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Que me quede como estoy: la clase media como ilusión social

19 de abril de 2022 20:53 h

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Hace algunos años Ciudadanos propuso en un pleno municipal del Ayuntamiento de Málaga la creación de un bono de ayuda a la alimentación… para “la clase media”. La idea era repartir vales no para las personas sin recursos, sino para que aquellas familias que demostraran contar con ingresos regulares pudieran comer a diario en restaurantes. El inefable concejal que defendía aquel despropósito aseguraba que la función de su partido era, precisamente, proteger a la clase media. Montó en cólera por redes cuando varias personas le contamos que, para empezar, la clase media no existe.

Es una pena que por entonces no se hubiera publicado El efecto clase media: crítica y crisis de la paz social, el deslumbrante estudio que acaba de sacar Traficantes de Sueños y con el que el sociólogo e historiador Emmanuel Rodríguez López pone patas arriba algunos de los consensos que han marcado nuestra sociedad desde el desarrollismo franquista. Rodríguez lleva a cabo un exhaustivo y voluminoso análisis de la maquinaria política por la que se ha conseguido la integración social, y que podríamos resumir en ese laxo concepto de “clase media”: una ilusión que la Transición compra al franquismo sin demasiados retoques y que se sostiene en ficciones como la igualdad de oportunidades o la meritocracia, es decir, más en “un marco de regulación social que en una clase propiamente dicha”. La clase media vendría a ser así “el espacio subjetivo en el que la mayoría de una población se reconoce como al margen de cualquier división social significativa”.

Tendríamos la figura del propietario, ese invento del franquismo para crear una suerte de “capitalismo popular” sustentado en la propiedad inmobiliaria, una anomalía española que explica las particularidades patrias de las crisis económicas

Rodríguez analiza de modo pormenorizado los mecanismos, casi siempre mediados por el Estado, que han levantado semejante ilusión, ese “efecto” que equipara “clase media” ni más ni menos que con sociedad, o con pueblo. La clase media como sujeto hegemónico, casi único, de nuestros Estados. Ese “efecto clase media” se sustenta principalmente en varias figuras, que en sendos capítulos el libro disecciona con admirable precisión y, lo que es más llamativo, siempre elaborando hipótesis de futuro, porque su autor despliega no solo su contrastada capacidad para sintetizar datos, sino una notabilísima imaginación política.

En primer lugar tendríamos la figura del propietario, ese invento del franquismo para crear una suerte de “capitalismo popular” sustentado en la propiedad inmobiliaria, una anomalía española que explica en gran medida las particularidades patrias de las crisis económicas de los últimos tiempos.

En segundo lugar encontramos al garantizado, que padece terror al desclasamiento, es decir, “la caída en la proletarización”. Esta figura explica mejor que ninguna otra la creación del Estado de Bienestar (al que se dedican algunas agudas páginas) y quedaría sustanciada en los cuerpos funcionariales, por lo demás muy heterogéneos y en retroceso. La tercera figura, la del padre/madre de familia, permite a Rodríguez ahondar, de nuevo de manera meticulosa, en otra singularidad propia de los países meridionales, la familia como garante sacrificada de los derechos que supuestamente sanciona el Estado de Bienestar. Más adelante, la figura del educado, del titulado, nos sumerge en la devaluación de los títulos académicos, según una lógica de oferta y demanda propia del mercado, de modo que ya no suponen, ni por asomo, el pasaporte directo a la clase media. Finalmente, en la figura del modernizado vemos “la confirmación del pluralismo de las formas de vida convertidas en formas de consumo”.

Todo este “efecto clase media”, esta integración para conformar esa paz social a la que alude el subtítulo del ensayo, debió contar, en primera instancia, con la institucionalización de los sindicatos durante los compases iniciales de la democracia

Todas estas figuras, todo este “efecto clase media”, esta integración para conformar esa paz social a la que alude el subtítulo del ensayo, debió contar, en primera instancia, con la institucionalización de los sindicatos durante los compases iniciales de la democracia. Sin caer en simplismos y tópicos, se desentraña así el decaimiento progresivo de las luchas por los salarios. Todo ello, por supuesto, sin olvidar el carácter siempre proteico de un capitalismo que pasó del keynesianismo típico del desarrollismo franquista a las formas de financiarización de las últimas décadas.

No obstante, la ilusión, la fantasía, estalló por los aires con la crisis de 2008, y acabó por tomar las plazas el 15 de mayo de 2011. En el 15M, como ha sostenido en otras ocasiones el autor, acamparon dos almas, por así decir: la que, por un lado, impugnaba el Régimen del 78 y la que, por otro, reclamaba, precisamente, la vuelta a los consensos de la Transición sobre la clase media, ahora desbaratados tanto por la crisis económica, como por el tapón generacional. Esa fue el alma que a la postre se impuso y que, iniciada la vía institucional, representó de manera muy evidente el errejonismo. La paradoja, como es sabido, estriba en que Errejón fue desgajado de Podemos, el partido que se asumía como heredero del 15M, justamente por defender el acercamiento al PSOE o la vuelta a las ficciones de la meritocracia y la igualdad de oportunidades. Solo unos años más tarde, y ya sin Errejón, finalmente Podemos compró el paquete entero hasta el punto de diluirse en el Gobierno de Pedro Sánchez.

En esa lógica de integración social, y acuciado el país por una nueva crisis, el resultado parece evidente: lo que antes eran derechos irrenunciables, como una sanidad y una educación gratuitas y de calidad, se convierten poco a poco en privilegios, en la medida en que dejan fuera a los nuevos proletarios. Entre esas nuevas figuras de las orillas destacan los migrantes, cuya carta de ciudadanía queda sujeta a un mercado laboral pauperizado, pero a fin de cuentas funcional a la ilusión de pertenencia a una clase media: mientras haya quien nos limpie las casas y nos cuide a los ancianos por precios irrisorios, sin apenas derechos y bajo la espada de la deportación, significará que aún no hemos caído del lado marginal, que aún estamos integrados. En otras palabras, que nadie nos quite las migajas, que nos quedemos como estamos: en paz social.

Hace algunos años Ciudadanos propuso en un pleno municipal del Ayuntamiento de Málaga la creación de un bono de ayuda a la alimentación… para “la clase media”. La idea era repartir vales no para las personas sin recursos, sino para que aquellas familias que demostraran contar con ingresos regulares pudieran comer a diario en restaurantes. El inefable concejal que defendía aquel despropósito aseguraba que la función de su partido era, precisamente, proteger a la clase media. Montó en cólera por redes cuando varias personas le contamos que, para empezar, la clase media no existe.

Es una pena que por entonces no se hubiera publicado El efecto clase media: crítica y crisis de la paz social, el deslumbrante estudio que acaba de sacar Traficantes de Sueños y con el que el sociólogo e historiador Emmanuel Rodríguez López pone patas arriba algunos de los consensos que han marcado nuestra sociedad desde el desarrollismo franquista. Rodríguez lleva a cabo un exhaustivo y voluminoso análisis de la maquinaria política por la que se ha conseguido la integración social, y que podríamos resumir en ese laxo concepto de “clase media”: una ilusión que la Transición compra al franquismo sin demasiados retoques y que se sostiene en ficciones como la igualdad de oportunidades o la meritocracia, es decir, más en “un marco de regulación social que en una clase propiamente dicha”. La clase media vendría a ser así “el espacio subjetivo en el que la mayoría de una población se reconoce como al margen de cualquier división social significativa”.