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“Trumputín”

Rasputín ha muerto, viva “Trumputín”. Los nuevos tiempos tienen mucho de vintage, pero ahora no necesitan mártires ni héroes. Se bastan con predicadores que conduzcan a la gente a la tierra prometida del lugar donde ya se encuentra para que, de ese modo, nadie se mueva de su sitio. Esa es la estrategia conservadora, avanzar sin moverse del lugar y dejar que el tiempo pase sin que nada más suceda.

Y uno de esos predicadores es “Trumputín”, un nuevo ser surgido de la unión de Donald Trump y Vladimir Putin para imponer sus ideas y abusos a lo largo y ancho del planeta bajo la presión y la amenaza del discurso del miedo: derechos sociales cada vez más limitados, aceptación del argumento económico para recortar recursos y servicios básicos, precariedad laboral como logro, desigualdad como necesidad para que todo esté en orden, es decir, los hombres en su sitio y las mujeres en el suyo, los nacionales aquí y los extranjeros allí, lo propio como bueno y lo diferente como ataque, y la fuerza como una posibilidad siempre accesible.

“Trumputín” es la quimera del poder, el monstruo de sí mismo, el Frankestein hecho con los ratos libres de Trump y Putin para ocupar todo el espacio de la realidad más allá de sus fronteras. Es como la prolongación de la sombra de cada uno de ellos hasta abrazarse en el mediodía, la del amanecer de Putin y la del atardecer de Trump, de ahí la oscuridad de los días bajo su quimera.

Pero toda creación surgida de la unión del material de dos seres distintos necesita de un elemento común para que la fusión pueda sobrevivir. Y si vemos de forma rápida la historia de Trump y Putin, comprobamos que sólo hay un elemento compartido. La historia de sus países, EE.UU. y Rusia, está más alejada que sus capitales, sus biografías y familias tampoco conocen la proximidad, la formación de cada uno de ellos, el primero en la empresa y el segundo en la KGB, son mundos separados, su forma de abordar la economía no se parece en nada, y el modelo de sociedad aún menos…

La referencia cultural común

El único elemento que los une, además del accidente biológico de su hombría, es su forma de entender el poder y el papel de los hombres como artífices e imagen del mismo. Una visión nacida de la referencia cultural común en la que el poder se presenta como un ejercicio de demostración constante sobre la sumisión y la amenaza hacia el otro, y entendido como consecuencia natural de la desigualdad y jerarquización social construida por la cultura. Y ese modelo de poder surgió en el neolítico sobre la desigualdad de hombres y mujeres, desde entonces se ha ido adaptando a los cambios sociales y perfeccionando en sus formas, de ahí que en todo momento haya recurrido como parte esencial del mismo a la instrumentalización de las mujeres como exhibición de poder y como “recompensa” para todos los hombres. Es decir, como culminación del machismo.

Pensar que el político, el empresario, el profesional es alguien diferente al marido, al padre, al compañero de las mismas mujeres que sufren desigualdad, discriminación, abuso y violencia, ha sido una trampa que la cultura androcéntrica ha situado para que la mirada se pierda en el tránsito entre lo privado y lo público.

Y creer que los valores que llevan al político, al empresario, al profesional a comportarse de ese modo son diferentes a los que permiten que la sociedad continúe con la desigualdad, la discriminación, el abuso y la violencia contra las mujeres es un error y una responsabilidad.

El machismo es la cultura, es decir, el conocimiento y las referencias que definen las identidades de hombres y mujeres para asumir roles, tiempos y espacios dentro de la normalidad, no al margen de ella. Por eso es normal que en el país de Putin se apruebe una ley que viene a aceptar que “pegar a la mujer una vez al año” sea normal, y que en el país de Trump acosar y abusar de las mujeres sea algo propio de los hombres, hasta el punto de no impedir alcanzar la presidencia a uno de ellos que presume de haberlo hecho.

Hasta ahí todo podría ser una prolongación más de la esa historia escrita por la cultura del machismo, pero no es así. Estamos ante un nuevo y diferente capítulo, y la aparición de “Trumputín” es su demostración.

Un machismo explícito y exhibicionista

La historia ha ido corrigiendo injusticias sociales de todo tipo: el peso de las estirpes, las tiranías, las aristocracias avasalladoras, el racismo… y desde hace un par de siglos también la desigualdad. Pero a diferencia de las otras situaciones, que eran expresión de la injusticia existente, la desigualdad es la propia injusticia hecha cultura y sociedad, por eso surgen las resistencias y los ataques a quienes trabajan en esa línea. A pesar de ello se ha conseguido un importante avance en lo formal y, sobre todo, en la mentalidad de mucha gente, hasta el punto  de haber creado una conciencia crítica en una gran parte de la sociedad que ha llevado a cuestionar al machismo en gran parte de sus manifestaciones, y a buscar la Igualdad de manera decidida.

Los machistas son conscientes de esa transformación social y han reaccionado de manera firme y decidida con un paso al frente por medio de un machismo explícito y exhibicionista, con el objeto de aglutinar a más machistas en sus planteamientos y de defender sus ideas, valores y creencias con mayor determinación. Y para ello necesitan referencias y ejemplos, y nadie mejor que esa quimera de “Trumputín”, el ejemplo a seguir para alcanzar un triple objetivo:

- Defender el modelo y el orden dado con el hombre como referencia y la desigualdad como eje: los hombres en su sitio y a lo suyo, y las mujeres en el suyo y a sus cosas.

- Presentar la Igualdad y al feminismo como una estrategia “destructora” del orden y dirigida a la consecución de objetivos particulares, no sociales ni comunes a hombres y mujeres.

- Mostrar a los hombres, la familia y al propio modelo como víctimas de ese ataque propiciado por la conspiración feminista-planetaria que está “mandando a hombres inocentes a las cárceles” y  a otros los está “levando al suicidio”, además de dejarlos en el mientras tanto sin hijos, sin casa y sin dinero. Esto, para esos planteamientos, justificaría la respuesta violenta como defensa, no como ataque, de ahí el incremento del odio que se observa en las redes sociales y en los resultados de la violencia de género.

La exhibición de machismo que estamos viendo desde que Trump ganó la presidencia de los EEUU y su coincidencia ideológica machista y “amistad” con Putin, indican que lo ocurrido no es un accidente, que la alianza global está presente en el machismo y su fratría, aunque lo llamen capitalismo, ultraderecha, liberalismo… según el acento. Y esto no ha hecho nada más que empezar, detenerlo o dejarlo avanzar depende de nuestra respuesta democrática.

Rasputín ha muerto, viva “Trumputín”. Los nuevos tiempos tienen mucho de vintage, pero ahora no necesitan mártires ni héroes. Se bastan con predicadores que conduzcan a la gente a la tierra prometida del lugar donde ya se encuentra para que, de ese modo, nadie se mueva de su sitio. Esa es la estrategia conservadora, avanzar sin moverse del lugar y dejar que el tiempo pase sin que nada más suceda.

Y uno de esos predicadores es “Trumputín”, un nuevo ser surgido de la unión de Donald Trump y Vladimir Putin para imponer sus ideas y abusos a lo largo y ancho del planeta bajo la presión y la amenaza del discurso del miedo: derechos sociales cada vez más limitados, aceptación del argumento económico para recortar recursos y servicios básicos, precariedad laboral como logro, desigualdad como necesidad para que todo esté en orden, es decir, los hombres en su sitio y las mujeres en el suyo, los nacionales aquí y los extranjeros allí, lo propio como bueno y lo diferente como ataque, y la fuerza como una posibilidad siempre accesible.