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El conflicto español
Vayamos al grano, sin ambages. España lleva rota desde hace casi mil años: “invertebrada”, que decía Ortega; “compuesta” de los diversos modelos de capitalismo que tuvieron su origen en la Baja Edad Media, por las múltiples formas en que se conquistó de Al-Ándalus; asentados en reinos e instituciones varias en los siglos modernos; en rivalidad, incluso física, unos con otros por ganarse al Estado con estratagemas buscadoras de rentas en la Edad Contemporánea. Producto de todo ello y de una forzada división regional del trabajo, a nadie se le escapa que España está, al menos, rota por la mitad; la rica al norte y la relativamente pobre al sur.
No es esto resultante de una mayor capacidad o laboriosidad de unos o de la estulticia o pereza de otros, sino de la capacidad de unos y otros por capturar el Estado, “Madrid”; capitalistas más inclusivos, mejor pertrechados y arraigados social y culturalmente y, por tanto, políticamente, en el norte; capitalistas socialmente desarraigados y extractivos, dependientes, en el sur.
Capturar el Estado, como llevaban haciendo secularmente la Iglesia y los Ejércitos, ha sido el gran deporte de las burguesías españolas desde que tenemos un Estado unitario –nunca unido- a comienzos del siglo XVIII. Los vascos acapararon la administración estatal en aquel siglo; los catalanes despedían con un “Visca Espanya” a los voluntarios que marchaban a Cuba a defender el tráfico negrero a mediados del XIX; unos y otros impulsaron el llamado “nacionalismo económico español” consistente en cerrar las fronteras e impedir la competencia de las mercaderías extranjeras a finales del aquel siglo. A medida que la dimensión del progreso se fue midiendo por el índice de industrialización, el Estado –en especial el de la España “una” franquista- aplicó políticas de desarrollo selectivo que beneficiaron a las regiones previamente industrializadas e influyentes.
Capturar el Estado, como llevaban haciendo secularmente la Iglesia y los Ejércitos, ha sido el gran deporte de las burguesías españolas desde que tenemos un Estado unitario –nunca unido- a comienzos del siglo XVIII
El Estado de las autonomías declarado en la Constitución de 1978 fue inicialmente pensado para potenciar las ventajas comparativas de las regiones ante la inminente inclusión de España en el Mercado Común; que finalmente hubiera “café para todos” solo supuso un pequeño estorbo en la prolongación de las favorables relaciones que las burguesías nacionalistas vascas y catalanas –PNV y CyU- mantuvieron con el Estado por la vía de los pactos políticos, bien con el PSOE bien con el PP.
Varios escollos importantes aparecieron en los últimos decenios en el sistema del turno neo-canovista. Dos en concreto; uno, la globalización de los mercados y Maastricht que espoleó a los capitalismos españoles a buscar fórmulas de reducción de costes para ser más competitivos, entre las que se encontraron la revisión de los compromisos de transferencia de rentas compensatorias a las regiones desfavorecidas. El otro, el que ahora nos ocupa, es que “Madrid”, desde que existe como comunidad autónoma, ejerce como el gran polo económico, financiero y de servicios de España, que opera para sí atrayendo capitales y sinergias, dejando al Estado, también ubicado en Madrid, sin la capacidad regulatoria y redistribuidora que antes tenía. Madrid comunidad autónoma frente a Madrid sede del Gobierno. Madrid, que ha vivido secularmente, desde Felipe II, del Estado, se enfrenta ahora, en nombre de “la Unidad de España”, a un Gobierno que no le queda otra que hacer de la pluralidad nacional la clave de su fortaleza.
España se encuentra de nuevo invertebrada en medio de tres auto-declarados conflictos: el “conflicto vasco” que se adivina más ahora en clave interna; el “conflicto catalán” aliñado con las viejas raíces identitarias; y el “conflicto madrileño” al atribuirse esta comunidad autónoma sin derecho alguno ser la pulpa de España, “España dentro de España”. Tres conflictos entre los que antes era el triángulo nacional-capitalista que encerraba la prosperidad del país.
En esta situación, Andalucía mira el panorama a distancia, sin intervenir. Resulta ser la incógnita inamovible, el ceteris paribus de las grandes cuestiones de Estado. Andalucía ya tuvo su “conflicto” en el siglo XIX, cuando éramos los separatistas de entonces, por proponer un modelo federal y librecambista para la vertebración del Estado, y lo perdió en 1873; la Segunda República hizo poco por Andalucía y así le fue a la República; en la Transición, las expectativas que suscitaron el 4 de diciembre de 1977 y el Estatuto de 1981 se tornaron en frustración cuarenta años después.
España, fruslerías nacionalistas aparte, sigue rota entre el norte y el sur. De hecho, si España se mantiene unida es porque, desde que se perdió el imperio, el sur ha quedado como patio de atrás, como mercado reservado para intereses ajenos a los de los andaluces; eso sí; con la connivencia de unas élites locales y de una mesocracia narcisista en medio de la mayor desigualdad social del país. Va siendo hora de acabar con el chantaje emocional que plantean los “nacionales” de uno u otro calibre; hora de plantear los términos del debate en los justos términos: el de los desequilibrios económicos entre comunidades y el que nos lleve a la verdadera igualdad entre los españoles. Hora de volver a proponer una alternativa desde el sur para una menos tramposa y más fructífera unidad de España.
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