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Eclesiastés de Pedro Sánchez

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez

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¿Le compensa a Pedro Sánchez el órdago de los indultos a los presos del procès? ¿Resiste el análisis coste-beneficio en términos electorales? Si la respuesta fuera negativa, o bien alguien está calculando mal el resultado de la operación o bien el voluble presidente del Gobierno va a supeditar el interés de su partido a la razón de Estado que, hipotéticamente, abriría una puerta al avance hacia una solución del problema catalán.

A tenor de las encuestas más recientes, es clara la mayoría de ciudadanos españoles contrarios a los indultos y decreciente el apoyo electoral al PSOE en los últimos meses, de lo que podríamos colegir un alto riesgo de pérdida de su posición electoral en las próximas elecciones generales, sin olvidar que en las pasadas de noviembre de 2019 se había dejado ya 700.000 votos respecto a las anteriores. Si el PSOE perdiera las elecciones próximas (en 2021 ó en 2023), su razón de Estado se desvanecería y habría hecho un pan como unas tortas.

Leo la prensa, la que circula en papel y la que se distribuye online, y constato que la inmensa mayoría de los escribientes descalifica, con escasa documentación y desbordante pasión, una eventual concesión de los indultos. Si solo fuera por merecimientos de los convictos del procès o confianza en su conducta futura, uno podría coincidir con esa inmensa mayoría, aun en una versión moderada del entusiasmo. Pero si pensamos en los ciudadanos representados por casi 200 diputados del Congreso, ¿por qué negarles el derecho a darle una oportunidad a una solución negociada para el conflicto de Cataluña? Give peace a chance, diría John Lennon.

El Gobierno debe de indultar a los presos del procès por las mismas razones de “conveniencia pública” (así lo dijo el Tribunal Supremo en el caso de Tejero, que no acabó prosperando), de “utilidad pública” (como dice la ley vigente) y de inteligencia política que justificó, entre otros, el indulto en 1932 del primer golpista de la II República, el general Sanjurjo, que cuatro años después estaba en la pole position del nuevo golpe de Estado. ¿Era más juicioso lo que se hizo o haberlo fusilado en el mismo agosto de la intentona? Lo que se hizo era lo que se tenía que hacer, como explicó Azaña, que votó el último en ese Consejo de Ministros del indulto.

Me he remontado casi noventa años atrás (excusen la anacronía y la incomparable gravedad de los delitos) porque la manifiesta debilidad de esta patata caliente que le ha caído a Sánchez reside en la sospecha de que la medida de gracia no servirá para nada, no habiendo sido ni siquiera solicitada por los beneficiarios que en todo momento han despreciado el menor acto de contrición. Más aún, la propia medida que achicharrará al Gobierno llega, si llega, devaluada porque el discurso separatista está en las lindes de la amnistía y la autodeterminación.

¿Cómo se pueden defender, pues, los indultos? No porque se hayan decretado muchos miles en España durante los últimos cuarenta años (en favor de golpistas, terroristas, homicidas, torturadores, corruptos, prevaricadores,), sino en este caso por dos razones sumarias que nos revelan el coste de oportunidad de no concederlos: primera, porque el dontacredismo de Rajoy (PP), que mutó a beligerancia en la situación límite, alumbrando una productiva factoría de independentistas, nos trajo a donde estamos. Segunda, porque los contrarios a los indultos no tienen ningún plan para avanzar en el conflicto catalán (si descartamos la aplicación eviterna del artículo 155 o la ocurrencia del general Espartero).

Por un arrebato bíblico o por la inspiración mística de quien pasa por su ninfa Egeria, su iluminado director de Gabinete, Pedro Sánchez clamó solemne en el Congreso, “Hay un tiempo para el castigo y un tiempo para la concordia”. (op. cit. “Hay un tiempo para destruir y un tiempo para construir,… un tiempo para la guerra y un tiempo para  la paz” (Eclesiastés 3:1-8)).  

Pero en menos de 24 horas hubo de pasar de las musas al teatro: fue el tiempo que tardó la oposición ( interna, externa y mediopensionista) en orquestar una furiosa campaña que durará, cuando menos, un mes, con mucha foto de Colón, posados varios y mociones de todos los colores para atizar las contradicciones internas del PSOE.

Otra cosa es la impresión que da la infortunada estrategia de comunicación del Gobierno, con un tiempo incontrolado del mensaje chapoteando en el ambiente, actores y actrices interpretando sin guión papeles no asignados y, que no falte, la colaboración estelar a la contra de Felipe González y Alfonso Guerra, que no han dicho ni una palabra aún sobre su proyecto para Cataluña en la tercera década del siglo XXI (dirán que no les corresponde; eso mismo digo yo).

Más allá de la invocación del Eclesiastés, lo que parece es que a Sánchez sólo le importa, como sostienen las derechas y su poderoso ejército mediático, la suma que lo puede sostener en el poder, pero a lo mejor le están haciendo mal los cálculos: los indultos, descafeinados o no, afearán la imagen del presidente del Gobierno, no garantizan que no se les puedan rebrincar los insaciables ‘indepes’ (una jaula de grillos incontrolable) y no descartan que en otoño se tenga que someter a una arriesgada cuestión de confianza.

Sería exigible por ello un mayor esfuerzo pedagógico del Gobierno y de los partidos que lo sostienen en la explicación y fundamentos de la gracia que va a dispensar a los presos y, en convergencia (sin unió, ja,  ni Puigdemont, ajeno a esta gracia), que éstos y sus matrices políticas colaboraran algo en el proceso para no dejar a su benefactor a los pies de los caballos (la carta de Junqueras es un atinado botón de muestra). Si los hados no le fueran propicios, el presidente del Gobierno debe pertrecharse con su manual de resistencia para el aprendizaje de otra versión de los versículos del Eclesiastés: “Hay un tiempo para ganar las elecciones y un tiempo para perder las elecciones”. Pero un jugador de mus es siempre un jugador de mus.

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