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OPINIÓN | 'Este año tampoco', por Antón Losada

Solo es nuestro lo que perdimos

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Hace unas semanas, deambulando por el centro, vi a una pareja caminando de la mano. Lo hacían con cansancio, a pasos cortos, la mano de ella contenida en la de él, la mano de él acariciando la de ella, sin prisas, mientras que el resto –turistas en su mayoría– los adelantan por la derecha e izquierda. Él es más bajo que ella y esa desigualdad, poco habitual, hace que yo afloje el paso, que agudice la vista y los sentidos y permanezca detrás de ellos, observándolos. A veces me dedico a mirar a la gente, cazando al vuelo una palabra, una mirada o un gesto, y muchas, muchas veces, me descubro en esas pupilas y sus andares, en esos desconocidos que no lo son.

En un momento dado, él se detiene. Y ella con él. Se desatan las manos y se miran a los ojos durante unos segundos, justo antes de que él le coma la boca con una urgencia casi trágica, –no fue un beso aquello, no– allí, en mitad del hormiguero de una tarde veraniega, con un temblor contenido y un idioma compartido a dos voces que solo ellos hablan.

Me emociono especialmente por la edad de la pareja, calculo que en torno a los sesenta por las arrugas que gastan, –quizás más– por esas líneas de expresión que son el teatro externo de una vida interior mullida, de todo un mundo escondido con caminos trillados, pisados, descartados. Me emociono también porque no parecen responder al amor que describía Platón, “lo que no tenemos, lo que no somos, lo que nos falta, he aquí los objetos del deseo y del amor”. No parece un amor que se intente poseer, insaciable por estar basado en una carencia, ni que languidezca al satisfacerlo.

Hay personas que no saben qué hacer con el deseo. Con el suyo o con el ajeno, con el diferente, con el que burbujea bajo la piel una tarde cualquiera y quiere cavar un poro para poder salir de la docilidad a la que lo sometieron

 

Un veinteañero (creo, soy incompetente para calcular edades desde que olvido la mía propia) me adelanta con torpeza, pasa junto a ellos, los mira con desagrado y dice sin detenerse: “Qué asco, ío”.

Qué asco.

Eso dijo.

Hay personas que no saben qué hacer con el deseo. Con el suyo o con el ajeno, con el diferente, con el que burbujea bajo la piel una tarde cualquiera y quiere cavar un poro para poder salir de la docilidad a la que lo sometieron y entonces ofende por rebosar los márgenes de la edad, la raza o la orientación sexual, como si el amor o el sexo –o peor aún, el placer– fuera territorio exclusivo de un canon. Hay personas que viven la fiebre, el sudor, los dedos arrugados, la pólvora del bajo vientre, y le ponen un nombre, una edad o una raza que creen que solo les pertenece a ellos. Abren el catálogo que nos dan por cualquiera de sus páginas y dejan que su dedo índice descanse en uno de los vocablos soportados. Todo lo que exceda las cuatro acepciones aprobadas les produce repugnancia.

Recordé el artículo “Las madres también follan” y de cómo construimos la imagen de ciertos colectivos al margen del placer sexual, del deseo, de manera que parezcan cuerpos prácticamente asexuados para que no nos perturben: embarazadas, madres, ancianos, obesos, personas con discapacidad. ¿Por qué habría de turbarnos que madres, embarazadas, ancianos o personas obesas retocen placenteramente? ¿Por qué se condena la libido según en qué contexto? No les permitimos a determinados colectivos transitar un terreno que, según ciertas construcciones sociales colectivas, no les corresponde al no tratarse de cuerpos jóvenes, delgados, bellos, sin cicatrices.

Pero un día cumples sesenta, setenta, y comienzan a aparecer señales no solo de que la sociedad prescinde de ti, sino de que no puedes atravesar según qué bulevares. Primero te escora el mercado laboral a pesar de haber soportado sobre tus hombros un país que se caía, de haber levantado a tu familia, cuidado de tus nietos, acogido a ese hijo que se divorció y no tenía para pagar un alquiler. Luego dejas de ser seguro al volante. Quizás un día, pronto, tu cuerpo se resista a andar sin apoyo, se tambalee, y entonces te prescriban un andador para que puedas caminar y descansar con menos riesgo.

 

Ese 'Qué asco' proferido esconde en el fondo una repugnancia no por un cuerpo, sino por un cuerpo que a pesar de la percepción del paso del tiempo en los pliegues de la piel desea la vida y no la muerte, elige la vida y no la muerte

Todos estos desgastes se comprenden; mejor comprenderlos porque con algo de fortuna los padeceremos todos, pero no el deseo. Si no hay desgaste en el erotismo de la vejez, nos saltan todas las alarmas. El sexo en los mayores nos parece verde o perverso, de mal gusto, y ese Qué asco proferido esconde en el fondo una repugnancia no por un cuerpo, sino por un cuerpo que a pesar de la percepción del paso del tiempo en los pliegues de la piel desea la vida y no la muerte, elige la vida y no la muerte.

Continúo caminando. El inmortal de veinte años ya se ha marchado hace rato. Los adelanto. Aún no han reanudado el camino, aunque siguen de la mano. Les sonrío. Yo también quiero dentro de algunos años pasear morosamente por mi ciudad y detenerme un día en mitad de una calle concurrida para comerle la boca a mi pareja. O que me la coma. Que me digan vieja verde. Quiero disfrutar, como escribió Borges, de un beso desprovisto de alarmas y terrores de la esperanza. Porque cuando el suelo se tambalee y trastabillemos, solo serán nuestras las cosas que una vez perdidas podamos recordar. Porque solo será nuestro lo que perdimos.

 

Hace unas semanas, deambulando por el centro, vi a una pareja caminando de la mano. Lo hacían con cansancio, a pasos cortos, la mano de ella contenida en la de él, la mano de él acariciando la de ella, sin prisas, mientras que el resto –turistas en su mayoría– los adelantan por la derecha e izquierda. Él es más bajo que ella y esa desigualdad, poco habitual, hace que yo afloje el paso, que agudice la vista y los sentidos y permanezca detrás de ellos, observándolos. A veces me dedico a mirar a la gente, cazando al vuelo una palabra, una mirada o un gesto, y muchas, muchas veces, me descubro en esas pupilas y sus andares, en esos desconocidos que no lo son.

En un momento dado, él se detiene. Y ella con él. Se desatan las manos y se miran a los ojos durante unos segundos, justo antes de que él le coma la boca con una urgencia casi trágica, –no fue un beso aquello, no– allí, en mitad del hormiguero de una tarde veraniega, con un temblor contenido y un idioma compartido a dos voces que solo ellos hablan.