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Como si fueras virgen

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Hace casi dieciocho años, con una barriga de ocho meses, le pregunté a un ginecólogo de la clínica privada Sagrado Corazón de Sevilla:

–Y de los partos que asiste, ¿qué porcentaje son cesáreas?

Por aquel entonces yo vivía en Bilbao por temas laborales, y por esa misma razón no podía recurrir a la sanidad pública si no era a través de un enmarañado sistema con presupuesto sujeto a aprobación, visto bueno y factura que en la mayoría de los hospitales públicos eran incapaces de facilitarme. La realidad es que hace dieciocho años la sanidad pública no sabía presupuestar un parto, así que tras muchas llamadas, correos electrónicos y muchas dudas, a mil kilómetros de donde quería dar a luz a mi primer hijo, opté por el hospital privado que me recomendaron y el que estaba más cerca de la unidad de neonatos de un hospital público, por si la cosa se complicaba.

–Y de los partos que asiste, ¿qué porcentaje son cesáreas? –pregunté. 

Me miró ojiplático. De mi primera incursión en la neolengua de la maternidad recuerdo solo voces amortiguadas, como si yo estuviera debajo del agua intentando no perderme la conversación: Pero Señora, las embarazadas de su edad, más aún las primerizas, deberían preocuparse de otras cosas, ¿no? De los patucos, los cursos de bautismo, ¿Tiene elegido ya el nombre? ¿Ese? ¿No es muy raro? ¿Y qué me dice del moisés? La canastilla aún no está completa, ay madre, la bañerita, no tengo bañerita, las gasas y pañales de primera postura, los gorros para que el bebé no pierda calor por la cabeza, unas manoplas para que no se arañe la cara los primeros días, sin olvidar el carro con su grupo cero y todo, ese que tienes que encargar con meses de antelación cuando en tu interior lo que hay es un pequeño grano de trigo apenas germinado.

En una de las sesiones de preparación al parto me pusieron un vídeo. Estaba en Bilbao, sin familia. Fui sola. A una parturienta le practicaban una episiotomía grabada en primer plano que yo intenté seguir acariciando mi barriga, cavilando sobre su utilidad. Para prevenir un desgarro, dijeron. Soñé con aquel bisturí durante noches y si lo rememoro ahora sigo reconociendo su tacto helado. Cuando llegó el momento de coserla, tuve que salir de la sala y buscar corriendo el baño de las náuseas que tenía.

Llegué a mi primer parto repleta de miedos, pero con muchas preguntas y ganas de que me las respondieran. 

–¿Qué porcentaje de los partos que ha practicado el pasado año son cesáreas?, le repito al ginecólogo. Y ya no me mira sorprendido, sino visiblemente molesto.

Todo el mundo puede cuestionar todas las profesiones, pero no la de un médico porque a nadie se le ocurre molestar al profesional que luego te va a meter las manos entre las piernas y hasta las entrañas para sacarte una vida. Pura supervivencia. Es difícil seguir siendo emperador ante un médico, y también es difícil guardar la calidad de hombre, que escribió Marguerite Yourcenar en Las Memorias de Adriano.

–Las necesarias –me dijo.

Hasta que no me dio un número no cejé en el empeño, sobre todo porque yo iba con un seguro médico que consistía en que ellos me hacían una factura y yo pagaba (los honorarios del ginecólogo por un parto vaginal hace dieciocho años rondaban los 1.200 euros, a los que había que sumar la estancia en la clínica, anestesia y un largo etcétera. Un total de 6.000 euros, mucho más en el caso de una cesárea). Me dio un número que no logro recordar por más que he recurrido a mis notas, pero que ya entonces me pareció considerablemente superior a la horquilla entre el 10 y el 15 por ciento que recomendaba la OMS. No me marché hasta que no conseguí arrancarle el compromiso de que la cesárea sólo la contemplaría si era estrictamente necesaria y estaba justificada desde el punto de vista médico.

El día exacto que me habían anunciado nueve meses antes como la fecha prevista de parto, rompí aguas y aquella calidez bajó por mis piernas como una promesa anticipada. Me puse a ver la película 'El hombre que susurraba a los caballos' por alguna razón que no alcanzo hoy día a comprender, pero las aguas habían sido transparentes y según leí, estudié e indagué como buena primeriza, no había urgencia en acudir al hospital. Aquel gesto fue el último en el que prevaleció mi voluntad, así que recuerdo la película con especial cariño. Sólo cuando terminó me fui al hospital.

Dije no varias veces, aunque solo cuando me preguntaron. Sin embargo, ante las preguntas que no formularon nada pude hacer: una dolorosa sonda urinaria, el rasurado del pubis, continuos y repetitivos tactos vaginales para evaluar la dilatación y para, de camino, abogar por un modelo industrializado de parir que me hacían temblar de miedo y dolor cada vez que el personal sanitario se asomaba por la puerta

Me atendieron una sucesión de matrones. Cada media hora se acercaba uno por la sala. Asomaba la cabeza tímidamente: ¿Qué? ¿Tenemos ya dolores? Y yo sacudía la cabeza a ambos lados, mientras ellos sonreían entre sorprendidos y extrañados. ¿No le duele? No. Bueno, esperamos otro poco. Vale. ¿Y ahora? ¿No duelen las contracciones? No. ¿Ponemos ya la epidural para cuando duela? No. ¿Oxitocina? No. Que nazca cuando quiera. Ya. Pero dilatas muy lentamente, Xenia, y estás cansada, muy cansada. Mejor acelerarlo.

Me olvidaba. Entre pregunta y pregunta: tacto vaginal para dilatar con los dedos o con el puño –no sé bien– y de forma rápida lo que mi cuerpo necesitaba hacer en más tiempo. No grité. Me enseñaron a no gritar, entre otras muchas razones, porque parir duele.

Dije no varias veces, aunque solo cuando me preguntaron. Sin embargo, ante las preguntas que no formularon nada pude hacer: una dolorosa sonda urinaria, el rasurado del pubis, continuos y repetitivos tactos vaginales para evaluar la dilatación y para, de camino, abogar por un modelo industrializado de parir que me hacían temblar de miedo y dolor cada vez que el personal sanitario se asomaba por la puerta. Y por último, la episiotomía que tanto había temido. 

–Vas a quedar como si fueras virgen, ya verás. 

Esa fue la perla que soltó el ginecólogo con las manos metidas en mi vagina mientras buscaba la complicidad de mi entonces pareja, supongo que porque presuponía que una vagina cerrada da mayor placer al hombre y nuestra gran ambición en la vida como mujeres es ser una bomba sexual. Por desgracia aún quedan especímenes para los que las mujeres somos eso, solo eso, sobre todo eso: vaginas.

Sin embargo, fui afortunada. Las cuatro chicas que entraron conmigo aquella noche –parir de madrugada es otro hándicap adicional para el parto institucional– fueron cesáreas. Mi hijo nació sano tras un agotador trabajo de parto en el que apenas sentí dolor por las contracciones, pero en el que temblé de terror por algunas de aquellas prácticas que ni explicaron ni consultaron. Tuvieron que provocarle el llanto para que respirara su nueva vida, y en cuanto escuchó mi corazón, pegado a mi pecho, se quedó en silencio para escuchar mis latidos. Nunca he vuelto a sentir tanta felicidad por una omisión.

La primera noche que pasamos en el hospital, no dejó de llorar. Él no sabía cómo agarrarse al pecho y yo no sabía cómo enseñarle. Dale un bibi, me dijeron. No quise, pero a la mañana siguiente seguíamos igual: él sin dejar de llorar y al borde de la hipoglucemia y los dos desesperados. La señora que entró a limpiar la habitación, me dijo: Espera que te ayudo. Me acompañó al sillón, puso una almohada y me colocó al bebé en el pecho. Se hace así, que coja toda la aureola. A la única persona sin nombre de aquel hospital le debo gran parte de los ocho meses de lactancia de mi hijo.

Dicen las estadísticas que 28 hospitales españoles, públicos y privados, superan el 45% de cesáreas, el triple de lo aconsejado. Dicen las estadísticas que 23 de esos 28 hospitales no son públicos y que la cifra sigue creciendo a espaldas de las recomendaciones internacionales. La OMS sugiere que sólo el 15% de los partos deberían acabar en cesárea, y sin embargo, las cifras bailan muy por encima de ese ideal. Si los números fueran palabras, hablarían de un sistema roto, además de una diferencia insalvable entre lo público y lo privado. Eliges dónde parir y esa decisión dibuja un número alrededor de tu ombligo, la probabilidad de que una incisión te atraviese el vientre y el útero, o te programen el parto, o te practiquen una episiotomía. Te dejas llevar por el impulso de ser obediente, de no hacer preguntas incómodas, de no cuestionar ni disentir aunque se trate de tu cuerpo y una incisión te atraviese el vientre y el útero. Porque en los hospitales privados, la posibilidad de una cesárea es hasta un 70% mayor. Y vuelvo a recuperar aquella madrugada: las cuatro mujeres que entraron conmigo salieron con una incisión en el vientre.

La violencia obstétrica va más allá de la sala de parto. Es una forma de violencia que suprime la singularidad de la mujer en la única especialidad clínico-quirúrgica que trabaja con pacientes sanas en su mayoría, cuidando de procesos fisiológicos más que patológicos. Ha sido tipificada como una modalidad de violencia de género, que hace referencia a las conductas de acción u omisión y que puede ser institucional, psicológica, simbólica o sexual.

Yo nunca me sentí víctima de nada. Tampoco en 2006 había oído hablar del término, la verdad. Ni tuve tiempo de recrearme en lo ocurrido porque al parto le siguió una depresión postparto mal diagnosticada (otro melón a calar) que me obligó a poner el foco en un lugar bien diferente. Nunca hablé de aquello. Es al ponerle ahora palabras al relato, al narrar todo el proceso e intentar recuperar cómo me sentía, cuando comienzo a cuestionar que aquellas prácticas y sobre todo la forma de abordarlas quizás no fueran las más procedentes. Es ahora, al narrarme en aquella camilla atada a un goteo a pesar de haber pedido caminar, con una sonda, rasurada y siendo cosida para volver a parecer ser virgen cuando veo con tristeza y rabia la violencia institucional, psicológica, simbólica y sexual a la que las mujeres estamos muchas veces sometidas. La violencia apalea cuando se hace verbo.

Hay numerosos estudios que afirman que la violencia obstétrica se ejerce frecuentemente, pero también que existen dificultades reales para que las mujeres denunciemos; para empezar, entre muchas pacientes no hay siquiera conciencia de nuestros derechos durante la atención del embarazo, parto, postparto o post-aborto; tampoco esta problemática se difunde de manera sostenible y es relativamente reciente en los foros públicos, sin mencionar el hecho de que está tan naturalizada entre las mujeres que la viven que es difícil de conceptualizar. Desde pequeñas nos enseñaron lo escrito en el Génesis como una verdadera declaración de intenciones de género: Parirás con dolor.

Mi hijo nació sano y en mi segundo parto intenté que no se repitieran algunas de aquellas circunstancias, como si la responsabilidad plena fuera de nuevo mía. Afortunadamente, la elección de un hospital público ayudó a establecer una clara diferencia. 

Con todo, cuando cambia el tiempo lo que más me escuece no es la cicatriz de la episiotomía, sino aquellas cuatro palabras pronunciadas mientras el doctor me cosía desde su supremacía y que en lugar de en un paritorio me hizo sentir como si estuviera presentando mi candidatura para el casting de una película porno: Como si fueras virgen. Prueben a llamar cerdo desde esta condición inerme en la que te pone todo un sistema al que tiene entre sus manos tu perineo haciéndole un pespunte –Vas a quedar como si fueras virgen–; prueben a llamar cerdo a ese que te remienda con las piernas abiertas –Vas a quedar como si fueras virgen– y quizás entiendan mi silencio hace dieciocho años y el de muchas otras mujeres.

Tardé semanas en poder sentarme sin dolor.

Dieciocho años en escribirlo: Como. Si. Fueras. Virgen.

Eso dijo.

Hace casi dieciocho años, con una barriga de ocho meses, le pregunté a un ginecólogo de la clínica privada Sagrado Corazón de Sevilla:

–Y de los partos que asiste, ¿qué porcentaje son cesáreas?