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Los tres peligros de la sentencia del caso Romanones
La absolución del padre Román, juzgado por abusos sexuales en la diócesis de Granada, ha sido tan chocante como esperada. Chocante por la contundencia de los testimonios prestados durante el proceso, que convencieron al propio papa Francisco. Esperada, después del súbito cambio de opinión de la Fiscalía, que pasó de pedir nueve años de cárcel para el sacerdote a defender su inocencia por falta de pruebas y acusar al denunciante de mentir. La sentencia, aunque recurrible ante el Supremo, supone prácticamente dar carpetazo al caso, después de que otros 11 acusados (9 sacerdotes y dos laicos) fueran previamente exonerados al declarar prescritos los delitos.
No sería prudente entrar a juzgar las circunstancias específicas de este caso, y en realidad solo nos queda confiar en que la justicia haya hecho bien su trabajo y no esté dejando a sus anchas a una docena de depredadores sexuales. Igual que cuando el pasado febrero la prescripción libró también al ex vicario de Gipúzkoa de ir a juicio por tocamientos a menores. La realidad es que, más allá del caso Romanones en concreto, la sentencia supone un duro golpe para los movimientos que luchan desde hace años por levantar las alfombras que durante décadas han ocultado las agresiones y abusos perpetrados en el seno de la Iglesia, con la indiferencia, cuando no la abierta complicidad, de la alta jerarquía religiosa.
Lo más preocupante de esta sentencia son así los tres peligrosos precedentes que puede representar.
El primero, revalidar esa sensación de impunidad con la que muchos delincuentes con sotana han actuado durante demasiado tiempo, amparados por una Iglesia que, cuando actuó, optó sistemáticamente por trasladar al sacerdote sospechoso mientras ejercía sin piedad la intimidación sobre las víctimas.
Frente a los cientos, miles de casos destapados en Estados Unidos, en Irlanda, en Australia, hasta ahora en España las denuncias han sido pocas, poquísimas, y apenas una docena de sacerdotes los condenados.
El segundo, que después de la inédita decisión del papa Francisco de exponerse -y arriesgarse- dando públicamente su apoyo al denunciante, la reacción del Vaticano (y de ahí, para abajo) sea volver a mirar para otro lado y dar marcha atrás en su muy tímido, pero valioso, compromiso con la verdad y la justicia.
Y el tercero, por supuesto, es el desalentador mensaje que reciben las víctimas, pasadas y presentes, para que no denuncien, para que dejen las cosas como están. Aquí paz y después gloria.
La absolución del padre Román, juzgado por abusos sexuales en la diócesis de Granada, ha sido tan chocante como esperada. Chocante por la contundencia de los testimonios prestados durante el proceso, que convencieron al propio papa Francisco. Esperada, después del súbito cambio de opinión de la Fiscalía, que pasó de pedir nueve años de cárcel para el sacerdote a defender su inocencia por falta de pruebas y acusar al denunciante de mentir. La sentencia, aunque recurrible ante el Supremo, supone prácticamente dar carpetazo al caso, después de que otros 11 acusados (9 sacerdotes y dos laicos) fueran previamente exonerados al declarar prescritos los delitos.
No sería prudente entrar a juzgar las circunstancias específicas de este caso, y en realidad solo nos queda confiar en que la justicia haya hecho bien su trabajo y no esté dejando a sus anchas a una docena de depredadores sexuales. Igual que cuando el pasado febrero la prescripción libró también al ex vicario de Gipúzkoa de ir a juicio por tocamientos a menores. La realidad es que, más allá del caso Romanones en concreto, la sentencia supone un duro golpe para los movimientos que luchan desde hace años por levantar las alfombras que durante décadas han ocultado las agresiones y abusos perpetrados en el seno de la Iglesia, con la indiferencia, cuando no la abierta complicidad, de la alta jerarquía religiosa.