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La tarea
El Jefe de Personal me dice: Bienvenida. Te esperábamos como agua de mayo.
Yo le regalo una sonrisa frágil, efímera, sin densidad, porque siempre recuerdo las palabras de mi abuela respecto a la risa de las mujeres, pronunciadas desde la experiencia más oscura, con sus ojos entreabiertos alérgicos a la luz: niña, una mujer que ríe pasa por descarada. Eso me decía. La risa es entrega y por eso yo la contengo, aunque a veces tenga ganas de carcajearme de todo el mundo como una lluvia fina que termine por desbordar el cauce, sobre todo cuando me cuentan que vengo a sustituir a una persona que se marchó de forma silenciosa. Ahora lo llaman quiet quitting o renuncia silenciosa, que no es otra cosa que cumplir con tus deberes en el trabajo, pero negándote a asumir tareas que no te corresponden. Establecer límites razonables es entonces el pretexto necesario para que la empresa te despida, de forma silenciosa, eso sí.
Yo contesto: Gracias.
Inclino la cabeza a modo de saludo, con una pizca de gravedad que sé que no viene a cuento. Me digo sin convicción que siempre es preferible pecar por defecto que por exceso en estas cuestiones cuando una comienza un nuevo trabajo, aunque mi abuela también me decía que las mujeres tristes resultan desagradables a los hombres, sobre todo si éstos ostentan un cargo. Hay que sonreír, pero con recato, sin desmadrarse en la carcajada. El Jefe de Personal apenas me mira. Me tiende la mano fría, sudada, que asoma de la manga de la chaqueta varias tallas más de lo que parece necesitar. Me alcanza una carpeta azul cobalto cerrada con un lazo ocre y repite: Bienvenida. Su tarea en nuestra empresa.
Al Jefe de Personal lo llaman Mustio. En realidad –me dice la secretaria– su apellido es Moix, como Terenci, pero en una traducción que hicimos con una IA a partir de su discurso en catalán –continúa– todos lo llamamos Mustio, que es lo que significa Moix. Vuelvo a sonreír, aunque bien hubiera podido soltar una carcajada indecorosa. Dicen que Mustio no mira a nadie a los ojos sino que pasea los suyos por tu cuerpo hasta que llega a los zapatos, recreándose sin pudor en aquellas partes que él crea convenientes, que para eso es el Jefe de Personal. Yo creo que en realidad no logra elevar la mirada por aquello de llamarse como una flor marchita. Dado que necesito ganarme la vida, no digo nada. Al alegato de que la vida no es un regalo sino que hay que ganársela, todos los días, uno tras otro –para no perderla– ya se entregaron poetas y pensadores, como aquellas palabras de Pizarnik en su diario: «La verdad: trabajar para vivir es más idiota aún que vivir. Me pregunto quién inventó la expresión ganarse la vida como sinónimo de trabajar. En dónde está ese idiota». No sé dónde está ese idiota, la verdad.
Después de ver la película extraemos al menos dos conclusiones: una, que nos alimentamos de historias y dos, que el ser humano está programado para sobrevivir alimentándose de lo que sea. Está programado para ganarse la vida
Las primeras que se me acercan son las administrativas. Las administrativas y secretarias suelen ser Ellas. Ellos, en cambio, se llaman a sí mismos asistentes personales. Revolotean a mi alrededor (Ellas), cada una con una carpeta similar a la mía cubriéndose el pecho. Bostezan. Se balancean, ahora el pie derecho, ahora el izquierdo. Lo hacen con una destreza elegante adquirida a golpe de repetición. Cuando se despiden, caminan aprisa de un lado a otro como decreta el compás de la productividad de ahora, como si siempre estuvieran de camino hacia algún lugar o reunión a la que llegan tarde, aunque tras unos días allí es fácil advertir que permanecen en ese estado perpetuo toda la jornada aunque no tengan a dónde ir.
Al transcurrir la primera semana, Mustio se acerca a mi mesa y me regala una lacónica visita de apenas un par de minutos para preguntarme por la tarea:
–¿Qué tal lo llevas?
–¿El qué?
–Tu tarea. Cómo llevas la tarea.
Yo siempre contesto: Bien, gracias, aunque no tenga ni la más remota idea de qué tarea habla. La carpeta azul me la entregó vacía, sin un solo documento o directriz que me haga conjeturar mi cometido en esta empresa. ¿Cómo deduce una la encomienda que tiene en la vida para ganársela? Me agarro a la idea de intuición que nos enseñaron los filósofos Schopenhauer y Bergson. Ambos coincidían en que existe un conocimiento intuitivo, una aprehensión inmediata y no intelectualizada de la realidad. Más me vale comenzar a entender las reglas del juego aunque no sepa explicarlas, me digo.
En esas estoy cuando llego a casa y le pregunto a mis hijos qué tal su día, cómo fue y si tienen tarea. Después de cenar vemos La sociedad de la nieve y en cuanto finaliza la película, tras el silencio inicial que se alarga unos minutos, nos ponemos a buscar testimonios e imágenes de los supervivientes. De nuestra sobremesa extraemos al menos dos conclusiones: una, que nos alimentamos de historias y dos, que el ser humano está programado para sobrevivir alimentándose de lo que sea. Está programado para ganarse la vida. Coincidimos, sin embargo, en que el instinto de supervivencia no hubiera sido suficiente en una situación como la que padecieron los chavales, donde cada uno de ellos tenía una tarea definida y precisa que desempeñar, atribuidas en parte por los cimientos morales de cada uno de ellos: convertir la nieve en agua, hacer calzado de las almohadillas de los asientos, intentar coser ropa resistente al frío, la limpieza del avión, el equipo médico, abastecer al resto sin que el resto supiera de dónde –o de quién– provenía el alimento.
Me digo que hay tareas que nunca llegarán a entenderse y otras que florecen desde dentro. En la osadía de saberlo hay también cierta renuncia silenciosa, un dejarse caer cordillera abajo, un perderse la vida para intentar ganársela
Al día siguiente recibo en la oficina un email con un sencillo formulario lleno de eufemismos bajo el asunto “Califique del uno al diez la dificultad de la tarea encomendada”. Se ve que el resultado de la encuesta no ha sido el esperado y hoy me ha reunido un nuevo Jefe de Personal que ya no es Mustio –después de todo, quizás él tampoco era tan bueno en eso de ganarse la vida– para comunicarme que a partir de ahora mis tareas serán otras. Como hiciera con el anterior, le he respondido que sí a todo. Sí. A todo.
Desde que vi la película de Bayona mi única obsesión pasa por identificar quién en esta empresa se encargará de proveernos el agua, quién la ropa, quién el alimento o los cuidados médicos. Escucho sus palabras como si fueran montañas heladas. Me digo que hay tareas que nunca llegarán a entenderse y otras que florecen desde dentro. En la osadía de saberlo hay también cierta renuncia silenciosa, un dejarse caer cordillera abajo, un perderse la vida para intentar ganársela. Pizarnik, como los supervivientes de La sociedad de la nieve, hizo lo que pudo, cuanto pudo, lo que supo, para aferrarse a la vida. Por eso yo, lentamente, cada mañana después del primer café solo, me encomiendo al transcurso de las horas. No sé dónde está ese idiota del que hablaba la poeta. Aporreo el teclado con fingido convencimiento, decapitando el silencio. Creo que sí, me miento, creo que llevo bien la tarea.
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