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Salas de espera
Tienes cáncer, el tiempo se ha convertido en tu bien más preciado, y resulta que pasas horas y más horas, simplemente, esperando. Perdiendo tiempo, perdiendo oro. Son gajes del oficio de enfermo oncológico. Esperas para la consulta de los diferentes especialistas, esperas para las analíticas, para el traslado en ambulancia, para la resonancia, para el TAC… Desde que me diagnosticaron, las salas de espera se han convertido en uno de los escenarios habituales de mi vida, y afortunadamente, les he encontrado su puntito para que me gusten, porque en las salas de espera, además de horas, también pasan cosas.
Lo que me mueve y conmueve sucede en determinadas salas de espera. No me interesan por tanto las de los médicos especialistas, analítica y las de pruebas como TAC o resonancia. Allí todo es más rápido y los pacientes presentes van por decenas de patologías distintas. Para mí el relato está en las esperas donde sólo estamos los enfermos de cáncer y acompañantes, es decir, en Oncología, Quimioterapia y Radioterapia. Quizá me deje alguna pero será que a mí no me ha tocado ir.
Al contrario de lo que me esperaba, allí no hay demasiadas conversaciones entre pacientes. Apenas intercambiamos experiencias ni nos contamos nuestro historial médico. ¿Para qué? Sabemos que lo del otro no nos sirve para nada porque cada uno tenemos nuestro propio código de barras. No me aporta nada saber qué tratamiento recibe el señor de enfrente, o cuántas sesiones lleva. Ni siquiera saber dónde está su cáncer. No es desinterés, es otra cosa. Es que tenemos tanto en común que para qué nos lo vamos a contar. Compartimos el miedo a que el médico nos diga que estamos empeorando, compartimos la ilusión por unos resultados favorables, compartimos el temor a los efectos de la quimio en la entrada del Hospital de Día y el recorrido hacia la sala completamente aislada donde nos tumban y anclan para una sesión más de radioterapia que dará la cara semanas más tarde.
No hablamos, pero nos miramos, y al mirar es cuando empiezo a pensar, a imaginar, a suponer cómo es, quién es, desde cuándo tiene cáncer y una retahíla de preguntas sugeridas por su edad, su aspecto, su compañía…
Mientras espero el pitido que hará que todos alcemos la mirada a la pantalla buscando la extraña combinación de letras que tenemos en nuestro ticket, mientras espero que una enfermera diga mi nombre para entrar en la quimio, construyo esas vidas que, como la mía, están en el aire. Lo hago a pesar de que es casi imposible que acierte en algo. Lo único que es seguro aquí es que no nos queremos morir.
Observo sobre todo las miradas buscando cansancio o vigor, y en muchas ocasiones me parece hallar un aire de pena por sí mismos. Me dan ganas de decirles algo positivo pero aquí el respeto es máximo y nadie rompe la intimidad. Muchos están adormilados a consecuencia de los calmantes que toman a diario. Algunos tosen con dificultad. Muchos otros sin embargo tienen un aspecto estupendo que no indica que tengan cáncer. Algunas mujeres llevan peluca, pero la mayoría de las que han perdido el pelo se cubren con un turbante o un pañuelo. Las más jóvenes se muestran más seguras con sus tocados que las mayores. En todas encuentro una belleza que solo te da la valentía. Los hombres somos más de gorra o sombrero. Cuando yo perdí el pelo, llevaba unos divertidos sombreros ingleses que me compré por internet y creo que triunfé en la sala de espera.
Suele haber silencio, pero no es tristeza, es serenidad a pesar de la clase de pensamientos que rondan en esas cabezas nuestras. A los más nuevos se les distingue porque suelen hablar más con sus acompañantes. Los veteranos tenemos menos dudas o incluso vamos solos si es posible. Es curioso, pero no hay demasiados teléfonos móviles en las manos. Libros, algún periódico, pasatiempos, o nada. Manos llenas de esperanza que a veces vuelven vacías a sus casas. Ocurre cuando el oncólogo, en la consulta previa a recibir la sesión de quimio o radio, le dice al paciente que la analítica no está bien y hay que esperar a estar en mejores condiciones para recibir el leñazo de un tratamiento que en primera instancia te debilita. Salen y en silencio se encaminan hacia el pasillo sin cruzar la mirada. Nadie comenta nada, por supuesto. Cuando me daba sesiones diarias de radioterapia coincidía con una mujer a quien le ocurrió esto dos o tres veces. Hasta que dejé de verla. Nunca pregunté por ella ni las enfermeras me dijeron nada.
Son secretos de sala de espera.
Tienes cáncer, el tiempo se ha convertido en tu bien más preciado, y resulta que pasas horas y más horas, simplemente, esperando. Perdiendo tiempo, perdiendo oro. Son gajes del oficio de enfermo oncológico. Esperas para la consulta de los diferentes especialistas, esperas para las analíticas, para el traslado en ambulancia, para la resonancia, para el TAC… Desde que me diagnosticaron, las salas de espera se han convertido en uno de los escenarios habituales de mi vida, y afortunadamente, les he encontrado su puntito para que me gusten, porque en las salas de espera, además de horas, también pasan cosas.
Lo que me mueve y conmueve sucede en determinadas salas de espera. No me interesan por tanto las de los médicos especialistas, analítica y las de pruebas como TAC o resonancia. Allí todo es más rápido y los pacientes presentes van por decenas de patologías distintas. Para mí el relato está en las esperas donde sólo estamos los enfermos de cáncer y acompañantes, es decir, en Oncología, Quimioterapia y Radioterapia. Quizá me deje alguna pero será que a mí no me ha tocado ir.