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¡Al menos tienes trabajo!

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No tengo que mirar más allá de mi círculo cercano para encontrar casos como los que resumo aquí. Por ejemplo, conozco una pareja en la que ambos miembros cuentan con un empleo y, sin embargo, y a pesar de no tener hijos, están haciendo economías para comprarse un coche de segunda mano sin que se les descuadre el presupuesto anual, de modo que de momento lo han debido aplazar. Es verdad que sus contratos son de 30 horas semanales, no llegan a la jornada completa y, seguramente, si se la ofrecieran, no la aceptarían. Como recoge este precioso artículo publicado aquí mismo la semana pasada, “el trabajo es incompatible con la vida saludable”. Y no le falta razón.

Conozco otra pareja, de hecho, que en seis años de relación no ha logrado cuadrar sus vacaciones para darse el capricho de un viaje que merezca ese nombre, y se contentan con ir rascando semanas sueltas. Otra pareja más: uno de sus miembros trabaja como ingeniera industrial, una formación que en la época de mis padres garantizaba un sueldazo. En la actualidad cobra poco más que una jefa administrativa. Lo comentaba también en este diario Isaac Rosa hace unos días: a pesar del nuevo récord de empleo en España, no se vive ninguna sensación de euforia, como si esos datos no tuviera ninguna conexión real con nuestras vidas: “que los récords históricos no se notan en nuestro puesto de trabajo, en nuestra nómina, en nuestra incertidumbre o en nuestro cansancio”. Y yo añadiría: y en nuestra monotonía vital no elegida, a mi modo de ver una de los mayores daños que causa el trabajo.

También tengo amigos y parientes que tienen salarios decentes, con buenas revisiones anuales, trienios, pagas extra que no se diluyen en prorrateos para maquillar las escasas nóminas mensuales: son todos funcionarios

Sobre eso del cansancio, por cierto, nos recuerda aquí Nuria Alabao que un tercio de la población española no se va de vacaciones ni una semana al año. El cansancio, claro, del que también puedo dar fe sin salir de mi círculo más estrecho: cada vez conozco más personas que acuden a consultas psicológicas. Cuando te explican los efectos de su malestar te das cuenta de que la causa, en última instancia, es siempre la misma, esa que he comentado antes, que el trabajo resulta incompatible con la vida saludable, tanto en términos físicos como emocionales. Cualquiera con un empleo y una familia que sostener sabe que un fin de semana de dos días es irrisorio para satisfacer las necesidades de descanso, de esparcimiento, de cultura, ocio y obligaciones pendientes. Esos dos días, en los que por fin somos nosotros mismos, como viene a decir Rafael Reig en algún momento de Cualquier cosa pequeña, su última novela, no dejan de ser una ridícula propina.

De manera evidente también tengo amigos y parientes a los que, al menos en términos materiales, les va mejor, incluso como para mantener con un único sueldo una familia monomarental. Sueñan con algo ya infrecuente: dejar a los suyos un colchón similar al que recibieron de sus mayores. Tienen salarios decentes, con buenas revisiones anuales, trienios, pagas extra que no se diluyen en prorrateos para maquillar las escasas nóminas mensuales: son todos funcionarios. Es un fenómeno que, entre otros, aborda de manera sobresaliente Emmanuel Rodríguez en su libro El efecto clase media: crítica y crisis de la paz social y en el que se centra Pablo Carmona en este excelente artículo. En él ofrece algunos datos muy relevantes, como que “A día de hoy un 10,8% de quienes están entre los 35 y los 39 tienen un empleo público”, una cifra que va a aumentar, quizás hasta casi el doble, en los próximos años.

A veces por ignorancia, otras por pura imbecilidad, seguimos oyendo a gente corriente que compra la moto a la minoría ganadora: que el trabajo dignifica y que el capitalismo es el mejor de los sistemas posibles

Ciertamente esa estabilidad salarial comporta consecuencias de índole política nada despreciables: un afán de integración en esa difusa categoría de “clase media” que Rodríguez analiza en su libro. Así lo explica Carmona: “ser integrado tiene que ver con participar de los mecanismos de reproducción ofertados por la democracia, anclarse a su institucionalidad y aceptar los caminos que se tienen que seguir –ya sea de un manera crédula, descreída o cínica–, aceptar también su sistema material y efectivo de reproducción. […] podrán construir sus vidas en la dirección que deseen pero ancladas a las condiciones netamente conservadoras que, se quiera o no, impone el empleo público”.

Acabamos de vivir unas elecciones con su correspondiente campaña y, como siempre, me sorprende lo mismo: que ni la mayoría de candidatos ni de votantes cuestionen este sistema que nos mina el bienestar. Por el contrario, solo hablan de parches más o menos de buena intención, como la jornada, por ahora quimérica, de cuatro días. A veces por ignorancia, otras por pura imbecilidad, seguimos oyendo a gente corriente que compra la moto a la minoría ganadora: que el trabajo dignifica y que el capitalismo es el mejor de los sistemas posibles. ¡No te quejes, que al menos tienes trabajo! Y entre tanto, el lunes a hacer cuentas para ver si podemos pagar la consulta del psicólogo.

Se ve que ese parche nunca termina de llegar a la sanidad pública.

No tengo que mirar más allá de mi círculo cercano para encontrar casos como los que resumo aquí. Por ejemplo, conozco una pareja en la que ambos miembros cuentan con un empleo y, sin embargo, y a pesar de no tener hijos, están haciendo economías para comprarse un coche de segunda mano sin que se les descuadre el presupuesto anual, de modo que de momento lo han debido aplazar. Es verdad que sus contratos son de 30 horas semanales, no llegan a la jornada completa y, seguramente, si se la ofrecieran, no la aceptarían. Como recoge este precioso artículo publicado aquí mismo la semana pasada, “el trabajo es incompatible con la vida saludable”. Y no le falta razón.

Conozco otra pareja, de hecho, que en seis años de relación no ha logrado cuadrar sus vacaciones para darse el capricho de un viaje que merezca ese nombre, y se contentan con ir rascando semanas sueltas. Otra pareja más: uno de sus miembros trabaja como ingeniera industrial, una formación que en la época de mis padres garantizaba un sueldazo. En la actualidad cobra poco más que una jefa administrativa. Lo comentaba también en este diario Isaac Rosa hace unos días: a pesar del nuevo récord de empleo en España, no se vive ninguna sensación de euforia, como si esos datos no tuviera ninguna conexión real con nuestras vidas: “que los récords históricos no se notan en nuestro puesto de trabajo, en nuestra nómina, en nuestra incertidumbre o en nuestro cansancio”. Y yo añadiría: y en nuestra monotonía vital no elegida, a mi modo de ver una de los mayores daños que causa el trabajo.