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El sonido de lo inevitable

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No sé qué día es hoy, pero no puedo morirme todavía. ¿Es miércoles o jueves? No puedo morirme ahora. Tengo que jubilarme y hacer todas las cosas que dejé para cuando me jubilara. Eso fue lo que nos dijo en el hospital, con la mirada desgreñada.

Me contaba una amiga que trabaja con enfermos terminales que de lo que suele arrepentirse la mayoría cuando roza con los dedos la propia finitud es de aquello que no hizo: ese lugar que no visitó, el amor que dejó volar por miedo a, aquel proyecto que abandonó por falta de empuje. En esta posición de retirada es imposible no sentir nostalgia no solo por el pasado sino por el futuro que no será, por nuestro yo descartado: esa otra que soy con lo que no dije, no hice o no fui; esa otra que soy gracias a las cartas que no mandé a pesar de haberlas escrito, a las cartas que no escribí a pesar de haberlas pensado y dictado en mi mente, a las que dejé en borrador. Todos tenemos una lista de nuestros arrepentimientos más íntimos conformada con nuestras renuncias.

Era miércoles, creo. Carmen estaba muy enferma a las puertas de su jubilación, esa progresiva retirada que según la tercera acepción de la RAE también debería ser de viva alegría y júbilo, acepción en desuso ya y cada vez más postergada, quizás porque pensión y jubilación, por más que nos empeñemos, no es lo mismo. No por nada viene del latín iubilare (expresar o gritar de alegría) y para ese gozo y su carácter festivo había aplazado Carmen no pocos de aquellos grandes proyectos vitales que el trabajo, la crianza, las obligaciones, el cansancio y una lista interminable de tienesque le impidió acometer.

Yo adoro las listas. Entre otras cosas, porque las listas que hacemos cincelan nuestra propia biografía. Tengo, por ejemplo, una lista de los elogios más tiernos que me atribuyeron mis hijos. A esa lista recurro cuando no sé bien quién soy, y no hay vez que no me haga sonreír o no encuentre alguno de los trozos de mí que he ido perdiendo por el camino. A saber: soy como una centrifugadora (mi hija) y huelo mejor que las vías de un tren (mi hijo). No me digan que no es maravilloso. 

En esta posición de retirada es imposible no sentir nostalgia no solo por el pasado sino por el futuro que no será, por nuestro yo descartado

Al fin y al cabo, ya lo dijeron muchos poetas: la vida es inventario. Y por eso Carmen recita el suyo con una versión acústica de los Yo me acuerdo (Je me souviens) de George Perec –480 recuerdos breves del autor acerca de temas diversos– donde cada verso custodia una historia aparentemente banal. 

Es miércoles. Carmen escribe su lista, la misma que olvidará enseguida sobre la mesita que tiene junto a la cama:

  • Me acuerdo de las uñas pintadas de las chicas de Blanco y Negro.
  • Me acuerdo del día que deslicé mis dedos dentro de las primeras medias de nailon.
  • Me acuerdo de subirme a una Vespa a horcajadas, no de lado como exigía el decoro.
  • De los primeros pantalones que usé y cómo me rozaban los muslos.
  • Recuerdo el vaso de Duralex donde tomé el primer vino.
  • Me acuerdo de aquella tarde que compré a escondidas y por 40 pesetas el Interviú donde aparecía Marisol.
  • Del trozo de las Páginas Amarillas que arranqué con ese número de teléfono, esa dirección, ese nombre.
  • Yo me acuerdo de Remedios Amaya cantando Ay quién maneja mi barca, quién en el Festival de Eurovisión de 1983 y de quedar en la última posición con cero puntos. Y me acuerdo de Remedios Amaya diciendo «cosas que pasan».
  • Recuerdo los primeros veinte duros de calentitos mojados en chocolate.
  • Me acuerdo de cuando llevé a mi nieto al cine a ver Matrix porque me pirraba Keanu Reeves.

Escribió el propio Perec en Pensar/Clasificar, que «En toda enumeración hay dos tentaciones contradictorias: la primera consiste en el afán de incluirlo todo; la segunda, en el de olvidar algo; la primera querría cerrar definitivamente la cuestión; la segunda, dejarla abierta.“ 

De reabrir o no las cuestiones que dimos por cerradas supongo que va todo esto, y lo cierto es que Carmen se arrepentía de las cosas no hechas por dejarlas para un instante venidero. Y lo cierto también es que esta lista de lo no acontecido excedía en longitud a la de sus Yomeacuerdos.

Si tienen planes que acometer, mejor no esperen demasiado. Revisen sus propias listas. Es la vida la que pasa cuando no pasa nada

Sospecho que las renuncias nos modelan más que nuestras valentías y que todos somos un poquito Carmen de vez en cuando. Que todos, en algún momento, depositamos nuestras esperanzas y vitalidad en esa jubilación que llegará enferma porque la postración ante el trabajo cansa. 

Tengo varios conocidos que a punto de jubilarse han enfermado con muy mal pronóstico. Por eso la memoria me ha traído a Carmen, que no murió ese miércoles. Si tienen planes que acometer, mejor no esperen demasiado. Revisen sus propias listas. Es la vida la que pasa cuando no pasa nada. Es la vida la que pasa mientras agitamos un bote de esmalte de uñas, rozamos unas medias de nailon, nos subimos en una Vespa amarilla.

A Carmen la vida le regaló unos años más y cuando olvidó que la vida es eso, un regalo, pero un regalo que hay que ganarse, continuó posponiendo planes para un momento futuro que no llegaría. A punto de morir quiso rehacer su lista, pero ya solo encontró escombros y el zarpazo implacable del tiempo: Qué fue de mí. Qué fue de las chicas del Blanco y Negro, qué de las medias de nailon tendidas al sol, del vaso de Duralex cascado, qué de la niña que cuando tenía hambre rascaba la cal de las paredes para comérsela, qué del trozo de las Páginas Amarillas con ese teléfono, de quién maneja su barca. De Matrix, sin embargo, únicamente logra recrear la escena en que el agente Smith consigue inmovilizar a Neo sobre las vías mientras ambos escuchan el tren aproximarse:

¿Escucha eso, señor Anderson? Es el sonido de lo inevitable.

No sé qué día es hoy, pero no puedo morirme todavía. ¿Es miércoles o jueves? No puedo morirme ahora. Tengo que jubilarme y hacer todas las cosas que dejé para cuando me jubilara. Eso fue lo que nos dijo en el hospital, con la mirada desgreñada.

Me contaba una amiga que trabaja con enfermos terminales que de lo que suele arrepentirse la mayoría cuando roza con los dedos la propia finitud es de aquello que no hizo: ese lugar que no visitó, el amor que dejó volar por miedo a, aquel proyecto que abandonó por falta de empuje. En esta posición de retirada es imposible no sentir nostalgia no solo por el pasado sino por el futuro que no será, por nuestro yo descartado: esa otra que soy con lo que no dije, no hice o no fui; esa otra que soy gracias a las cartas que no mandé a pesar de haberlas escrito, a las cartas que no escribí a pesar de haberlas pensado y dictado en mi mente, a las que dejé en borrador. Todos tenemos una lista de nuestros arrepentimientos más íntimos conformada con nuestras renuncias.