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OPINIÓN | La desigualdad es violencia: el sentido crítico ante el machismo
Tanto se ha centrado la lucha contra las violencias machistas en aquellas que provocan alarma social, que la mayoría de los hombres no se sienten interpelados; no encuentran motivos ni para involucrarse en su erradicación ni para modificar sus hábitos. Para colmo, el Pacto de Estado que se discute en la actualidad sigue olvidando a los hombres, con lo que se le condena a tener un alcance muy limitado.
En un taller para inmigrantes árabes, latinos y subsaharianos invité a los participantes a identificar privilegios masculinos en la familia, el mercado de trabajo, la sexualidad y la sociedad, y me sorprendieron dos reacciones. Por un lado el colectivo subsahariano los identificaba con facilidad; por otro lado, el grupo latino interrumpió la puesta en común para quejarse, educadamente, de que se les había invitado a participar en un taller sobre el machismo pero se veían debatiendo sobre las desigualdades entre los sexos.
Para ellos, el machismo tenía más que ver con las agresiones físicas, los abusos sexuales y los asesinatos, que con las desigualdades cotidianas en sus relaciones con las mujeres. Pese a la resistencia que manifestaban, me alegró advertir que ese grupo hubiera visto que los privilegios son desigualdades, porque es difícil ver que todo privilegio naturaliza una desigualdad, y mucho más difícil ver que las desigualdades, al quedar invisibilizadas, aseguran su reproducción.
Por eso no me costó mucho que aceptaran que la cultura es el caldo de cultivo en el que germinan y se desarrollan las raíces de todas las violencias, y que la cultura es machista. Ni que vieran, en una pirámide con forma de escalera, que a medida que asciende la gravedad de las violencias hay cada vez menos hombres involucrados, porque los micromachismos no llevan inevitablemente a mayores niveles de violencia. Solo los que confunden tradición con derechos incuestionables llegan a creerse tan por encima de las mujeres como para estar dispuestos a defender a través de la violencia sus privilegios frente a aquellas que los cuestionan.
Lo que ellos estaban diciendo es que se habían socializado como hombres para aprender a desenvolverse en un mundo estructurado a base de privilegios, desigualdades y violencias, y que como hombres habían sido capaces de vivir en esta sociedad sin violar las leyes; por eso les costaba ver la importancia que yo daba a las pequeñas violencias sobre las que tratábamos, sobre todo teniendo en cuenta que ellos se implicaban mucho más que sus padres en lo doméstico y en los cuidados de sus hijos y de sus familiares dependientes, y vivían con mujeres que trabajaban y traían un jornal a casa.
La cultura, en la base del maltrato
Admitían que era la cultura la que estaba en la base de tanto maltrato y tanto asesinato, y que era necesario combatirla, cada cual en la medida de sus responsabilidades. A partir de ahí no me costó que vieran que no habría tenido sentido invitarlos a un curso para hablar de ese machismo que ellos ya condenan: lo interesante era incrementar su sentido crítico ante el machismo que les costaba ver, ante esos privilegios tan injustos como peligrosos —porque reproducen una conciencia de derecho a la desigualdad—con objeto de que dejaran de aprovecharse de ellos y evitaran contribuir a su reproducción.
Sus resistencias tenían que ver con su falta de perspectiva de género, pero son un ejemplo de las dificultades que tienen la mayoría de los hombres para ver las violencias machistas cotidianas en las que, por acción u omisión, incurrimos todos. Nos recuerdan que para erradicar las violencias machistas es preciso vencer las dificultades y las resistencias de los hombres a verse interpelados. Hace falta que entiendan que la masculinidad es machista y el machismo es violencia; que disfrutan de privilegios por ser hombres, y que estos privilegios suponen desigualdades que padecen las mujeres; que para reconocerse como hombres han tenido que superar un proceso de socialización violentamente machista y han construido una identidad masculina muy difícil de deconstruir, pero es preciso intentarlo.
Los recursos dedicados a erradicar las violencias machistas, desde el asesinato de Ana Orantes y la posterior aprobación por unanimidad de la Ley integral contra la violencia de género, han tenido poquísimo impacto en el número de denuncias y asesinatos de mujeres, lo que nos llevó alos hombres por la igualdad a convocar en Sevilla, el pasado 21 de octubre, la manifestación de hombres más numerosa celebrada hasta la fecha, con el lema 'El machismo es violencia'. Para nosotros era prioritario poner el foco en la necesidad de combatir el machismo en cualquiera de sus manifestaciones.
Nadie discute la necesidad de incrementar la protección a las víctimas, pero debemos recordar que “la violencia contra las mujeres es un problema de los hombres que padecen las mujeres”. Puede ser una simplificación, pero nos recuerda que no podemos acabar con las violencias machistas sin que cambien los hombres, y que los hombres no van a cambiar por el Código Penal. El cambio de los hombres exige tiempo y recursos que no aparecen en el borrador de Pacto de Estado que está en discusión, y ya sabemos que en política lo que no cuenta con presupuestos no se tiene en cuenta, y lo que no se nombra ni siquiera existe.
Mientras miramos para otro lado seguimos olvidándonos de los niños cuando aún están en peligro, siendo socializados en el machismo, y solo empezamos a preocuparnos de los jóvenes cuando ya son un peligro. Mientras nos resistimos a combatir el machismo, la masculinidad se va convirtiendo en el referente de la igualdad entre los sexos y eso tiene mucho de suicidio colectivo.
Tanto se ha centrado la lucha contra las violencias machistas en aquellas que provocan alarma social, que la mayoría de los hombres no se sienten interpelados; no encuentran motivos ni para involucrarse en su erradicación ni para modificar sus hábitos. Para colmo, el Pacto de Estado que se discute en la actualidad sigue olvidando a los hombres, con lo que se le condena a tener un alcance muy limitado.
En un taller para inmigrantes árabes, latinos y subsaharianos invité a los participantes a identificar privilegios masculinos en la familia, el mercado de trabajo, la sexualidad y la sociedad, y me sorprendieron dos reacciones. Por un lado el colectivo subsahariano los identificaba con facilidad; por otro lado, el grupo latino interrumpió la puesta en común para quejarse, educadamente, de que se les había invitado a participar en un taller sobre el machismo pero se veían debatiendo sobre las desigualdades entre los sexos.