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Opinión - Un tercio de los españoles no entienden lo que leen. Por Rosa María Artal

Sentidiño, seny y mala follá

Hace unos días, Mariano Rajoy reclamaba “sentidiño” gallego a los catalanes del “seny”. Mientras tanto, el Gobierno español utilizaba a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, tan necesarios en la lucha contra la trata, el narcotráfico, las supuestas herencias de la familia Pujol, los tres por cientos y otros desvaríos, y los concentraba en vigilar imprentas, realizar redadas en los despachos como si fueran alambiques de la Ley Seca, desarticular webs sin que fuesen pederastas y apuntar a los alcaldes en la lista de gente manifiestamente detenible.

Mientras, a este lado del Besós, los jueces volvían a prohibir actos políticos como si por sí mismos constituyeran un delito; en la Catalunya profunda, los hijos de los alcaldes constitucionalistas son insultados en clase por los cachorros del soberanismo, pero el Govern entiende, más o menos, que simplemente se trata de cosas de críos.

Aquí pasa algo raro, claro, pero estamos a punto de pasarnos de castaño oscuro. Estamos tan preocupados, los más y los menos, por el 1 de octubre que no nos preocupamos por el día 2. ¿Quién tendrá que negociar el futuro de lo que sea? ¿O es que ya hemos aceptado que no habrá futuro? ¿Utilizarán pesetas en vez de euros, dolarizarán a Artur Mas, pedirá el Barça asilo político en la liga inglesa del Brexit?

En lugar de “sentidiño” o de “seny”, la Moncloa y la Generalitat parecen haber importado la mala follá y el malange tan nuestros pero tan de todos, emociones que ahora juegan a ser un virus que se extiende con cada estornudo de Twitter, en los duelos a primera sangre de las redes sociales, en el día a día de la convivencia ciudadana: cada vez que alguien menciona el artículo 155 de la Constitución, surgen de la nada varios independentistas dispuestos a votar aunque sea en Eurovisión. Hay quien reclama el derecho a decidir ante las subdelegaciones del Gobierno y quien decide cuáles son los derechos mediante decretos del BOE y sentencias del Constitucional.

Si Isabel Coixet, con muchos otros intelectuales catalanes o no, consideran que el supuesto referéndum es un fraude, a Yoko Ono le quedan diez minutos para pedir que exhumen los restos de Lluis Companys con el propósito de demostrar que es hija suya. Y, envueltos en el monopolio de las banderas, anatemizamos a Joan Tardá, o a Pugidemont, bromean unos con el apellido de Rufián y otros le llaman renegado al maestro Juan Marsé, sin percatarse en su ignorancia de que la mejor mesa negociadora sobre el procés y sus contrarios tendría que contar entre sus interlocutores imprescindibles con Teresa Serrat y con El Pijoaparte.

Los fachas salen de sus panteones mediáticos y Julián Assange ilustra la controversia hispanocatalana con los tanques homicidas de Tiannamen como si no fuera el yihadismo asesino y cutre sino la Acorazada Brunete la que hubiera entrado sangrientamente en las Ramblas hace justo un mes.

Mi amigo Sánchez Gordillo y Marinaleda toda podrían mudarse, de un momento a otro, al Ampurdán mientras un bloguero de origen lituano predica por los platós que la imagen que tiene todo el mundo de España es la de Cataluña, que el resto parecemos norte de Africa y que los andaluces somos vagos porque padecemos un setenta por ciento de paro. ¿Qué disparates oímos o leemos en estos días en torno a la avaricia catalana, su soberbia y otras generalizaciones tan indudablemente xenófobas como esas otras? Olvidamos continuamente a Chesterton, al que alguna vez le preguntaron qué opinaba de los franceses y repuso: “No sabría decirle, no los conozco a todos”.

Aquí opinamos mucho pero calumniamos más. Aquellos que presumen que votar puede ser pecado pero nunca debiera ser delito, son vistos como redivivos condes don Julián, dispuestos a traicionar al pensamiento único a las primeras de cambio. Y quienes, a menudo, deseamos fervientemente que los catalanes conquisten su independencia para que dejen de dar la lata y para que lo que quede de España pueda al menos mandar en su hambre, nos señalan como a desertores de la bandera de los estancos.

Aunque estos lodos vengan de aquellos polvos, espero que toda esta quincalla democrática no vuelva a ser un spinoff de la Guerra de Sucesión. Y que la música amanse a las fieras, antes de que empiecen a aparecer los mártires. Qué bueno oír L'Estaca de Lluis Llach por las calles casi clandestinas de Madrid y qué bueno ver a José Manuel Soto por las de Barcelona, aunque quienes le admiramos nos gustaría que fuera cantando sus extraordinarias baladas de amor en vez de anunciar tan sólo una marca camisera de Sevilla, orgullosamente española.

Ojalá que al menos la pasión encendida por este debate nos sirva de entrenamiento para dirimir otras cuestiones de relativo interés como los reiterados intentos de la plutocracia por acabar con Robin Hood y los impuestos que gravan a los ricos: no contentos con desguazar el impuesto de sucesiones, ahora han fijado su objetivo en el de Patrimonio, mientras el Gobierno habilita 350 metros cuadrados del palacio de los duques del Infantado en Guadalajara para el uso y disfrute de los familiares con dicho título de nobleza.

He ahí la soberanía de la que nadie habla, la de la pasta gansa, la de los privilegios o la de la rendición sin armas ni bagajes ante el rescate de la banca que ya no soñamos con recuperar para nuestra hucha final. Ese supone también otro ataque secesionista al pueblo soberano. Pero no lo veo abrir a diario los titulares de prensa, los informativos de radio y los de televisión. Quizá porque en ese caso no estemos hablando de rojigualdas y esteladas sino, sencillamente, de banderas piratas. Y éstas, en el país de la economía sumergida, merecen un respeto.

Hace unos días, Mariano Rajoy reclamaba “sentidiño” gallego a los catalanes del “seny”. Mientras tanto, el Gobierno español utilizaba a los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado, tan necesarios en la lucha contra la trata, el narcotráfico, las supuestas herencias de la familia Pujol, los tres por cientos y otros desvaríos, y los concentraba en vigilar imprentas, realizar redadas en los despachos como si fueran alambiques de la Ley Seca, desarticular webs sin que fuesen pederastas y apuntar a los alcaldes en la lista de gente manifiestamente detenible.

Mientras, a este lado del Besós, los jueces volvían a prohibir actos políticos como si por sí mismos constituyeran un delito; en la Catalunya profunda, los hijos de los alcaldes constitucionalistas son insultados en clase por los cachorros del soberanismo, pero el Govern entiende, más o menos, que simplemente se trata de cosas de críos.