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Opinión - ¿Misiles para qué? Por José Enrique de Ayala

La colina del loco

España sigue siendo una montería. Ya lo vaticinó Carlos Saura con su parábola “La caza”. O Luis García Berlanga con “La escopeta nacional”. Ahora, ese título da nombre a una chirigota ilegal que recorre las calles de Cádiz sin presentarse a concurso y que entona una parodia del célebre cantable “Mi querida España” de Cecilia.

En efecto, España es la querida de un puñado de poderosos, una tradición que se remonta a sus católicas majestades y que amanece en el país de hoy, en cuyo callejón del gato conviven tahúres y tiralevitas, facinerosos y asesinos, hidalgos y títulos, mujeres en pie de paz, espiritistas y asustaviejas, leguleyos y tramposos, monarcas y tricolores, trileros de la política y prestidigitadores de las altas finanzas. Ese es el panel de buena parte de las entrevistas a las que dio forma y fondo Jesús Quintero, que usó su micrófono como un microscopio para escudriñar las células vivas y muertas de la transición democrática.

Era un fantasma que recorría las noches de la radio cuando se hacía pasar por El Loco de la Colina. Luego fue perro verde, vagamundo o pasó lista a la cuerda de presos de este país carcelario. Ante sus silencios cruzaron cojos manteca y guerrilleros de cristo rey, artistas de fuste y personas sin nombre, jornaleras y nuncios, sabios sin cátedra o catedráticos sin sabiduría, caricatos, reidores, flamencos y místicos, psicópatas y risoterapeutas. De entre sus archivos, Mercedes Moncada ha espigado declaraciones, frases aisladas, miradas de soslayo y humo denso, como las teselas de un mosaico que reconstruyen el retrato robot de este país, durante la transición democrática hasta nuestros días, en una secuencia que lleva hasta esa otra larga encrucijada que nos transporta al menos hasta 500 años atrás. Quintero es el demiurgo, pero es ella quien oficia la ceremonia. El comunicador asiste al desfile de sus viejos fantasmas mediáticos, como un testigo que persiguiera al conejo de Alicia hasta un espejo de plasma donde no existió nunca el país de las maravillas.

Todos los terrores, la propiedad de la tierra y la heredad de los sueños, la utopía y la violencia, el amor y el sexo, la religión y los nacionalismos, lo que fuimos y no debiéramos seguir siendo. Ese es el desfile al que asistimos a lo largo de este documento construido como mensajes de náufragos de una época ya ida pero cuyo imaginario sigue marcando el presente. El carnaval de Cádiz y sus coplas actúan como el hilo conductor, el coro griego, el narrador que subraya la crónica de una antigua perplejidad, la del deseo que choca pertinazmente contra la realidad.

Bajo una apasionante banda sonora y la fotografía de Alex Catalán, la producción corre por cuenta de La Zanfoña de Gervasio Iglesias. A Mercedes Moncada –que se diera a conocer como documentalista al deslumbrar con “La pasión de María Elena” al festival de Sundance—le auxilia en el guión Mercedes Cantero, que asume el montaje de esta memoria viva de un tiempo y de un país. La directora interpreta desde su propia perspectiva creativa e ideológica los testimonios que fue capturando Quintero en otro mundo pero en el mismo lugar. Las palabras, ahora, al contrastarlas y disponerlas juntas, adquieren otra dimensión y los argumentos de unos y de otros nos conducen hasta la imagen de un bosque antiguo empapado de sangre, de dogmas y de contradicciones, pero donde todavía, de tarde en tarde, desde la colina del loco, sigue siendo posible vislumbrar la esperanza.

España sigue siendo una montería. Ya lo vaticinó Carlos Saura con su parábola “La caza”. O Luis García Berlanga con “La escopeta nacional”. Ahora, ese título da nombre a una chirigota ilegal que recorre las calles de Cádiz sin presentarse a concurso y que entona una parodia del célebre cantable “Mi querida España” de Cecilia.

En efecto, España es la querida de un puñado de poderosos, una tradición que se remonta a sus católicas majestades y que amanece en el país de hoy, en cuyo callejón del gato conviven tahúres y tiralevitas, facinerosos y asesinos, hidalgos y títulos, mujeres en pie de paz, espiritistas y asustaviejas, leguleyos y tramposos, monarcas y tricolores, trileros de la política y prestidigitadores de las altas finanzas. Ese es el panel de buena parte de las entrevistas a las que dio forma y fondo Jesús Quintero, que usó su micrófono como un microscopio para escudriñar las células vivas y muertas de la transición democrática.