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El velo que las mujeres siempre llevamos encima
Recuerdo una tarde de verano, cuando mi madre, mi hermana y yo rodeamos a mi abuela, en cama, pero muy espabilada y con ganas de escuchar. Mi tía Mari trajo un libro. Y allí, saltando entre páginas, leía en voz alta los preceptos de la Sección Femenina franquista: la devoción al marido, el decálogo de la buena esposa, los “servicios” a la familia, cómo limpiar los zapatos del esposo, el no quejarse, dejar que él imponga los temas de una conversación, o cómo maquillarse para él. Todo eso acompañado de miradas mordaces, donde incidía, en su lectura, en las ideas más sobrecogedoras. Que lo leyese mi tía tenía su aquel, porque era nuestra tía soltera. No por el devenir de su vida, que tuvo pretendientes de sobra, sino por propia decisión. Pero aquella diferencia, fue para mí siempre una fascinación.
Ella ya no está. Pero quiero recordarla como ejemplo de tantas mujeres que nunca callaron y que recordaron, en verdad, el estigma y la presión que todas llevamos encima. Si el propio patriarcado ya no había oprimido lo suficiente a las mujeres durante siglos, la dictadura franquista las silenció y utilizó para sus objetivos: parir y cuidar de la familia. Pero ese franquismo caló. Y se normalizó. De pequeña, yo escuchaba en el patio a las vecinas, repitiendo las ideas de la Sección Femenina. Y luego, por fortuna, mi madre cerraba la ventana y me hacía comprender que las mujeres no necesitábamos de un hombre para SER. Pero aquellas ideas siguen vivas. En muchos lugares… y en muchas cabezas. En hombres de derechas… y de izquierdas, sí.
Traigo este recuerdo después de un verano saturada por los debates de burkas, burkinis y velos. Por un lado, por esos análisis tan puramente occidentales. Siguiendo esa misma regla, en la que se ignora cualquier tipo de contexto y significado, a una mujer himba o de cualquier otra tribu nativa, las occidentales podremos parecer unas mujeres reprimidas, por cubrir nuestros pechos con sujetadores y ropa. Por otro lado, porque resulta repulsivo dar lecciones sobre religión e igualdad en un país con altas deficiencias en políticas de género y donde la iglesia ocupa un papel central. Sin olvidar el absoluto silencio cuando el propio capitalismo y empresas de renombre imponen determinados uniformes, peinados o maquillajes a las mujeres trabajadoras. Pero eso, claro, es “imagen” de negocio.
El patriarcado es lo único que no tiene fronteras. Mi tía y mi madre me lo hicieron ver tanto en lo grande, como en lo pequeño. En las lapidaciones y ablaciones de clítoris, o en los pañuelos manchados para demostrar la virginidad de una mujer. En esos sustos de los mal llamados piropos, mientras te persiguen. En aguantar la respiración y bajar la cabeza ante un grupo de chicos para pasar desapercibida. En aprender que con pantalones y un cinturón en el último agujero dificultas la violación. En esas reuniones familiares donde los hombres marchan al salón para hablar de “sus temas”, mientras ellas hablan de “sus cosas” en la cocina. En las mujeres que, al casarse, pierden su apellido para ser “Señora de…”. También en crecer con chistes machistas. En vigilar al que se camufla en Internet para crecer su ego, a costa de dañar a las mujeres. El que las calla. El que las priva de ser cómo realmente son, hasta hacerlas pedir perdón cuando no son culpables de nada. El que se toma a las mujeres como un juego, sólo porque él es un hombre y lleva las riendas.
También en hacernos tragar el cuento. El de esos “príncipes” que nos “salvarán” y nos llevarán ante un altar católico, bien vestiditas de blanco. A poder ser, con un VELO que nos cubra el rostro. Y que sea él quien lo retire, para entregarnos con devoción. Y, a ese conjunto, suma las violaciones, los asesinatos, el abandono del Estado, la presión de políticas que aumentan la desigualdad, las regulaciones sobre el aborto, o el papel de nuestra Santa Iglesia Católica y su ejército de mujeres adoctrinadas. Como aquellas que aún critican a las que toman una simple pildora anticonceptiva, porque va contra los designios de Dios (otro varón, por cierto).
Mi tía y mi madre me lo hicieron ver muy pronto. Que, a veces, hay otro tipo de velos que no te dejan respirar, como cuando tu propio compañero, o quien te quiere conquistar, te asfixia sólo con las palabras que dispara, hasta convertirte en su marioneta. Debatimos horas sobre llevar un velo encima, sí... Pero muy poquito cuando la mujer lleva encima, por la condición de serlo, un golpe en el rostro, patadas y moratones por el cuerpo, huesecillos rotos a puñetazos, una pistola en la cabeza, un cuchillo en el cuello, cargar con kilos de escalofríos o miedos y con miradas tan sentenciadoras que te hacen pequeña, hasta reducirte a la nada.
Pero así seguimos. Sin ver que, en realidad, lo que TODAS las mujeres siempre llevamos encima es la opresión del patriarcado y el machismo. Un velo que nos cubre de pies a cabeza. Un velo invisible, que aprieta, ahoga e incluso mata.
Recuerdo una tarde de verano, cuando mi madre, mi hermana y yo rodeamos a mi abuela, en cama, pero muy espabilada y con ganas de escuchar. Mi tía Mari trajo un libro. Y allí, saltando entre páginas, leía en voz alta los preceptos de la Sección Femenina franquista: la devoción al marido, el decálogo de la buena esposa, los “servicios” a la familia, cómo limpiar los zapatos del esposo, el no quejarse, dejar que él imponga los temas de una conversación, o cómo maquillarse para él. Todo eso acompañado de miradas mordaces, donde incidía, en su lectura, en las ideas más sobrecogedoras. Que lo leyese mi tía tenía su aquel, porque era nuestra tía soltera. No por el devenir de su vida, que tuvo pretendientes de sobra, sino por propia decisión. Pero aquella diferencia, fue para mí siempre una fascinación.
Ella ya no está. Pero quiero recordarla como ejemplo de tantas mujeres que nunca callaron y que recordaron, en verdad, el estigma y la presión que todas llevamos encima. Si el propio patriarcado ya no había oprimido lo suficiente a las mujeres durante siglos, la dictadura franquista las silenció y utilizó para sus objetivos: parir y cuidar de la familia. Pero ese franquismo caló. Y se normalizó. De pequeña, yo escuchaba en el patio a las vecinas, repitiendo las ideas de la Sección Femenina. Y luego, por fortuna, mi madre cerraba la ventana y me hacía comprender que las mujeres no necesitábamos de un hombre para SER. Pero aquellas ideas siguen vivas. En muchos lugares… y en muchas cabezas. En hombres de derechas… y de izquierdas, sí.