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No basta con pactar salarios
La reciente firma por las organizaciones sindicales y la patronal del Acuerdo Estatal de Negociación Colectiva es una buena noticia. Lo es porque abre una etapa en la que parece que ya se comprende que la constante devaluación salarial, tal y como han indicado hasta los organismos internacionales más conservadores, es perjudicial para el conjunto de la economía española.
Basar el impulso económico y la competitividad en la moderación salarial sólo beneficia a un grupo muy reducido de empresas españolas, las que tienen clientela cautiva y la posibilidad de obtener, por esa vía, beneficios extraordinarios en el extranjero. Mientras que la gran mayoría de los negocios, como ponen de relieve las encuestas de opinión más rigurosas y el propio sentido común, sólo encuentran dificultades cuando la masa salarial se reduce y, con ella, el gasto en consumo y las ventas en el mercado interior.
El acuerdo es bueno, además, porque no sólo se limita a proponer subidas salariales (tan beneficiosas para la población asalariada como para las empresas de menor poder de mercado que viven de su consumo). También lo es, a mi juicio, porque abre la puerta a que se discutan cuestiones complementarias que son tanto o más importantes que la recuperación salarial: el impulso de los convenios, los problemas de la formación, la reducción de jornada como alternativa a los despidos, la situación de la economía sumergida que tanto daño hace, la desigualdad de género o los efectos perversos de la externalización, entre otros.
Sin embargo, y sin ánimo de despreciar lo conseguido, creo que hay que ser muy conscientes de que este pacto es completamente insuficiente no sólo para avanzar hacia el cambio productivo que sigue precisando con urgencia nuestra economía (y que requiere avances en reindustrialización, sostenibilidad o capacidad de maniobra que dejo de lado en este comentario) sino, incluso, para lograr el aumento de la masa salarial que se necesita.
En primer lugar, porque este acuerdo ni siquiera puede garantizar que la masa salarial aumente suficientemente o de modo generalizado. Los salarios no suben ni por decreto ni porque lo recomienden, como se han limitado a hacer ahora, la patronal y los sindicatos. Hacen falta incentivos, un entorno de negociación que no sea tan asimétrico y desfavorable para una de las partes y, sobre todo, demanda efectiva suficiente.
En segundo lugar, hay que lograr, además, que el posible aumento salarial que se pueda producir no conlleve un efecto rebote negativo sobre las empresas que todavía se siguen enfrentando a grandes dificultades para salir adelante o sobre el empleo juvenil.
Por esas dos razones, sería imprescindible que el pacto alcanzado viniera seguido de acuerdos o, al menos, de principio de acuerdos en otras materias de las que a mi juicio depende que nuestra economía recobre realmente el pulso productivo. Desgraciadamente, dentro de unos meses los vientos no van a sernos tan favorables, porque seguramente suban los precios del petróleo, porque terminará la intervención del Banco Central Europeo y porque el alza de los tipos de interés hará mucho daño a una economía, como la nuestra, que emitirá en 2018 unos 7.000 euros cada segundo de una deuda pública que crece a un ritmo de unos 100 millones de euros diarios.
Hay que crear mejores condiciones para lograr incrementos de la productividad y, en ese sentido, hay que abordar, al menos, dos grandes cuestiones.
La primera es la del tiempo y la jornada de trabajo en nuestro mercado laboral y también en el ámbito del trabajo no remunerado, porque uno no se reforma sin cambios en el otro. Todas las evidencias históricas indican claramente que es imposible hacer frente a los cambios tecnológicos a medio y largo plazo sin incrementos dramáticos del paro si no se reduce la jornada de trabajo. La nuestra actual no sólo es excesiva (1.687 horas anuales frente a 1.514 de Francia o 1.356 de Alemania, según datos de la OCDE para 2017). Nuestra jornada de trabajo es una fuente de baja productividad y que además dificulta la conciliación y la corresponsabilidad que son fundamentales, entre otras, cosas para lograr el deseable aumento de nuestra tasa de fecundidad que está entre las más bajas del mundo. No se debería demorar más el avance en este tema.
La segunda es la del papel del sector público, que es la otra principal fuente de rentas en nuestra economía. Como viene demostrando en rigurosos estudios empíricos la economista Mariana Mazzucato, para que la economía y las empresas privadas en su conjunto sean innovadoras, funcionen mejor y puedan crear más rentas primarias, es imprescindible que el Estado asuma un papel de vanguardia en la creación de conocimiento, en la educación, en la investigación e incluso en la puesta en marcha de proyectos innovadores. Por tanto, y aunque esto pueda parecer alejado de los problemas laborales, también son imprescindibles compromisos mutuos efectivos para recuperar el terreno perdido en este campo en los últimos años y definir nuevos retos y estrategias.
Pero esto nunca será posible sin revisar la función de gasto del Estado y la generación de los ingresos públicos. En España (aunque es verdad que también en otros países) estamos destinando dinero público a financiar actividades y proyectos que generan rentas cautivas y que luego no se traducen en mayor consumo y bienestar familiar, en más y mejor empleo o en rendimiento económico auténtico. No puede valernos cualquier aumento del gasto público para recuperar la actividad y por ello es preciso abrir las ventanas para que se conozca con toda la transparencia qué se ha hecho, cómo y por qué, y avanzar hacia un pacto de auténtica austeridad (no de la austericida de años atrás) que distribuya mejor las rentas que genera. No será fácil, porque eso obliga a poner freno y a enfrentarse a la voracidad de la banca que vive de incrementar la deuda sea como sea o a las grandes constructoras que se han hecho dueñas de España e incluso de sus instituciones. Pero hay que intentarlo, con incentivos, con mano izquierda y con las contrapartidas que hagan falta. Y, complementariamente, ha de abordarse también una reforma fiscal que ni mucho menos tiene por qué encaminarse a que aumente la presión impositiva de todos los españoles sino, si se hace bien, simplemente a que haya más equidad y eficacia recaudatoria.
Y por ultimo, aunque no menos importante, no debería olvidarse que es imposible que las economías funcionen con eficiencia y buen rendimiento si las instituciones que la rodean y los valores y la ética que impulsan el comportamiento de los sujetos económicos están corrompidos, si no hay confianza, si las reglas de juego no están claras o se hacen trampas, que es exactamente lo que ocurre cuando algunos disfrutan de impunidad o cuando la rendición de cuentas es algo prácticamente inexistente. La corrupción y la desconfianza en las instituciones son un verdadero cáncer también para las economías y hay que hacerles frente con urgencia y decisión si de verdad queremos que la nuestra salga adelante.
En suma, bienvenido el pacto salarial, pero seamos conscientes de que se lo habrá llevado el viento en unos pocos meses si no se acompaña de otros compromisos elementales como éstos que he mencionado.
La reciente firma por las organizaciones sindicales y la patronal del Acuerdo Estatal de Negociación Colectiva es una buena noticia. Lo es porque abre una etapa en la que parece que ya se comprende que la constante devaluación salarial, tal y como han indicado hasta los organismos internacionales más conservadores, es perjudicial para el conjunto de la economía española.
Basar el impulso económico y la competitividad en la moderación salarial sólo beneficia a un grupo muy reducido de empresas españolas, las que tienen clientela cautiva y la posibilidad de obtener, por esa vía, beneficios extraordinarios en el extranjero. Mientras que la gran mayoría de los negocios, como ponen de relieve las encuestas de opinión más rigurosas y el propio sentido común, sólo encuentran dificultades cuando la masa salarial se reduce y, con ella, el gasto en consumo y las ventas en el mercado interior.