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El poder de la palabra
Primero vinieron por nuestras palabras, luego por nuestras carteras. La banca conoce su poder, los vendedores de coches también. Sueño, revolución, independencia, satisfacción, libertad. Palabras como estas son manoseadas, desahuciadas de sus valores, por publicistas o mercantilistas varios. La palabra tiene poder. Más que la violencia, en muchas ocasiones. En Cataluña ha sido así. Los tanques no desfilaron por las calles, ni el Estado de derecho ejercitó con contundencia militar el monopolio que le da su esencia: el de la violencia. Bastaron tres letras: BOE. Los decretos arriaron las banderas y vaciaron los despachos de consejeros. Nadie vestido de verde o marrón desalojó ningún despacho: fue el BOE. La palabra tiene poder.
Cierto que el gran Stefan nos dejó dicho: “El nacionalismo cuenta para su causa con la escuela, el ejército, los periódicos, los himnos y los emblemas. Nosotros solo disponemos de la palabra”.
Pero es que la palabra es mucho. Con ella se firman contratos sociales y reglas de convivencia. Ese contrato social aún es respetado. Y, aunque algún dirigente acuda a la supuesta amenaza de violencia por parte del Estado para justificar la abrupta bajada del tren de la independencia, esto no es más que una argucia electoral. Los hechos muestran que, al sacar el BOE el revisor, la independencia se bajó del tren vociferando, sí, pero desde la estación. Que la palabra preste esa musculatura al contrato social es de agradecer, admirar y cuidar. Ese es el poder de la política y por eso el mundo mercantil se las apropia.
Y aquí en Andalucía, ¿qué pasa con las palabras? En el pasado debate de la comunidad se las echó de menos. Un debate con cambios estéticos, pero con pocos cambios éticos. Ninguno construyó relato. Trasladaron contabilidad donde debió haber piedad, esperanza y verdad. Dibujaron planes normativos gélidos y retrataron realidad o realidad aumentada, según fueran Gobierno u oposición. La palabra es esencial, y sin embargo, en el debate no lo fue. Faltó relato para la Andalucía que será, lo hubo de la Andalucía que es o fue. Los líderes, y quienes buscan serlo, no son contables.
El Gobierno se plegó a la servidumbre de la gestión sin despilfarrar en utopías. Si acaso, con el retrovisor en fechas históricas o en avisos de beligerancia si a Andalucía se la minusvalora en un futuro rediseño del engranaje constitucional. Sin embargo, frente al “pelearé si no me das lo que me merezco”, faltó el liderazgo de la idea, de la proposición. Levantar la mano cuando el cupo vasco avanza a hurtadillas por el Congreso de los Diputados va de suyo, lo mismo que declarar a la Junta en estado in vigilando ante futuras reformas constitucionales desequilibrantes. Todo ello va en el sueldo. Pero el poder de la palabra ilusionante, del relato iluminador no apareció. Y el problema es que, cuando quien tiene ese poder no lo usa, cuando quien tiene ese sitio no lo ocupa, otros batallan por ocuparlo. Y no hay que olvidar que hay guerras que se ganan así.
Primero vinieron por nuestras palabras, luego por nuestras carteras. La banca conoce su poder, los vendedores de coches también. Sueño, revolución, independencia, satisfacción, libertad. Palabras como estas son manoseadas, desahuciadas de sus valores, por publicistas o mercantilistas varios. La palabra tiene poder. Más que la violencia, en muchas ocasiones. En Cataluña ha sido así. Los tanques no desfilaron por las calles, ni el Estado de derecho ejercitó con contundencia militar el monopolio que le da su esencia: el de la violencia. Bastaron tres letras: BOE. Los decretos arriaron las banderas y vaciaron los despachos de consejeros. Nadie vestido de verde o marrón desalojó ningún despacho: fue el BOE. La palabra tiene poder.
Cierto que el gran Stefan nos dejó dicho: “El nacionalismo cuenta para su causa con la escuela, el ejército, los periódicos, los himnos y los emblemas. Nosotros solo disponemos de la palabra”.