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Vox: pulpo como animal de compañía

11 de abril de 2022 20:24 h

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La extrema derecha no es el nazismo, no nos engañemos y sobre todo no engañemos a nadie. Aunque le sigan dando jindama los judíos, tal vez entienden que meterles en un horno crematorio extensivo puede ser una exageración. Quizá no apiolarían a sus adversarios en las tapias del cementerio pero les revientan que los rojos anden buscando huesos por las cunetas, como cuando a los cómplices de un crimen suela fastidiarles que aparezcan Miss Marple o Colombo a darles la vara con sus hipótesis para resolverlo.

Sus partidarios solían ser liberales extremos, pero con entorchados y un poquito de caspa en la gomina, de esos que creerían –si supiesen quien fue– que Adam Smith era un peligroso bolchevique. Su ideología no les viene de la lectura, salvo aquellos que están suscritos a foro-coches o piensan que se están reblandeciendo cada vez que sonríen ante un tuit de Isabel Díaz Ayuso. Su credo no les viene de la razón sino del corazón, de ahí su fuerza de hoy. Su discurso no apela a las neuronas sino a las emociones.

Pero los más de entre los votantes y los sondeantes que muestran sus preferencias por el partido de Santiago Abascal ni siquiera son libertinarios, de los de toma el dinero y corre. Es gente a la que los partidos democráticos de izquierda y de derecha le hicieron creer en Shangri-La, en los finales felices, en eso de que si ahorráis, saldréis de las estrecheces; en que si estudian vuestros hijos, serán clase media; en que no dejaremos a nadie atrás, pero la burbuja inmobiliaria demostró que sólo no dejaríamos atrás a los bancos. Así las cosas, la globalización nos mostró a las claras que el estado del bienestar no lo era tanto, que, en cualquier caso, se reducía al oasis europeo y, como ha venido ocurriendo durante los últimos años, corría el riesgo de convertirse en estado de malestar, de bronca y de reproche.

Sabemos que aquí no habrá cordón sanitario contra Vox o los que prediquen de nuevo el palo y tentetieso, el vivan las cadenas y tonto el que lea, porque no salen las cuentas

Hoy, cuando aceptamos pulpo como animal de compañía en el Gobierno de Castilla y León, cuando probablemente ocurra otro tanto en Andalucía –cuarenta años después de sus primeras elecciones autonómicas–, y quizá (sólo quizá) en el de La Moncloa, sabemos que aquí no habrá cordón sanitario contra Vox o los que prediquen de nuevo el palo y tentetieso, el vivan las cadenas y tonto el que lea, porque no salen las cuentas y porque las mascarillas democráticas nos han salido tan defectuosas como las de Luis Medina, Alberto Luceño y el Ayuntamiento de Madrid.

La gente está harta y eso es comprensible: no les salen las cuentas a fin de mes, entre la subida de precios en el supermercado y en las gasolineras, entre que la niña ha tenido que ponerse a trabajar en un bar después de sacar una carrera y tres masters y, encima, les quieren prohibir los toros aunque nunca hayan ido a las corridas, o prohibir la caza como cuando multan por coger de extranjis tagarninas. Para colmo, les metieron el copago en los fármacos del seguro; y todo va a resolverse, les dicen, cuando repartan mejor el dinero que trincan las feminazis, los sindicalistas, los diputados, los coches oficiales, los gacetilleros que se dicen de izquierdas y sólo son estómagos agradecidos, los progres que arreglan el mundo desde sus casas inteligentes y sus mansiones en Bobadilla. Que para ser ricos y poderosos ya están los de siempre, aquellos que se repartieron este país a cachitos, los apellidos de fuste que inundan los juzgados, los consejos de administración, los chalets de Sotogrande, la cúpula de la banca.

Que esos barandas, los próceres de reglamento, los de toda la vida, son los profesionales y los otros, unos amateurs que no hacen más que incordiar con las bodas de los maricones, la puerta abierta a los moros, las operaciones de los transexuales y el aborto de las hembras, pero que ahí se queda todo, que el IRPF no es suficiente para evitar que el colegio público se venga abajo o para que nos atiendan pronto en la consulta del ambulatorio; que Europa sólo sirve para subvencionar microchips y evitar que le chupen más agua a Doñana, pero no para que la granja pueda fabricar lomos de ternera a tres euros en la estantería central del híper o para que salga a faenar el pesquero aunque tengamos que buscarnos tripulantes coreanos o sudacas, porque si el pescado está caro, el salario es más barato de lo que estamos acostumbrados a cobrar los españoles y muy españoles. ¿Alguien se ha preguntado por qué nuestros jóvenes se van en verano a recoger peras, uvas o ajos a Francia y aquí tenemos que buscar en origen jornaleras marroquíes para el milagro de la fresa?

La gente necesita utopías y Vox se las da, aunque sean sueños cóncavos, como los espejos del Callejón del Gato, esperpentos de lo peor por conocer que de lo malo conocido, propios de la generación de las 'fakes news'

A Hamelín le siguen gustando los flautistas. Y allí están ellos, asegurando que quienes rompen España son los otros, cuando ellos tan sólo quieren romper las diputaciones, las autonomías, el número de parlamentarios, o sea, la Constitución, o sea, la España plural de hoy y no la del Gran Capitán.

La gente necesita utopías y Vox se las da, aunque sean sueños cóncavos, como los espejos del Callejón del Gato, esperpentos de lo peor por conocer que de lo malo conocido, propios de la generación de las fakes news y de aquel viejo dicho periodístico: no dejes que la realidad te estropee una buena noticia. El personal quiere creer en los finales felices y cree que hay soluciones fáciles para problemas complejos.

Este Gobierno ha cometido errores tremebundos, pero también aciertos impensables. Sortear una pandemia con préstamos de bajo interés a los autónomos, subiendo el salario mínimo interprofesional, consiguiendo que sean fijos los currantes que están en la cuerda floja, etcétera. Con el mismo denuedo que algunos odian a Sánchez, otros nos tentamos la camisa pensando qué habría ocurrido si Mariano Rajoy hubiera seguido en palacio.

Empezamos a padecer la invasión de las facturas de las eléctricas antes que la de Ucrania y ahí estamos ahora, con los ejércitos de la inflación ocupando nuestra salita de estar. La Moncloa y los suyos podrían explicarse mejor y eso es bien cierto. Pero que alguien también me explique por qué una mujer vota a un partido que está en contra de que la violencia machista sea tratada como tal; por qué un inmigrante les respalda porque quieren evitar por la ley de la fuerza que sigan llegando sin papeles para hacerles la competencia en el cruce de caminos donde el manijero decide quién trabajará hoy en los invernaderos; por qué hay gais y lesbianas que simpatizan con ellos cuando sus siglas antipatizan abiertamente con lo que son; por qué el pastor del culto predica a su feligresía que es mejor elegirles porque es gente de bien y de Cristo aunque quizá pretendan, en el fondo, dejar nuevamente hechos un Cristo a los gitanos.

Toda esta palabrería resulta tan inútil como un transistor en tiempos de los podcasts. Aquí no se trata de apelar a la inteligencia sino a los instintos. A la ley de la selva, que ellos defienden como nadie, porque son los hijos pluscuamperfectos de un sistema que nos quiere desiguales para que el capitalismo feroz pueda seguir existiendo. Han llegado para quedarse, eso está claro. Relajémosnos aunque no disfrutemos con ello. Y, sobre todo, pensemos que hemos sido incapaces de que la ciudadanía les tenga más miedo que hartazgo nos tiene a todos nosotros. A la derecha y a la izquierda. Todavía estamos a tiempo de reaccionar. El mejor antídoto contra la extrema derecha y la derecha extrema, en España, en Francia, en Hungría, en Polonia, en Austria o en Italia no es convencerles de que ellos son los malos sino, sencillamente, que la democracia es mejor. O que puede volver a serlo. Para eso, claro, hay que abandonar los despachos y frecuentar los bares; que el zapato de marca pise charcos y no sólo parqué. Que haya alguien que vuelva a pensar, antes de que vuelvan a prohibir los pensamientos.

La extrema derecha no es el nazismo, no nos engañemos y sobre todo no engañemos a nadie. Aunque le sigan dando jindama los judíos, tal vez entienden que meterles en un horno crematorio extensivo puede ser una exageración. Quizá no apiolarían a sus adversarios en las tapias del cementerio pero les revientan que los rojos anden buscando huesos por las cunetas, como cuando a los cómplices de un crimen suela fastidiarles que aparezcan Miss Marple o Colombo a darles la vara con sus hipótesis para resolverlo.

Sus partidarios solían ser liberales extremos, pero con entorchados y un poquito de caspa en la gomina, de esos que creerían –si supiesen quien fue– que Adam Smith era un peligroso bolchevique. Su ideología no les viene de la lectura, salvo aquellos que están suscritos a foro-coches o piensan que se están reblandeciendo cada vez que sonríen ante un tuit de Isabel Díaz Ayuso. Su credo no les viene de la razón sino del corazón, de ahí su fuerza de hoy. Su discurso no apela a las neuronas sino a las emociones.