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El peligro de alimentar la industria del odio desde las administraciones públicas
Hace tan sólo unos días conmemorábamos con orgullo el aniversario de nuestra Constitución. Huelga decir que con ella se cimentaron los principios y las bases sólidas que marcaron nuestro presente y nuestro futuro como nación. Tras décadas de atraso social mediante la dictadura que asoló el país, la Constitución española se convirtió en el germen del progreso, del trabajo y de la convicción de aquellos y aquellas demócratas que, antes que nosotros, situaron al Estado español en un nuevo horizonte.
Debemos, por tanto, quienes sucedimos a esos hombres y mujeres que firmaron la Constitución, entre ellos nuestro siempre admirado tío Juan de Dios Ramírez Heredia, recoger su testigo y continuar mejorando lo que aún nos falta. Somos inconformistas, por supuesto, pero conscientes de que necesitamos también altura de miras. Y entre ellas, las instituciones públicas, como garantes de nuestra democracia, deben ser las primeras que ejerzan, por imperativo legal, ese trabajo de mejora continua. Asegurando además que nadie se quede atrás. El tiempo apremia. Más aún cuando las sociedades avanzan a un ritmo vertiginoso y, con ellas, un sistema democrático que debe –como decimos, por imperativo categórico– contar con representantes políticos a la altura de las circunstancias.
Pedimos, como no podía ser de otra manera, altura de miras en la defensa de un Estado del Bienestar inclusivo y sólido en sociedades democráticas modernas. Y es que, más allá de garantizar derechos fundamentales como la salud, la educación y el empleo, deben proporcionar un marco de protección especialmente necesario para grupos sociales en situaciones de vulnerabilidad, como las personas migrantes, romaníes y otras comunidades afectadas por la exclusión estructural. Este artículo busca abordar la relevancia de estas políticas desde una perspectiva académica y pedagógica, sustentada en datos empíricos y con una firme apelación a los Derechos Humanos como principio rector.
Quienes habitan en los barrios más pobres de la ciudad tienen una esperanza de vida hasta nueve años menor que la media. Este indicador no sólo ilustra una desigualdad inadmisible, sino que conecta factores estructurales
Diversos estudios han evidenciado que las personas que residen en contextos de vulnerabilidad enfrentan barreras sistémicas que impactan de manera directa en su calidad de vida. Dicho de otra manera, ningún ser humano tiene como aspiración vivir en la exclusión, la pobreza y la desidia económica y/o psicológica. Ese principio debería conocerse sobradamente por toda la sociedad. Sin embargo, todavía solemos como sociedad comprar discursos vacíos que tratan de poner en jaque las condiciones de los grupos más debilitados. Para ello, traemos a colación el reciente informe de la Universidad de Sevilla por ser particularmente revelador: quienes habitan en los barrios más pobres de la ciudad tienen una esperanza de vida hasta nueve años menor que la media. Este indicador no sólo ilustra una desigualdad inadmisible, sino que conecta factores estructurales como la falta de acceso a servicios sanitarios de calidad, la precariedad laboral, el hacinamiento habitacional o las deficientes condiciones educativas.
Al hilo de los datos que nos proporciona el estudio de tan prestigiosa universidad, también debemos añadir los que, en el ámbito específico de las personas romaníes, tratamos en los distintos foros y simposios en los que participa Fakali como entidad experta: las personas romaníes tienen en España hasta diez años menos de esperanza de vida, tal como nos alertaba la OMS antes de la pandemia. Es decir, encontramos una explicación a esta conexión entre ambos estudios: los ordenamientos y planteamientos urbanísticos de las grandes ciudades, los equipamientos, las condiciones de vida… Nada es casual, sino consecuencia de prácticas, represiones y hostigamientos históricos que, de nuevo, ponen en el disparadero del progreso social a una población constituida por un millón de personas.
Además, estudios de investigadoras de sobrada solvencia científica, como María Magdalena Jiménez Ramírez, profesora titular del Departamento de Pedagogía de la Universidad de Granada, han constatado que la exclusión no se limita al ámbito económico, sino que también en esta misma conceptualización encontraríamos factores sociales, políticos y culturales. Así, personas migrantes y comunidades romaníes, por ejemplo, se enfrentan a una triple discriminación: social, cultural y administrativa. Lo que exacerba su marginación. Este fenómeno, conocido como “círculo de la pobreza”, perpetúa la desventaja intergeneracional y debilita la cohesión social. Así pues, hablaríamos de los determinantes sociales, estructurales y sistémicos que vuelven a golpearnos día tras día.
Aquellos mensajes populistas que demandan "mano dura" o atribuyen los problemas de barrios desfavorecidos exclusivamente a la "droga" no sólo simplifican una realidad compleja, sino que alimentan la "industria del odio"
Para hablar de políticas de bienestar, debemos también citar a Ana Arriba González de Durana, del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC), que explica que los inicios de las mismas se encuentran tras la Segunda Guerra Mundial. Es decir, que tras una época tan dura como fue la década de los 40, los estados tuvieron la necesidad imperiosa de recuperar la maltrecha economía y la fractura social por medio de unas políticas que, en los últimos años, “han recibido menor atención”, tal y como refiere la citada autora.
La lógica de la activación fue institucionalizada en Europa por el Tratado de Ámsterdam (1997), que consolidó el fomento de la empleabilidad y el concepto de “inclusión activa”. Ante la definición en la UE de un modelo basado en el crecimiento por parte de las Estrategias de Lisboa 2000-2010 y Europa 2010-2020, se fomenta la idea de que para alcanzar la cohesión social es necesaria la inserción laboral, y esta máxima impregna la mayoría de los instrumentos de protección social, como es el caso de las RMI.
Frente a esta realidad, en nuestro país han ido apareciendo desde hace décadas (y reforzándose tras la pandemia) ciertas políticas recuperadoras de esos colectivos vulnerabilizados, como es el caso del Ingreso Mínimo Vital (IMV) y la Renta Mínima de Inserción, que han demostrado ser herramientas clave para mitigar los efectos socioeconómicos de la exclusión.
Diversos estudios muestran los beneficios de estas ayudas sociales, sin las cuales un nutrido grupo de personas quedarían desprotegidas ante el avance de un capitalismo voraz que no entiende de vulnerabilidades. Sin embargo, el éxito de estas políticas depende en gran medida de un discurso institucional que refuerce su legitimidad. Aquellos mensajes populistas que demandan “mano dura” o atribuyen los problemas de barrios desfavorecidos exclusivamente a la “droga” no sólo simplifican una realidad compleja, sino que alimentan la “industria del odio”. Esto perpetúa prejuicios y erosiona la confianza en las instituciones democráticas. Es por ello por lo que no podemos permitirnos el lujo de comprar discursos manidos que erosionan incluso el trabajo de las instituciones autonómicas, estatales y europeas por el antojo de quienes continúan con las luces cortas y a demasiada velocidad. Y aún menos si estos discursos provienen de quienes imparten justicia social y representan a un sector poblacional.
El posicionamiento de las administraciones públicas debe ser inequívoco: la defensa de los Derechos Humanos ha de prevalecer sobre cualquier narrativa que fomente la exclusión o el odio
Hablamos de Derechos Humanos como eje rector. Y de ahí proviene la necesidad de que el posicionamiento de las administraciones públicas debe ser inequívoco: la defensa de los Derechos Humanos ha de prevalecer sobre cualquier narrativa que fomente la exclusión o el odio. Esto implica no sólo garantizar la inclusión social mediante programas de apoyo, sino también combatir de forma activa las prácticas y discursos que criminalizan a grupos vulnerables. De lo contrario, en un corto espacio de tiempo podríamos hablar de consecuencias devastadoras en diversas áreas de la vida de un porcentaje de personas que, recordemos, va en aumento. La exclusión misma alcanza datos demoledores.
Desde Berlusconi a Salvini, pasando por Meloni, Sarkozy (hablando de migrantes como subhumanos) y hasta llegar a los alcaldes de Íllora (hablaba de destierro de familias gitanas cuando el pogromo), sin olvidar al delegado del PP de Granada al que no han echado después de hablar de las “paguitas” de los gitanos durante las elecciones.... Todos tienen en común el mensaje de odio implícito. Y, con ello, habría que estudiar cuánto incrementa el odio cada vez que un representante político, del color que sea, lanza un mensaje de este tipo en nuestras sociedades.
Nuestra Constitución, en su artículo número 1, dice literalmente que “España se constituye en un Estado social y democrático de Derecho, que propugna como valores superiores de su ordenamiento jurídico la libertad, la justicia, la igualdad y el pluralismo político”.
Por eso es tarea de todos, y aún más de las administraciones públicas, hacer del Estado del Bienestar un árbol robusto con frutos, y no con palabras vacías y hasta propagadoras de racismo. Esta es la principal herramienta para garantizar la justicia social y la cohesión en sociedades democráticas. La evidencia científica respalda la necesidad de priorizar políticas inclusivas y de luchar contra discursos que fomentan la división y el odio. Las administraciones deben asumir la responsabilidad de proteger a los grupos vulnerables, no sólo por imperativos éticos, sino por compromiso con los Derechos Humanos y el progreso social. La inversión en bienestar no es un gasto. Es una apuesta por el futuro colectivo de este país.
Hace tan sólo unos días conmemorábamos con orgullo el aniversario de nuestra Constitución. Huelga decir que con ella se cimentaron los principios y las bases sólidas que marcaron nuestro presente y nuestro futuro como nación. Tras décadas de atraso social mediante la dictadura que asoló el país, la Constitución española se convirtió en el germen del progreso, del trabajo y de la convicción de aquellos y aquellas demócratas que, antes que nosotros, situaron al Estado español en un nuevo horizonte.
Debemos, por tanto, quienes sucedimos a esos hombres y mujeres que firmaron la Constitución, entre ellos nuestro siempre admirado tío Juan de Dios Ramírez Heredia, recoger su testigo y continuar mejorando lo que aún nos falta. Somos inconformistas, por supuesto, pero conscientes de que necesitamos también altura de miras. Y entre ellas, las instituciones públicas, como garantes de nuestra democracia, deben ser las primeras que ejerzan, por imperativo legal, ese trabajo de mejora continua. Asegurando además que nadie se quede atrás. El tiempo apremia. Más aún cuando las sociedades avanzan a un ritmo vertiginoso y, con ellas, un sistema democrático que debe –como decimos, por imperativo categórico– contar con representantes políticos a la altura de las circunstancias.