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A mí también: delitos sexuales y muro de silencio

Ruth Rubio Marín

Profesora de Derecho Constitucional, Universidad de Sevilla —

Escribo esto a sabiendas de que puede producir en el lector reacciones no exentas de una dimensión erótica y de que es normal que así sea en una cultura que, como la nuestra, consume cuerpos de mujeres y erotiza violencia y abuso. No culpo a nadie si así es, es más, me ha sorprendido y avergonzado detectarlas en mí misma alguna vez, pero sí invito a la reflexión colectiva de lo que implica que así sea.

Lo mío, de acuerdo con la tipificación del código penal español, fue un abuso sexual a menor de dieciséis años, castigado con pena de prisión de dos a seis años. Yo tenía tan solo seis. Él debía rondar los sesenta y cinco. Estaba jubilado. El matrimonio me había cogido cariño. Yo incluso me dirigía a él como Opa, que es como en alemán se llama cariñosamente al abuelo. De los cuatro hermanos que éramos, había sido la escogida, por frecuentar el colegio alemán y por mi carácter extrovertido y cariñoso. Los domingos por la mañana salía de mi casa, dejaba a mis hermanos entre griteríos, colacao y galletas María, y llamaba a la puerta contigua de aquella pareja de jubilados alemanes a la que frecuentábamos cada año cuando venían a pasar los inviernos en su apartamento de Marbella. Una sala luminosa, un silencio mágico, y, esperando sobre la mesa, un huevo pasado por agua, en su huevera bien blanca y brillante, pan caliente y mantequilla y mermelada, un domingo tras otro. Y de ahí surgió el plan de acompañarlos un verano a Berlín donde decían tener nietos de mi edad.

No recuerdo cómo logró plantear el juego y sus reglas la primera vez. Pero sí recuerdo los códigos. El decía que iba a salir a fumar un cigarro, cosa que su mujer le permitía hacer solo en la cochera del jardín, y yo debía acudir a su encuentro transcurridos unos instantes. Una vez allí me quitaba mi faldita y me bajaba las braguitas que colocaba religiosamente sobre algo, todo bien dobladito no se fuera a arrugar. Él se bajaba la bragueta. Yo me sentaba sobre sus piernas y abría las mías, él se humedecía los dedos y me toqueteaba, y me pedía que con mis pequeñas manos yo hiciese lo propio. No recuerdo que tuviese erecciones, tampoco recuerdo violencia o intimidación. Sí recuerdo que era algo placentero, y sí recuerdo el olor que desprendía su pene flácido porque me acompañaría en el trauma durante años. Lo más excitante del juego: su carácter prohibido pues, eso sí, el Opa me hizo prometer que no se lo contaría nunca a nadie, a nadie, nunca, durante los tres largos meses de aquel verano…. ¡Y más allá!

Efectivamente, tardé mucho en poder hacerlo. A medida que fui tomando consciencia de lo que significaban las relaciones sexuales, empecé a pensar que había sido cómplice de algo malo y repugnante y sentí, sobre todo, que yo había sido tan responsable como él. Cuando la culpa y la vergüenza me pudieron, traté de hablar, pero me topé con el muro del silencio. El intento de compartirlo entre mis coetáneos, amigas y hermanos, y la previsible respuesta de sorpresa y escándalo que provocaban, me hacían sentir aún más sucia. A mi madre (mi padre, ¡ni pensarlo!) tardé muchos años en contárselo intuyendo que se torturaría a sí misma por haberme embarcado en aquella aventura de alto riesgo con tal de que afianzase mi alemán. Que alguien pudiera emprender una causa legal y mandar al tipo a la cárcel ni siquiera se me pasó por la imaginación, nunca. Así que viví con las secuelas del trauma durante toda mi infancia y adolescencia y no fui capaz de tener relaciones sexuales medianamente normales hasta bien entrada la fase adulta.

Y si lo fui fue porque un día, ya con doce o trece años, una mujer, que también había sido víctima, me supo escuchar y me contó que “a ella también”. Gisela me hizo entender lo sistemático y estructural del problema y, sobre todo, que yo no había sido agente responsable sino víctima de un delito y de un delito absolutamente extendido (¡gracias, Gisela!). He pasado años, en mi condición de académica trotamundos, dando conferencias sobre los derechos de las mujeres en muchos países e idiomas (¡también en alemán!). He pasado años trabajando con víctimas de violencia, incluida la sexual, en contextos de conflicto armado. Y, aun así, fue solo hace algo más de un año, en una conferencia inaugural sobre el Estado de la Unión (celebrada en el Palazzo Vecchio de Florencia, entre glamour y boato, ante cientos de personas y con la aristocracia florentina en primera fila), cuando, al referirme a las cifras de la violencia sexual que experimentan las mujeres en Europa (¡una de cada tres!) sentí que no podía seguir hablando de “ellas”, que tenía la obligación moral de usar el “nosotras”. Y así fue cómo me colé dentro de la estadística reconociendo por primera vez de forma pública mi condición de víctima para facilitar que, al hacerlo, otras muchas pudiesen hablar y ser creídas.

Esta es la primera vez que lo hago en mi lengua, en mi tierra y contando la historia. Supongo que me mueve la misma obligación moral que debió sentir Ruth Toledano al compartir ayer por este periódico su violación (¡gracias, Ruth!) en el contexto del caso de la Manada que nos ocupa estos días. Esa misma obligación que han debido sentir todas aquellas mujeres que, siguiendo a la primera, han hablado en el caso Weinstein en EEUU.

Y es que, aunque no esté bien que la reparación empiece, una vez más, por las propias víctimas, sabemos que solo “saliendo del armario” podemos empezar a romper el muro del silencio que nos victimiza tanto o más que la propia experiencia de abuso, porque solo esa salida, si, como el abuso, es grupal, nos va a permitir poner por fin el punto de mira sobre el agresor, y no sobre la víctima. ¿Será que estamos asistiendo por fin al momento histórico de ruptura de los muros de contención del silencio?… Porque ¡A mí también!

Escribo esto a sabiendas de que puede producir en el lector reacciones no exentas de una dimensión erótica y de que es normal que así sea en una cultura que, como la nuestra, consume cuerpos de mujeres y erotiza violencia y abuso. No culpo a nadie si así es, es más, me ha sorprendido y avergonzado detectarlas en mí misma alguna vez, pero sí invito a la reflexión colectiva de lo que implica que así sea.

Lo mío, de acuerdo con la tipificación del código penal español, fue un abuso sexual a menor de dieciséis años, castigado con pena de prisión de dos a seis años. Yo tenía tan solo seis. Él debía rondar los sesenta y cinco. Estaba jubilado. El matrimonio me había cogido cariño. Yo incluso me dirigía a él como Opa, que es como en alemán se llama cariñosamente al abuelo. De los cuatro hermanos que éramos, había sido la escogida, por frecuentar el colegio alemán y por mi carácter extrovertido y cariñoso. Los domingos por la mañana salía de mi casa, dejaba a mis hermanos entre griteríos, colacao y galletas María, y llamaba a la puerta contigua de aquella pareja de jubilados alemanes a la que frecuentábamos cada año cuando venían a pasar los inviernos en su apartamento de Marbella. Una sala luminosa, un silencio mágico, y, esperando sobre la mesa, un huevo pasado por agua, en su huevera bien blanca y brillante, pan caliente y mantequilla y mermelada, un domingo tras otro. Y de ahí surgió el plan de acompañarlos un verano a Berlín donde decían tener nietos de mi edad.