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Hacia una política penitenciaria más flexible en línea con el modelo europeo

Valentín Aguilar Villuendas, área de Cárceles de APDHA

16 de febrero de 2021 20:34 h

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Mayo de 2010: mayor pico de personas encarceladas en España, 77.000 ciudadanos. Una década después, enero de 2021: el número se ha reducido de forma significativa hasta 55.000 personas.

El uso de la cuestión de la inseguridad ciudadana como instrumento de captación de votos es cíclico y ha sido utilizado por gobiernos de todos los colores, preferentemente en años preelectorales. Ocurrió en 2003 y sirvió para reformar el Código Penal. Y de nuevo en 2010, lo que derivó en la mayor reforma penal existente desde el Código Penal de 1995, con modificación de 155 artículos (una cuarta parte del total).

La percepción de inseguridad ciudadana ha experimentado una evolución positiva a lo largo de los últimos años: ha pasado de representar un problema para 23% de la población española en 2003 al 9,7% en mayo de 2010, según el barómetro del CIS (tercer principal problema). Finalmente, en febrero de 2020, constituye una preocupación solo para el 1,5% de la población española (en decimoséptimo lugar).

Tras la última vuelta de tuerca posible con la cuestión de la prisión permanente en el año 2015, parece que nos encontramos en un momento adecuado, relajado, para abordar el debate pendiente sobre qué modelo penal y penitenciario se precisa y si es aún posible una mayor reducción del uso de la prisión, por cuanto la privación de libertad supone el mayor recorte del valor principal del ser humano.

Para ello es fundamental analizar si la merma del uso de la prisión, y por tanto de la población penitenciaria, supondría una mayor criminalidad. La respuesta es no. La tasa se ha mantenido con cierta estabilidad desde los 45 delitos y faltas por cada 1.000 habitantes en 2010 hasta los 46 en 2019 y bajó hasta 39 en el tercer trimestre de 2020. Por tanto, la primera conclusión es que, pese a existir menos personas encarceladas (un 28% menos), la tasa de criminalidad se ha mantenido estable, apreciándose incluso una reducción. Se descarta así que un menor uso de la prisión suponga un peligro para la sociedad.

Por otra parte, según todos los estudios penitenciarios, una reducción de la dureza en el cumplimiento de la pena favorece la reinserción social. La pena, según la legislación, se puede cumplir de muchas formas, desde el encierro más total (primer grado) a una flexibilización que permite cierta relajación en la privación de libertad (tercer grado). El uso de la semilibertad está más extendido entre nuestros vecinos europeos que en España, donde su uso es escaso y alcanza tan solo al 18% de los penados en la actualidad, frente al 17% del año 2010.

Conscientes de ello, los Servicios de Orientación y Asistencia Jurídica Penitenciaria de los Colegios de Abogados plantearon a Instituciones Penitenciarias la necesidad de un protocolo que permitiera que ciertos perfiles de menor peligrosidad pudieran ingresar directamente en tercer grado en los Centros de Inserción Social (CIS), centros de cumplimiento de penas en tercer grado disponibles en algunos territorios. El protocolo propuesto ha sido adoptado por el Secretario General de Instituciones Penitenciarias, con importantes modificaciones respecto a la propuesta, en la Instrucción 6/20 de 17 de diciembre. Este paso sin duda puede ser considerado un hito importante, si bien su confirmación dependerá de su eficacia práctica.

Permitirá que aquellos penados que se presenten voluntariamente, con condena inferior a cinco años, primariedad delictiva –que sea su primer delito-, con satisfacción de responsabilidad civil, declaración de insolvencia o compromiso de satisfacción y cuyo delito haya sido cometido al menos tres años antes, con correcta adaptación social desde entonces, puedan ser admitidos inicialmente de forma provisional en el CIS. La decisión de permanecer en este modelo o de pasar a un centro penitenciario ordinario será adoptada con posterioridad. Además de los anteriores requisitos, se valorará: el proyecto vital, que sea acorde a las circunstancias personales y que le permita hacer frente a sus necesidades, así como otras actividades que puedan ser realizadas; la red de apoyo familiar y social; y en caso de adicciones, que se halle en disposición favorable de superarlo o haberlo superado ya. Se tendrán en cuenta las circunstancias de especial vulnerabilidad de la propia persona penada o familiares a su cargo (personas ancianas, con discapacidad, hijos menores...).

Aun reconociendo el carácter innovador de la medida, esta puede ser considerada aún como excesivamente restrictiva, por cuanto parece favorecer a perfiles minoritarios y no al más general, relacionado con la exclusión social, drogodependencia o enfermedad mental, que puede implicar mayores recaídas o necesidad de oportunidades. Parece preciso que, en un periodo corto de tiempo, pueda analizarse su eficacia para, en su caso, revisar su aplicación de forma más generalizada.

En conclusión, pese a las oscuridades que persisten en el sistema penitenciario, se abre un momento esperanzador para soñar que otro sistema es posible. Es importante aprovechar el actual momento de amenazas externas para avanzar en algo tan importante como es la libertad del ser humano.

Mayo de 2010: mayor pico de personas encarceladas en España, 77.000 ciudadanos. Una década después, enero de 2021: el número se ha reducido de forma significativa hasta 55.000 personas.

El uso de la cuestión de la inseguridad ciudadana como instrumento de captación de votos es cíclico y ha sido utilizado por gobiernos de todos los colores, preferentemente en años preelectorales. Ocurrió en 2003 y sirvió para reformar el Código Penal. Y de nuevo en 2010, lo que derivó en la mayor reforma penal existente desde el Código Penal de 1995, con modificación de 155 artículos (una cuarta parte del total).