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¿El fin de la resiliencia?

¿Qué pinta tiene un 'burnout'?

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A principios de semana me puse enferma, la altísima fiebre me hizo sospechar y acertar: Covid. El dolor de garganta, la cabeza estallándome, los mareos, las ganas de vomitar, el dolor muscular en todo el cuerpo, la tos, las tiritonas y un largo etcétera de síntomas me impedían hacer otra cosa que no fuera estar en la cama, el cuerpo me pedía reposo a gritos. Descansa, me decía mi madre. Duerme, recupérate.

Así lo hice o al menos lo intenté el primer día, pero, ¿saben cómo me sentía? Culpable. Culpable porque me había pillado en plazo de entrega de trabajo, porque tenía un montón de tarea acumulada que corría prisa, como todo: prisa, prisa, prisa.

Intenté descansar, echarme en el sofá, sentarme a ver una peli mientras me hacía efecto el paracetamol. “No está mal lo que estás haciendo, Laura, estás enferma, tienes que descansar”, me intentaba convencer a mí misma. Pero, en mi interior, sentía como si me estuviera saltando las clases por capricho. En cuanto me bajó la fiebre, me puse a trabajar.

Mi amigo A me cuenta que la semana pasada también estuvo con Covid. Misma fiebre alta y mismos síntomas que yo. “Me quedaba a trabajar hasta las diez de la noche, no me quedaba otra. Iba parando, me acostaba una hora, y volvía al ordenador, así iba aguantando. Llevo cuatro semanas sin descansar ni un solo día”, me dice. Por si las dudas, A y yo somos autónomos.

Las empresas y las administraciones públicas ofrecían su horita de mindfulness para los trabajadores y encima eran cool

¿No les parece una absoluta locura? ¿Qué demonios nos ha hecho el sistema para que no podamos permitirnos estar enfermos?

Leo una entrevista en este mismo diario de mi querida Remedios Zafra en la que plantea: “Cuando un médico me dice cambia y frena, ¿nadie se pregunta si no debiera cambiar la forma en que trabajamos?”.

Lo cierto es que cuando la sociedad dio los primeros signos de estar quemada, antes de que pusiéramos nombre al burnout o al síndrome del trabajador quemado, cada vez más frecuente en las consultas médicas, el capitalismo disfrazado de salud mental nos trató de inculcar el pensamiento positivo: el tú puedes, las técnicas de relajación, la meditación, el mindfulness y todo tipo de prácticas orientadas a que, en lugar de protestar por un sistema laboral inhumano, aplacáramos nuestra ansiedad durante una hora al día para así poder seguir siendo trabajadores dóciles y obedientes. Calmar la rabia. Las empresas y las administraciones públicas ofrecían su horita de mindfulness para los trabajadores y encima eran cool.

Al mismo tiempo, palabras como “resiliencia” aparecieron en nuestro vocabulario y se pusieron de moda. Resiliencia en hashtags de Instagram, resiliencia en ilustraciones bonitas de Pinterest, resiliencia en libros de autoayuda, resiliencia como un valor.

Otra persona querida, el filósofo Carlos Javier González, apunta: “El omnipresente discurso de la resiliencia impide transformar la realidad (no puedes cambiar las cosas, sopórtalas sin que te afecten). La resiliencia es el sucedáneo mercadotécnico de la indiferencia. Al convertir el dolor en un recurso, no se cuestiona: se asume”.

Hasta las lágrimas me parecen un acto político de resistencia

Me pregunto, quizá como quien formula un deseo al aire, si estaremos llegando al fin de una era. Esa en la que quizá dejemos de reprimir a base de ansiolíticos el hartazgo, el enfado, el llanto, el dolor, el no poder más y en la que empecemos a gritar al sistema: cambia tú, cambia tú.

Hablo, miro, escucho, leo a personas cansadas de taponar la herida, una herida que siempre encuentra caminos para volver a brotar, porque nunca sana ni sanará mientras no pongamos la vida de las personas en el centro.

Me vuelven a subir las décimas. No quiero ser resiliente, quiero gritar y enfadarme y llorar todo lo que me dé la gana, porque hasta las lágrimas me parecen un acto político de resistencia. Perdonen este grito, lo escribo con mucho pudor. Pero es que estoy muy cansada.

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