ocasiones, hacen falta soluciones innovadoras, nuevas herramientas y proyectos. En otras, todo es mucho más sencillo: basta con apostar e invertir –lo mismo que se invierte en restaurar una catedral- en conservar y legar intacto el patrimonio vivo que nos dejaron quienes, un lejano día, plantaron un árbol a las puertas de su casa, que ahora es la nuestra.
“Yo le pedí peras a un olmo / y el poresito me las dio”, le escuché hace mucho cantar a un flamenco. No sé cómo seguía aquella letra, pues me quedé absorta en ese inicio, salido de una garganta desgarrada de ternura, que habla del amor de quien entrega hasta lo que no puede darte.
En los días señalaítos del pasado agosto –casi nadie en las ciudades, mes inhábil en los juzgados-, cuando sucedió que un juez paró la tala de un ficus centenario en el barrio sevillano de Triana, esta soleá se me vino a los labios y la estuve cantiñeando para mis adentros. Y es que, a ese árbol de 110 años, monumento natural del que ahora solo queda un muñón tenebroso, le hemos pedido peros. Y el poresito nos los ha dado. De repente, ese magnífico ejemplar se ha puesto a dar unos frutos extraños, de piel astringente y corazón sabroso. Les vengo a hablar de ellos.