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Y el pelo, recogido

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Vengo a hablarles de Blanca. Siempre me sedujeron las voces menos privilegiadas que susurran y no aquellas que gritan, esas que apenas se oyen porque se dan en un ambiente con poco oxígeno, hermanastras del silencio. Ya se sabe: el sonido, para que se propague, requiere de un medio. Ya se sabe: en los centros penitenciarios, esos no-lugares, escasea el oxígeno y el sonido y el tiempo y la palabra.

Vengo a hablarles, también, de prisiones: durante mi adolescencia dormí muchísimos fines de semana en la cárcel de la Ranilla, en pleno corazón de Sevilla. Mi mejor amiga era la hija del director de aquella prisión años después cercada por edificios y centros comerciales. La familia al completo vivía dentro de la prisión. ¿Lo pueden imaginar?

Así que siendo ya muy niña, pasando cerca de la garita, aprendí que hay un dentro y un fuera regidos por distintas normas. Una tarde calurosa, borracha de libertad y aventura, con la mirada nublada de tanto rímel, el guardia civil de turno me detuvo pensando que iba a un vis-à-vis a la hora equivocada. Los ojos se me volvieron más oscuros desde entonces. Y mucho más sedientos. Porque aquella confusión, entre otras cosas, sugería que ese fuera y ese dentro tampoco eran territorios con lindes tan disciplinadas y el de fuera bien podía llegar a ser el de dentro y viceversa.

Así que si es usted de los que cree que todos los presos (los internos, me corrige Blanca) están sometidos a una violencia brutal en las cárceles españolas por parte de los funcionarios, no lea esta columna. Si, por el contrario, es de los que cree que los presos (los internos, me corrige Blanca) son todos unos monstruos y deberían recibir mayores correctivos que la mera privación de su libertad, tal y como se hacía antes de que aparecieran las prisiones en su concepción moderna allá por el siglo XVIII (me refiero a aquellas penas corporales como descuartizamiento, crucifixión, lapidación, mutilación, exposición pública, trabajos forzados, expatriación, maceramiento, tantas otras), tampoco lea esta columna.

Desde 2007, con la aplicación de la Ley de Igualdad, se puso fin a las convocatorias por separado de plazas para hombres y mujeres

Ya les dije: vengo a hablarles de Blanca y de las cárceles que hay dentro de las cárceles. Blanca lleva veinte años siendo funcionaria de prisiones y es una de las primeras escalas unificadas. La Ley Orgánica de 22 de marzo de 2007 para la igualdad efectiva de mujeres y hombres, suprimió las escalas masculina y femenina del cuerpo de ayudantes de Instituciones Penitenciarias integrándolas en una sola. Su implantación levantó muchas susceptibilidades (sobre todo masculinas, pero no solo) entre los que alegaban que era un mal entendimiento del principio de igualdad producto del desconocimiento del trabajo del funcionario de prisiones, ya que la evidente inferioridad de la fuerza física en las mujeres ponía en riesgo el buen funcionamiento de las prisiones y la integridad de los compañeros.

Desde 2007, con la aplicación de la Ley de Igualdad, se puso fin a las convocatorias por separado de plazas para hombres y mujeres (con una oferta muy superior de puestos para los hombres frente a los reservados a mujeres) y ellas comenzaron a trabajar en centros penitenciarios masculinos con las funciones de custodia y vigilancia de los internos, responsables de mantener el orden e intervenir en caso de que se produjeran alteraciones del mismo. Se acabó, por así decir, con los desmanes de aquel “los niños con los niños, las niñas con las niñas” grabado a fuego en toda una generación. Como Blanca.

Reconoce que eligió la profesión por el horario (dos días de 14 horas y una noche, seguidos de 5 días de descanso) y la conciliación para criar a sus hijos después de estar años dando tumbos en la empresa privada. Ella no quiere oficinas sino contacto con los internos. Le gusta su trabajo y siente que es útil a la sociedad (a mí, después de tres horas de entrevista, no me cabe duda). Muchas de ellas reconocen que no se hicieron funcionarias de prisiones por vocación, pero que ese gesto no las convierte en menos eficientes en un entorno de trabajo fuertemente masculinizado.

Son las 7:30 de la mañana. Estamos en la prisión de Sevilla 1. No hay aire acondicionado, así que me preparo para lo que viene, con temperaturas que en Sevilla alcanzan los 45 grados en el exterior. La acompaño a pasar por el rastrillo, ese limbo de puertas dobles que separa el fuera del dentro. A las 8 llega el momento más importante del día: el recuento. Los internos confiesan que reconocen al funcionario de turno por la forma de arrastrar las llaves contra las celdas llamando al recuento y esa melodía vaticina cómo de rígido va a ser su día. También saben si el funcionario es hombre o mujer. Solo por el baile de las llaves.

La separación que se hace con los hombres no se hace con las mujeres desde que cerraron la cárcel de Alcalá de Guadaíra (Sevilla), sino que están las 70 en el mismo módulo

Con un breve recorrido me muestra los territorios de este dentro. Módulo 1: Los malos; Módulo 2: Estudio; Módulo 3: Máximo respeto; Módulo 4: Jóvenes. Dos unidades terapéuticas con internos intentando desengancharse; Módulo pre respeto; el de Metadona; el módulo de trabajadores, el de enfermería. En función de cómo sean y se comporten, así se clasifica a los internos. A ellas no, me dice Blanca. La separación que se hace con los hombres no se hace con las mujeres desde que cerraron la cárcel de Alcalá de Guadaíra (Sevilla), sino que están las 70 en el mismo módulo, incumpliendo lo establecido en el artículo 16 de la Ley Orgánica General Penitenciaria y dando lugar a numerosos incidentes. Ayer mismo, una joven masacraba a una anciana extorsionándola para que le pagara unos cafés en el economato porque no le quedaba un euro en la tarjeta de peculio, la tarjeta monedero en la jerga penitenciaria.

Hay voces que afirman que la incorporación de las mujeres funcionarias a las cárceles españolas ha supuesto una mejora en su funcionamiento porque ha traído maneras de trabajar diferentes basadas en el diálogo y la empatía que suavizan mucho el ambiente dentro de la cárcel y reducen la violencia previniendo conflictos. Les pregunto. Asienten. El trabajo es más verbal que físico, pero no sólo con los internos, sino también con sus compañeros.

La primera vez que Blanca intuyó que la cosa no iba de peligro ni de inseguridad fue cuando escuchó de un compañero funcionario a raíz de las escalas unificadas: “Qué ganas tengo de ver a una funcionaria revolcada por el patio. Ahora os vais a enterar”.

Tipos que fantasean con vernos rebozadas en barro o en el albero del patio del colegio ha habido siempre. A mí lo que me estremece es saber que hay funcionarios de prisiones que quieren ver a sus compañeras de trabajo revolcarse en el patio de la prisión para poder considerarlas sus iguales, como si para igualar derechos hubiera que nivelar –antes que nada– barbaries y abusos. Esto es: usar la violencia, cometer los mismos delitos (el 92% de los internos en España son hombres), deslomarse en un andamio –deslomarse en la casa o en las labores de cuidados parece que no sirve–, dar dos hostias bien dadas y un sopapo a tiempo.

Natural: piensa el fuerte que la única artimaña reputada es la fuerza. Porque si no, qué.

También están los que creen que esa parcela de poder conquistado por los hombres dentro favorece el orden y la inútil creencia de que su mundo empieza y termina en ellos mismos. El mundo de muchas de ellas, sin embargo, se expande hacia los internos, el fuera y dentro queda a menudo diluido en un vínculo en el que los internos llegan a compartir confidencias con todas las Blancas, como si fueran sus hermanas, sus hijas, sus madres y donde las formas importan: algunas mujeres desempeñan una maternidad, un trato vis a vis con los internos y son más propensas a darle a su trabajo la orientación de los trabajadores sociales, escuchando los problemas de los internos, hablando de sus relaciones familiares, ayudándolos con la escritura de cartas, comportamientos que aquellos que se conocen como represores no entienden ni comparten.

La segunda vez fue aún más sangrante: “Recógete el pelo, qué coño haces con el pelo suelto aquí.” La tercera vez: “Qué pretendes usando perfume dentro de la prisión”. ¿Qué tendrá el pelo suelto y el perfume, que tanto molesta a los de fuera aquí dentro?

Sin duda, el asuntillo del pelo, del perfume y de revolcarse por el patio pueden parecer minucias, cuestión de formas que en otro contexto pasarían desapercibidas si no fuera porque la forma (ese fuera) es también la expresión de la esencia de las cosas, de ese dentro.

Son las 8 de la noche. Blanca termina su día con el chape antes de marcharse y los acompaña a las celdas. Sus internos saben que tienen que estar en pie y con la camiseta puesta, que las formas cuentan también aquí dentro. El caco de entidad de su módulo dice: “Gracias, señorita Blanca”. Así se conoce en prisión a los internos que se ganan el respeto de otros internos, de funcionarios y mandos, siendo capaces de movilizar a un patio entero e incitar un plante, o de todo lo contrario: también protegen a funcionarios porque dejaron de considerarlos enemigos.

Las palabras de agradecimiento le vienen porque uno de sus hijos tuvo un accidente grave y para entonces ya había agotado las diez llamadas semanales permitidas. Su hijo estaba muriendo y él suplicaba una llamada extra -por favor- pero aquel día solo encontró la negativa del funcionario: “Este no es mi problema”. Y no lo es, pero en el turno siguiente Blanca lo ayudó.

Blanca ha dicho que no muchas veces: Recógete el pelo. No. No uses perfume. No. No vengas aquí con el pelo suelto. No. También ha dicho sí muchas otras, a fuerza de concesiones que horadan paredes.

“¿Qué es un hombre rebelde?”, se preguntó Albert Camus. “Es un hombre que dice no”, pero no como protesta infecunda e ingenua, sino como deseo honesto de hacer frente a lo injusto e irracional. Quien se rebela tampoco lo hace solo: el dentro y el fuera se rigen por distintas normas y aquí dentro el acto más insignificante tiene sus consecuencias, ya sea un sí o un no, ya sea una sonrisa o un grito. Ellas a veces dicen sí y ahí reside su rebeldía en un entorno masculinizado.

Una vez tuve un amor (o más certero sería afirmar que el amor me tuvo) y al pedirle que dejara de escribirme y de llamarme, argulló rebelde: “Vale, ya no te escribo más, pero para decirte que no te voy a escribir más tengo que escribirte, y entonces, es como cuando era insumiso y en las reuniones nos decían: Desobedeced. Pero, un momento, si me dicen que desobedezca y obedezco, entonces ¿estoy desobedeciendo?” 

¿Y una mujer rebelde? Blanca ha dicho que no muchas veces: Recógete el pelo. No. No uses perfume. No. No vengas aquí con el pelo suelto. No. También ha dicho muchas otras, a fuerza de concesiones que horadan paredes.

Una habla cuando puede, me dice Blanca, pero sobre todo cuando hay alguien que escucha. Y por supuesto que sienten miedo, pero no solo de los internos, sino también de la desprotección que padecen ante la inacción de los mandos. Como el caso de Diana, una funcionaria de la cárcel de Morón hostigada por un capo del narcotráfico y que cuando le expuso el problema al director de la prisión, le dijo: “No haber sido funcionaria”. El miedo, a veces, es la uña del compañero clavada en el antebrazo.

Aquella prisión que me enseñó a volar de niña fue inaugurada en 1933, durante la II República. En junio del 91 la golpeó un atentado de ETA causando cuatro muertos y treinta heridos. Yo estaba muy cerca. Más tarde se abandonó y fue derribada en 2007. Hoy día es un centro cívico donde mi madre va a clases de palillos y sevillanas. No se me ocurre mayor oxímoron ni escarmiento. Ya no hay sótanos oscuros ni garita, sino un parque que linda con uno de los barrios más castigados de la ciudad, Los Pajaritos.

La prisión es ahora una manta de hierba en un útero menopáusico, un regalo ficticio de libertad y naturaleza que no deja de ser eso, otra de las cárceles a la que a veces nos abrazamos.

Lo comparto con Blanca: yo no vi nunca melenas en la Ranilla. Al final, ese amor que tuve, cuyo amor me tuvo, cuando quise que él continuara llamándome dejó de hacerlo. Bien es cierto que por aquel entonces yo llevaba aún el pelo recogido.

Vengo a hablarles de Blanca. Siempre me sedujeron las voces menos privilegiadas que susurran y no aquellas que gritan, esas que apenas se oyen porque se dan en un ambiente con poco oxígeno, hermanastras del silencio. Ya se sabe: el sonido, para que se propague, requiere de un medio. Ya se sabe: en los centros penitenciarios, esos no-lugares, escasea el oxígeno y el sonido y el tiempo y la palabra.

Vengo a hablarles, también, de prisiones: durante mi adolescencia dormí muchísimos fines de semana en la cárcel de la Ranilla, en pleno corazón de Sevilla. Mi mejor amiga era la hija del director de aquella prisión años después cercada por edificios y centros comerciales. La familia al completo vivía dentro de la prisión. ¿Lo pueden imaginar?