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Más allá de la trinchera

Enrique Sánchez Muñoz

Cirujano traumatólogo. Hospital de la Sanidad pública española —

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Cuando el soldado se dirige al frente mira con envidia a los que tienen la suerte de quedarse atrás, donde no llegan las balas, aún sabiendo que la guerra, cuando estalla, alcanza a todos. Los que están lejos del frente están a resguardo porque no tienen que enfrentarse cara a cara con el enemigo. Nadie, absolutamente nadie en su sano juicio iría a la primera línea de fuego, donde sisean las balas sin parar, sin tener un buen motivo ¿o tal vez sí?

A veces las balas no se ven, no se oyen, a veces el peligro no es tan evidente.

Tenemos la inmensa suerte de vivir en una época y un lugar en el que el peligro es algo muy lejano, un mundo en el que incluso los peores errores y las mayores insensateces casi siempre tienen solución: he atendido a conductores que después de que su coche diera tres vueltas de campana, gracias a los dispositivos de seguridad de los coches y al uso del cinturón, sólo tienen el cuello dolorido; los que se pierden en la montaña son rescatados en horas gracias a los medios humanos y materiales de los que disponemos; muchas de las enfermedades tropicales que traemos a la vuelta de nuestras vacaciones exóticas porque no tomamos las precauciones necesarias, tienen cura en nuestros hospitales de país desarrollado. Pero esta vez es distinto.

El enemigo no se ve, no se toca y por eso es más peligroso; porque puede crear una falsa sensación de ausencia. Esta vez no hay cinturón, no hay equipo de rescate, no hay una cura esperándonos. Es mucho más grave en personas mayores y enfermas, sí, pero nadie está a salvo de esta nueva amenaza. Y cuando no somos víctimas somos verdugos: la infección asintomática, que se da sobre todo en pacientes jóvenes y sanos, nos hace macabros mensajeros de la enfermedad, llevándola a quien tenemos cerca. Cada acto indebido, cada contacto que habríamos podido evitar, cada salida a la calle que no era necesaria, es gasolina que echamos a este incendio descontrolado.

En los horribles bombardeos de Londres durante la Segunda Guerra Mundial, cada luz encendida durante la noche servía a la aviación enemiga como diana a la que dirigir sus bombas; en esta epidemia, cada contacto indebido es una puerta que abrimos para que la enfermedad se siga extendiendo y avanzando. En Londres pedían a los ciudadanos que apagaran la luz y cumplieran el toque de queda para que el sacrificio de los soldados en el frente no fuera en vano. Ahora se pueden dejar las luces encendidas, no hace falta correr a los refugios, sólo hay que quedarse en casa.

¿Es tan inmadura y egoísta nuestra sociedad para no ser capaz de entender la importancia de actuar adecuadamente cuando es tan poco lo que se le pide? ¿No es capaz de quedarse en casa para ayudar a que el esfuerzo de los que están en el frente no sea en vano? Quiero creer que no. Porque hay muchas personas en las trincheras, luchando en primera línea, y la exposición continua, intensa y reiterada a la enfermedad, muchas veces con medios de protección insuficientes, hace que la mortalidad en el personal sanitario sea mayor. Tengo la esperanza de que este esfuerzo y este sacrificio no será en vano.

Cuando el soldado se dirige al frente mira con envidia a los que tienen la suerte de quedarse atrás, donde no llegan las balas, aún sabiendo que la guerra, cuando estalla, alcanza a todos. Los que están lejos del frente están a resguardo porque no tienen que enfrentarse cara a cara con el enemigo. Nadie, absolutamente nadie en su sano juicio iría a la primera línea de fuego, donde sisean las balas sin parar, sin tener un buen motivo ¿o tal vez sí?

A veces las balas no se ven, no se oyen, a veces el peligro no es tan evidente.