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Tiembla Marruecos

Terremoto de Marruecos

Juan José Téllez

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Barato, paisa, barato: casas baratas, escombros caros. Un terremoto estremece el Atlas y Jean Genet y Juan Goytisolo medio se despabilan en sus tumbas de Larache: humildes, como la gente muerta entre las montañas, con el peso del adobe y de la miseria sobre sus cuerpos campesinos, como los temblorosos supervivientes de la madrugada cuando el cielo deja de proteger a sus hijos.

El comendador de los creyentes veranea en París, pero no deja que Francia envíe ayuda a los súbditos, a los fieles, a ese viejo pueblo noble que padeció el colonialismo extranjero y el alauí, pero que confía aún en su rey, como cree en Allah, que es grande, en Mahoma, que es su profeta, en el Gran Marruecos, que será en el futuro el imperio que tendría que haber sido en el pasado.

Los perros husmean entre los restos de las casas desplomadas: aquí, una familia medio muerta, medio familia ya; allá, un peluche, un hedor a sombras que los bomberos y los sanitarios conocen desde hace mucho. Por la radio, Nico Castellano nos envía sonidos de sirenas y voces ininteligibles, pero en las que creemos adivinar las preguntas de siempre. ¿Cuándo podré dormir de nuevo bajo un techo, dónde está mi marido, dónde mis hijos, abríguenme del miedo, tengan piedad?

Los movimientos sísmicos no llegan a los palacios reales, a las haciendas de la nueva burguesía, con el traje chaqueta de diseño escondiendo el refajo de la Edad Media

La macroeconomía y la política suelen ir bien: crece la clase media y Tánger está limpio, el Sáhara sigue dando fosfatos, la energía atómica llama a la puerta. No permitan, sin embargo, que los dirhans ahoguen el alarido, la antigua sumisión de esta gente que sabe que la rebeldía conduce a las prisiones, que el hambre lleva a la masacre de Nador y Melilla, que el Aaiún no va a ser libre nunca. Marruecos no es una democracia, pero tampoco una dictadura. No obstante, no es. Se mira en el espejo y se hace un lifting europeo, se mira al alma y la tradición aflora en Justicia y Caridad, mientras la desesperación crece en la red oscura del yihadismo.

Su Majeski vacacionaba en su mansión junto al cabo de la península de Pointe-Denis, cerca de Libreville, antes de que Africa también temblara en Gabón, como lo está haciendo desde el Sahel de Mali, Níger o Burkina Faso hasta Etiopía, sobre el Congo y los Grandes Lagos. Ese continente lleva temblando demasiados años y muchos siglos. También, Marruecos, con la frontera de Argelia eternamente cerrada, sin primavera árabe pero con un discreto invierno con vocación de otoño.

Los movimientos sísmicos no llegan a los palacios reales, a las haciendas de la nueva burguesía, con el traje chaqueta de diseño escondiendo el refajo de la Edad Media. La tierra se sigue tragando a los nadie, a los que hace poco despidieron a sus parientes que emigraron a los banlieux de París y a la periferia de Bruselas o de Munich, de Barcelona o de Turín, que de tarde en tarde les envían postales llenas de recuerdos y de divisas, de nostalgia y de ambición, de huida y del relativo confort de quienes saben que, en gran medida, ya son apátridas por varias generaciones.

El seísmo apenas se deja sentir en los gimnasios de los amigos especiales, en las comisarías donde siguen investigando a los sublevados en Alhucemas, a los periodistas entre barrotes, a los no gratos como Helena Maleno o Ignacio Cembrero, pero sacude la remembranza colectiva, la de los desastres naturales como el que golpeó a Agadir en 1960, o la de los desastres oficiales como la antigua represión de las huelgas del pan o de los sueños truncados de las generaciones más jóvenes hoy.

Marruecos tiembla desde hace mucho y, a esta orilla del mundo, no nos damos cuenta todavía: al día de hoy, las víctimas de esta última tragedia ya superan los muertos bajo el rutilante peso de las Torres Gemelas pero no parece percibirse la urgencia de esta última angustia marroquí, de este quejío de siglos al que no prestamos la suficiente atención, tercamente empeñados los españoles en que nos merecemos ser vecinos de Suecia y no de este gentío de nuestro sur, sacudido por las lágrimas, el sudor y la sangre, pero con quienes compartimos, más allá del gas mostaza o de Annual, del Llano Amarillo y de las pateras, una añeja cercanía familiar, desde la tumba de Al-Mutamid a la guerra del Perejil, desde Juanita Narboni a la voz de Chekara o de El Lebrijano.      

Los españoles nos creemos a salvo de ese derrumbe porque ya demolimos hace mucho nosotros mismos esa choza precaria a la que llamamos memoria. Compartimos con los marroquíes su impronta bereber, buena parte de nuestras palabras y la percepción íntima de que nadie atenderá nuestro eseoese, nuestra botella de náufrago, nuestras señales de humo entre las columnas de Hércules. En estas horas, más nos valiera llevar en el alma una pegatina que dijese Je Suis Marruecos, yo soy –somos—las víctimas de ese terremoto al que llamamos historia, sin que nadie tampoco acuda probablemente a salvarnos a tiempo.

 

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