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El precio de la libertad en Catalunya

Manifestante con un muñeco de Piolín, símbolo de la presencia policial en Catalunya por el 1-O

Lina Gálvez

Hace días que quiero hablar de los costes de la “libertad” en Catalunya. No de los vinculados con la privación de libertad que sufren algunas personas como los jordis, que sin duda ya están pagando en prisión el precio de la libertad  -también  el de saltarse la legalidad vigente. Tampoco quiero hablar de los costes económicos que ya está teniendo el Procés o de los que tendría la independencia, siquiera de los que tendrá la Catalunya intervenida. La prensa está llena de análisis pormenorizados de los puntos que se dejaría el PIB, las consecuencias de la fuga de empresas, los efectos sobre la prima de riesgo, sobre el reparto de la deuda exterior o cuáles serían los costes fiscales que para el estado español tendría una Catalunya independiente.

A mí me interesa hablar sobre lo que las élites independentistas han ocultado en público. Me interesa hablar sobre quiénes habrían pagado el precio de esa libertad. Aunque después de la temeraria propuesta que hace unas horas ha elevado el gobierno de Rajoy al senado para la aplicación del artículo 155, creo que también es necesario hablar del precio que no solo los catalanes sino también el resto de los españoles vamos a pagar por el intento del independentismo de conseguir su “libertad” sin el consenso social suficiente en Catalunya y saltándose las leyes.

En Catalunya, desde que se inició la escalada separatista en 2012, se ha hablado mucho de libertad. Ésta se ha identificado con una república catalana independiente del estado español donde todo, absolutamente todo, funcionaría mejor. Nunca hasta que las cuerdas se tensaron con el mal llamado referendum del 1 de octubre, se había hablado abiertamente del precio de esa libertad, con la excepción del empresariado catalán al que primero Artur Mas y posteriormente otros miembros del Govern, le decían en sus encuentros destinados a atraerlos para la causa soberanista: “La libertad tiene un precio, pero no tenerla también”.  Con ellos, porque son ellos en su mayoría, había que hablar de costes y beneficios. Pero incluso en ese caso, se hizo de manera simplista. De ahí que frente a la incertidumbre que supuso el 1-O o el “paro nacional” del 3-O, más de 1000 empresas hayan cambiado su sede social de Catalunya.

A la sociedad catalana se le vendió un mundo perfecto.

Un gobierno con políticos honrados y responsables. No importaba que en el pasado hubieran sido corruptos. En una Catalunya independiente, ya no lo serían.

Una sanidad pública de primer nivel. No importaba que durante los gobiernos convergentes, el conseller de sanidad hubiera sido el anterior presidente de la Unión Catalana de Hospitales, la gran patronal de la sanidad privada catalana,  y que pusiera en marcha un modelo neoliberal de libro. En una Catalunya independiente se gozaría de la mejor sanidad pública del mundo.

Unos servicios públicos y sociales que consiguirían por ellos mismos la paz y la armonía social. No importaba que los gobiernos catalanes hubieran enarbolado la bandera de la austeridad con mayor entusiasmo incluso que el gobierno del PP en Moncloa. No importaba que las bolsas de pobreza en Catalunya no hayan parado de crecer y que haya aumentado la desigualdad económica en mayor medida que en otras zonas de España. La nueva república catalana sería el paraíso de los servicios y las ayudas sociales. Un paraíso de la tolerancia y la inclusividad, como si el control del total de los impuestos que actualmente se pagan diera para todo eso y para más.

Podríamos seguir dibujando la arcadia de la Catalunya independiente porque en ella todo se pintaba “happy”. Los días previos al “referendum” hablé con mucha gente en Catalunya y todos aquellos que eran partidarios de una Catalunya independiente estaban eufóricos y con gran ingenuidad me decían que las cosas mejorarían a partir del 1-O, pero no solo para los catalanes, sino también para el resto de los españoles. El horizonte era como un arcoiris en un cielo sin tormenta. Pero la tormenta llegó, no sólo para ellos, también para el resto de los españoles.

Y había quienes sabían que así sería, y en cambio, solo lo decían en privado. Una pieza clave del proceso independentista, como algunos de mis colegas, profesores universitarios, economistas, reconocían en privado, era que no pasaba nada porque una generación o incluso dos vivieran por debajo de los niveles de vida actuales, porque a largo plazo, las cosas mejorarían.

¿No pasaba nada porque una o dos generaciones sufrieran un deterioro de sus condiciones de vida? No pasaba nada si te encontrabas en la élite, si formabas parte de la maquinaria del nuevo estado, si tenías contactos internacionales y tus hijos estudiaban en universidades británicas o norteamericanas, o si esperabas seguir beneficiándote de los encargos públicos del gobierno catalán.

Pero sí pasaba y pasa, y mucho, si te encuentras en otras capas de la población que pueden sufrir por una o dos generaciones el precio de la libertad. Esas capas que en su mayoría no han participado en este proceso porque las 24 horas del día no les dan para mucho más que trabajar tanto en el mercado como en el hogar. Esas personas que el 3 de octubre no hicieron el paro nacional porque no hubo ningún empleador que les diera el día libre pagado como ocurrió en la administración y en muchas empresas. Ni tampoco hubo ningún piquete ciudadano que cerrara los establecimientos en los que trabajaban. Las tiendas de bebida, comida, los bares cercanos a donde discurría la masiva manifestación de Barcelona estaban llenos de manifestantes con esteladas a modo de capa, que no exigían el cierre de esos locales porque en definitiva alguien tenía que servirles a ellos, a sus gargantas, a sus estómagos y a sus propósitos. Tampoco dejaron de trabajar muchos autónomos o muchas mujeres empleadas en el ámbito informal del cuidado, para empezar porque los colegios cerraron. Tampoco muchos precarios que no podían permitirse parar por el nacimiento de una patria como tampoco lo pueden hacer en muchos casos ni por el nacimiento de una criatura.

Esas personas habrían pagado el precio de la libertad, las mismas que van a sufrir no ya solo en Catalunya sino en el conjunto de España, el “regalo” que a todos nos ha hecho el independentismo catalán, la perpetuación en el poder del Partido Popular. Parece como si dos partidos de derechas y corruptos se hubieran puesto de acuerdo para garantizar que los intereses de la clase a la que representan sigan a buen recaudo en el gobierno de España. “Demos las gracias” al independentismo catalán por consolidar por muchos años al PP, el partido más corrupto de la democracia española, y de paso, por terminar de destrozar al PSOE.

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