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En Abierto es un espacio para voces universitarias, políticas, asociativas, ciudadanas, cooperativas... Un espacio para el debate, para la argumentación y para la reflexión. Porque en tiempos de cambios es necesario estar atento y escuchar. Y lo queremos hacer con el “micrófono” en abierto.

#Cuéntalo

Manifestación feminista contra la sentencia de 'la Manada' en Santander. | JOAQUÍN GÓMEZ SASTRE

Verónica Pérez

Confieso que no encuentro las palabras exactas que me permitan describir las emociones y sentimientos que se me agolpan desde que conocí la sentencia de La Manada. Asco, dolor, rabia, indignación, ira, vergüenza..... Y es que todas ellas se me antojan insuficientes e incompletas.

Normalmente me resulta casi imposible digerir aquello que no entiendo. Y prometo que no lo entiendo. No entiendo cómo alguien, que en este caso es el responsable de administrar justicia, puede argumentar que no fue una violación. No entiendo que sea la actitud o el comportamiento de la víctima, y no la acción de los agresores, la que determine el tipo de delito. No lo entiendo.

He leído las más de 300 páginas que razonan la sentencia y reconozco que me ha costado hacerlo en su integridad por la dureza del relato. He llorado al leerla, de impotencia y de rabia. Y cuanto más la leo, menos la entiendo. No sólo no la entiendo yo, sino que han sido muchos hombres y mujeres, profesionales de todos los ámbitos, los que han expresado su estupor ante este fallo. La propia ONU ha reconocido en estos días que la sentencia de La Manada subestima la gravedad de la violación.

Porque cuando la víctima es una mujer, el delito se minimiza en esta sociedad machista en la que vivimos. Tanto es así que todas nosotras convivimos en nuestra vida cotidiana con micromachismos que, en muchos casos, bien podrían ser tipificados como delitos. Durante siglos hemos normalizado los abusos hacia las mujeres de tal forma que sólo hace falta rebuscar en nuestra memoria para encontrar un buen catálogo de ellos. De distinto tipo, en diferentes situaciones, a todas nosotras. De ahí la valiente iniciativa impulsada por la periodista Cristina Fallarás que con el hashtag #Cuéntalo se ha hecho viral en los últimos días y que ha permitido que un millón de mujeres cuenten sus traumáticas experiencias.

Algunos de esos sucesos marcan nuestra vida y nuestra forma de entenderla. Yo jamás olvidaré aquel día en clase, cuando un compañero me tocó el culo mientras repetía gestos obscenos ante la mirada del resto del alumnado. Recuerdo nítidamente su mirada lasciva y su grotesco comentario pero, sobre todo, recuerdo la vergüenza que sentí y las lágrimas contenidas en el que se convirtió en el peor día de mi aún tierna infancia. Fue la dura bienvenida a mi preadolescencia.

Aquello fue, sin duda, un abuso, un abuso que aún a día de hoy me atormenta al traerlo a mi memoria y que me desveló por las noches durante meses. Sin embargo, estoy segura de que mi compañero de clase no padeció ni un segundo por ello y que, seguro, no recordará ese hecho. Las mujeres no sólo somos las víctimas, sino que también somos las portadoras de la vergüenza y del sentimiento de culpa.

Mucha culpa fue lo que sentí cuando años más tarde los comentarios obscenos de un señor con el que me crucé en la calle me arruinaron la felicidad adolescente del día en el que accedí a la universidad. Jamás olvidaré el vestido que llevaba puesto aquella mañana porque durante mucho tiempo culpé a ese vestido. De hecho, lo culpé tanto que no fui capaz de volver a ponérmelo... quizás demasiado entallado, quizás demasiado corto, quizás demasiado escotado...

Pero la culpa no era del vestido, la culpa era del machismo en general y de ese degenerado en particular, que dijo las mayores obscenidades que he oído en mi vida a una chica que podía ser su hija. Reconozco que jamás he podido contarle a nadie estos hechos por lo mucho que me avergonzaban y por esa culpabilidad que esta sociedad patriarcal nos impone a las mujeres para poder someternos.

Tampoco conté nunca el miedo que sentí cuando dos chicos se bajaron del coche para intimidarme mientras practicaba running o el pánico al sentirme perseguida en una noche de verano cuando volvía sola a casa. Nunca lo compartí con nadie, ni con familia, ni con amigos, ni con compañeras. Con nadie. Como si ocultarlo significara que no había pasado. Silenciarlo como mecanismo de defensa ante la incomprensión.

Todas las mujeres tenemos miles de experiencias que nos han hecho padecer miedo e indefensión, que nos han hecho sentir vulnerables y frágiles. Pero no, no lo somos, y por eso ya no nos callamos, sino que ahora lo contamos para protegernos y para demostrar que no estamos solas. Hace unos meses ha despertado un movimiento imparable que no tiene marcha atrás, porque el feminismo ha llegado para quedarse.

Nos hemos liberado de nuestros miedos, así que ya no vamos a silenciar más los abusos que padecemos cada día, ni vamos a seguir soportando injusticias ni desigualdades, ni vamos a callarnos ante sentencias impregnadas de machismo como la de La Manada ni ante aquéllas que consideran que el dolor de una agresión sexual prescribe.

Ahora sabemos que no estamos solas, que somos muchas y que estamos unidas por esta causa feminista y eso nos está dando fuerza para no callar, para contarlo, para salir a la calle y reivindicar nuestros derechos, para defender a una mujer agredida, para iniciar una campaña de recogida de firmas para que no prescriban los delitos de carácter sexual, para dar la batalla definitiva en la búsqueda de la igualdad. El feminismo nos ha dado alas y nos ha librado de las cadenas del miedo y la soledad a la que nos había condenado la historia porque ahora, por fin, la manada somos nosotras.

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